La máscara de la ayuda, la asistencia y la lucha contra el terrorismo es la que encubre el injerencismo e intervencionismo de Estados Unidos en casi todo el mundo, con presencia militar y acciones directas en Asia, África, Medio Oriente y América Latina.
Esta última región arrastra una larga historia de supeditación al poderío estadounidense. Entre mediados del siglo XIX y finales del XX, Estados Unidos acompañó su expansión económica con la militar. Durante ese periodo comenzaron a instaurar una amplia cantidad de bases y activos militares que recorrían el continente, apoyándose en el control que tenían sobre varios gobiernos y dictaduras en la región.
Incluso, a principios de este siglo, todavía el dominio estadounidense seguía extendiéndose, aunque con frenos para la implantación de su proyecto neoliberal en Latinoamérica, con la llamada Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). El surgimiento de gobiernos de izquierda que criticaban la presencia extranjera en el continente y alertaban sobre los peligros del ALCA, unido al papel de nuevos mecanismos de integración regional como el ALBA y UNASUR, se opusieron a esos proyectos y supusieron, hasta cierto punto, un freno y una señal de alarma.
Considerando las nuevas circunstancias, la influencia de ese país en la región se fue transformando y pasaron de aplicar la intervención militar directa a una forma más elaborada de control: las bases militares. Este mecanismo de dominación no es nuevo: la ilegal base naval en Guantánamo, en el oriente de Cuba, es la más antigua de América Latina y el Caribe, establecida en 1903.
En el mundo, Estados Unidos y la OTAN, poseen unas 800 bases militares en más de 80 países. Determinar un número exacto de este tipo de enclaves en la región resulta bastante complejo. El informe del Departamento de Estado estadounidense, con fecha de 2015, menciona presencia militar en Antigua y Barbuda, Aruba, Bahamas, Cuba, Colombia, Honduras, El Salvador y Perú. En el caso de Costa Rica no se refiere a bases militares pero sí menciona algún tipo de participación.
Por su parte, diversos medios de prensa y resúmenes informativos en los últimos años refieren la existencia de más de 87 bases de ese país y de la OTAN en la región. Dentro de estas, cerca de unas 40 pertenecen a Estados Unidos, con 3 en Honduras, 1 en Cuba, 2 en México, 1 en República Dominicana, 1 en Haití, 1 en Aruba, 1 en Curazao, 1 en El Salvador, 1 en Costa Rica (aunque el Gobierno de ese país no mencione su existencia), 7 en Colombia, 12 en Panamá, 3 en Perú, 2 en Paraguay y 1 en Chile.
La mayoría de estas bases militares son Main Operating Base —Base Operativa Principal, MOB por sus siglas en inglés—, como la de Guantánamo o la de Soto Cano en Honduras, las cuales fueron resultado de acuerdos con los gobiernos de entonces y cuentan con personal permanente. Sin embargo, este tipo de bases generan malestar en los pueblos por ser una presencia militar extranjera directa o violar —en el caso de Cuba— la soberanía de la nación y las leyes del Derecho Internacional.
Por otra parte, las llamadas Foward Operating Locations —Bases de Operaciones de Avanzada, FOL— mantienen poco personal militar de forma permanente pero tiene una alta movilidad. Estas bases de segundo tipo surgen mediante pactos entre las fuerzas armadas nacionales y el Departamento de Defensa estadounidense, por lo general al margen de los Congresos y los Poderes Ejecutivos.
También existen las Cooperative Security Location —Puesto de Seguridad Cooperativa, CLS— y Centros de Operaciones de Emergencia Regional (COER), pero tienen la misma esencia que los enclaves de avanzada.
Lo cierto es que, en la región, Estados Unidos no ha necesitado muchas justificaciones para ejercer su control. Incluso, ha logrado proyectar una buena imagen que disfraza sus intereses económicos y políticos con «preocupaciones» por el bienestar y su intención de mantener la «estabilidad regional». En lo relativo a los argumentos para su presencia militar y la creación de nuevas bases, el narcotráfico y el terrorismo se han vuelto los puntos principales, aunque también esgrimen la protección de los valores democráticos, de la libertad y la lucha contra el crimen organizado.
Existen ejemplos como el de la Iniciativa Mérida en México, contra el crimen organizado y el narcotráfico, o el Plan Colombia antidrogas, que les permitió establecer bases en ese país.
La realidad es que estos enclaves militares son el más cercano punto de control hacia los gobiernos y los países latinoamericanos y caribeños. Situadas en lugares estratégicos, se usan para el control de recursos naturales, especialmente gas y petróleo, el espionaje y como elemento disuasivo para los países. Además de ser lugares de entrenamiento de tropas, en ocasiones han sido útiles para derrocar gobiernos, como el caso de la base de Soto-Cano en Honduras, que sirvió para entrenar a los «contra» en el intento de derrocar al primer gobierno sandinista y en fecha más reciente el lugar al que llevaron al presidente Zelaya cuando lo secuestraron para sacarlo del país.
Con el fin de proteger sus intereses comerciales en la región y forma de mostrar fuerza, después de cincuenta y ocho años, Washington reactivó la llamada Cuarta Flota, responsable de operaciones en el Caribe, América Central y América del Sur. Su reactivación en 2008, sin haber informado a los gobiernos de los países de la región, provocó preocupación, algo completamente justificado si se analiza que constituye un despliegue militar operativo constante que recorre el área y funciona como advertencia a los gobiernos que se opongan a los intereses estadounidenses.
Esto se suma a la presencia del llamado Comando Sur, que cubre treinta y un países de la región y es responsable de proporcionar planificación de contingencia, operaciones y la cooperación de seguridad con esas naciones, pero fundamentalmente se preocupa por la protección de los recursos militares de Estados Unidos en estos lugares. Una muestra de los verdaderos objetivos del Comando Sur se evidenció cuando en junio del pasado año realizó una serie de maniobras militares, con la participación de dieciocho naciones frente a las costas de Venezuela; en julio desplegó tropas para maniobras con militares chilenos; y en noviembre, la Amazonia fue escenario de ejercicios militares conjuntos.
A la excesiva presencia militar de activos estadounidense en bases propias de las naciones, se suman la actitud servil de algunos gobiernos ante la presión norteamericana. Argentina, por ejemplo, bajo el mandato del actual presidente Mauricio Macri, aprobó a principios de enero un acuerdo para instalar una «Fuerza de tarea» en la triple frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil, para combatir el narcotráfico y el terrorismo. Además, en octubre de 2017, la Ministra de Defensa de ese país, Patricia Bullrich, firmó un acuerdo para crear un Centro de Inteligencia Regional en Usuhaia, lo que sería el esquema inicial para otra base estadounidense. El pretexto de la defensa contra el terrorismo en este país es la fachada para dar entrada a Estados Unidos en la codiciada Triple Frontera, pues su control garantiza un rápido despliegue militar hacia Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Bolivia; además del dominio sobre el Acuífero Guaraní, una de las principales reservas de agua dulce del planeta.
Cada acto injerencista es una ofensa y una violación de la soberanía latinoamericana y caribeña. Hechos que evocan situaciones ya conocidas y que renuevan el mal sabor de dejar entrar al enemigo en tu patio sin saber si luego podrás deshacerte de él.
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