Porque lo primero es entender que el mundo no es mejor o peor autónomamente. Los que lo habitan, condicionan su estatus y hay que tener en cuenta que hay dos formas de incidencia: lo individual y lo colectivo; por lo que ambas deben sintonizarse para remar hacia la misma orilla, de lo contrario, seguiremos como hasta ahora, con esfuerzos aislados y pujando en direcciones opuestas hasta que se hunda el barco.
Para saber si de lo terrible nacerá algo puro, poéticamente hablando, hay que partir del cómo se ha enfrentado la tragedia. Y en apretada síntesis la respuesta ha sido caótica, a tropezones, tardía en muchos casos y donde han primado soluciones nacionalistas por encima de la urgente cooperación internacional. O sea, que por más que un grupo no despreciable de personas haya entendido la esencia del fenómeno, es decir, el valor de la vida, lo prescindible de todo lo que ayer considerábamos necesario, la moraleja no ha llegado hasta los decisores políticos y las minorías que cuentan con el poder real, el financiero.
El mundo se paraliza por una partícula microscópica con alto poder letal que no entiende de puntos cardinales, tamaño de cuenta en el banco, profesión, oficio, género, sexo o religión, y aunque insistan en hablar de ancianos como los más vulnerables, ha demostrado que no distingue en edades tampoco. Sin embargo, no hay maratón de reuniones extraordinarias de los muchos organismos que se inventan para darle algo de estructura al mundo. ¿Dónde están el G-7, el G-20, el Consejo de Seguridad de la ONU y las agencias de este ente de naciones que si algo las caracteriza no es precisamente la unidad? ¿Dónde están las agrupaciones regionales de América Latina, el Sudeste Asiático, África, la toda poderosa y comunitaria Europa? ¿A dónde fue a parar el plan global para contener un problema global?
Los esfuerzos diplomáticos se reducen a un encuentro virtual del Movimiento de Países No Alineados en su versión reducida y a otros intentos aislados de países puntuales. El peso pesado de los organismos mundiales ha permanecido inamovible por más que la Organización Mundial de la Salud, única en dar la cara —no faltaba más, es que le toca— haya insistido hasta el cansancio que se requiere cooperación y solidaridad. La OMS, que sin darle la razón al irracional de Donald Trump, también se ha mostrado vacilante y un tanto zigzagueante ante la emergencia sanitaria. Pero al llamado solidario respondieron sus mejores discípulos con una rapiña vergonzosa por mascarillas de protección. Y el patrocinador en jefe abandonando la contribución a la causa.
Para rematar, políticos y organismos solo han sabido lanzar advertencias sobre «la» consecuencia nefasta de esta pandemia. ¡Ah! Y no se trata de morir. Pareciera que perder la vida por la COVID-19 es un daño colateral. El verdadero impacto de esta cosa infecciosa es sobre «la economía». Y no porque se afecten las arcas del estado o los bolsillos de los grandes consorcios, no, enfatizar en ese aspecto «dolorosísimo» eso sería demasiada desfachatez e insensibilidad a ojos vistas. Sino por «las muchas vidas que se perderán en el futuro si la economía no se salva pronto».
Y uno puede pensar que hasta tienen razón, matemáticamente puede que muera más gente a futuro por hambre, al elevarse el desempleo y encarecerse la vida, que los que sucumban a la enfermedad. Pero esa lógica es la que repiten discurso tras discurso, en un medio tras otro, hasta que uno la cree cierta, cuando lo real es que la matemática que no cuadra es la del reparto inequitativo de los bienes colectivos. Con virus mortífero o sin él, lo que incide hoy e incidirá mañana en las muchas muertes a futuro por penurias económicas es la concentración de la riqueza en unas pocas manos. De hecho, no es descabellado pensar que ese excéntrico grupo de gobernantes pro economía que satirizan la pandemia tiene un secreto plan de exterminio en masa.
A la hora de evaluar los efectos del coronavirus en la economía, suelen hacerse comparaciones con la Gran Depresión del 33 o con la Segunda Guerra Mundial, o más recientemente con la crisis de 2008. En todos los casos hubo dinero para «renacer», sobre todo cuando los que caían en desgracia eran empresas o bancos. Están fresquecitos en la memoria los mil millonarios recates a todas las instituciones bancarias de Estados Unidos y Europa que fueron a la quiebra hace poco más de una década. Los dólares o euros aparecieron de la nada, se imprimió cuanto billete hizo falta, y los ajustes se fueron haciendo por el camino y, por supuesto, todo déficit recayó en la economía doméstica, mientras los banqueros celebraran volver a amasar fortunas.
Ahora no se trata de bancos en quiebra, sino de personas con deudas por concepto de una salud mercantilizada, o con deudas por haber perdido el trabajo y al ser un empleo informal, no hubo amparo de beneficios gubernamentales. A estos no se les «salva», para ellos no hay rescates milagrosos. Pero sirven para engrosar estadísticas que alimentan la narrativa de priorizar lo económico por encima de lo sanitario.
No importa que la pandemia haya puesto al descubierto las muchas desventajas del sistema neoliberal, aun y cuando se evidenció que se necesitaba de Estados fuertes y en capacidad de disponer de sus recursos, muchos gobernantes optaron en medio de la crisis seguir menguando las posibilidades y alcance de las instituciones públicas.
El FMI, el Banco Mundial, los grandes prestamistas de siempre, no cambiaron conductas. Su dinero está a la orden del día para «facilitarlo» a cambio de disponer a su antojo de la economía —y hasta la política— del insolvente. Ni siquiera se puede reseñar una obra de caridad por parte de estos acreedores en medio de la coyuntura.
Las diferencias políticas tampoco se dejaron a un lado para focalizar la atención en la problemática común. No hubo concesiones de ningún tipo de sancionadores hacia sus sancionados, aunque lo que estuviese en juego fuera material médico. Es así que Estados Unidos saboteó donaciones a Cuba, persiguió barcos iraníes y apostó por amenazas militares visibles y encubiertas contra Venezuela, por citar los ejemplos de mayor bajeza.
Los enemigos no pactaron tregua ni en los momentos más críticos y así cada quién prefirió buscar culpables de «fabricar» el virus o cruzar críticas de malos manejos de la crisis para eludir las responsabilidades propias. Washington acusó a Beijing de crear el patógeno y viceversa. Irán enfiló los cañones hacia Estados Unidos responsabilizándolo de la tragedia, mientras que Arabia Saudí culpó a Teherán. En Asia, Corea del Sur y Japón cruzaron acusaciones y así, cada quien respondió de acuerdo a sus viejos conflictos, señalado predeciblemente al mayor adversario. Por no mentar la inicial ideologización del virus, solo faltó llamarlo el virus comunista.
Y pudiera pensarse que los malos ejemplos se reducen a mandatarios inescrupulosos u organismos buitres. Pero y esa gente que después de meses de horror, viendo hospitales colapsados, personal médico que se suicidaba por el desborde de la crisis, familias enteras que morían, y de un día para otro reabren los comercios y se forman filas kilométricas en las tiendas Zara en Francia, el cuarto país dentro de la Unión Europea más azotado por la infección. En serio, después del confinamiento, donde descubres que el mundo puede seguir funcionando sin salir de casa, donde te enteras que ni con dinero se puede comprar la ansiada bocanada de aire que un virus se empeña en arrancarte, sales y vas a por un vestido de marca.
No puede decirse que todo ha sido rencor y mezquindad, hay iniciativas —de personas y de países— que bien valen un monumento, la cooperación médica, el intercambio científico, las ayudas comunitarias para vencer el encierro, la soledad o el dolor por las pérdidas. Pero reza el dicho que una golondrina no hace verano. Y mientras sean excepciones y no la regla, no se notará esa mejoría tan ansiada en un mundo tan golpeado por el propio egoísmo de muchos de sus seres no tan humanos.
¿Qué el mundo será distinto tras la pandemia? Sí, se puede afirmar desde ya. Sobre todo, porque habrá que convivir con una nueva amenaza que llegó para quedarse como las otras, porque el SARS COV 2 no es el primer virus ni el último, y hay otros peligros igual de tremendos que nos depara la naturaleza, por no sumar a ellos los generados por la ambición del hombre. No es esta la primera pandemia de la historia, aun no es la más letal. A todas sobrevivió la humanidad, con vacunas o nuevas costumbres. ¿Pero aquellas y esta nos harán mejores?
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