Todo libro tiene su público imaginario. Se lo conozca e interpele de manera consciente o no. Este no es la excepción. Escribimos estas páginas pensando centralmente en cuatro destinos posibles.
En primer lugar, la juventud cubana actual.
Inevitablemente, por cuestiones generacionales, cada nueva camada «llega al mundo» con la sensación ensoñada de que recién entonces comienza la historia. No es extraño. Le ha sucedido a todo el planeta. Solo que, en nuestra época, cuando la posmodernidad se ha instalado con pretensiones de volver eterno (e inmodificable) el presente, cancelando cualquier dimensión histórica, se torna mucho más complejo y difícil que antes encontrar el hilo de continuidad con las rebeliones del pasado. No casualmente Fredric Jameson, el crítico cultural estadounidense, ha escrito en su célebre obra El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío (difundida precozmente en Cuba, mucho antes que en otros países, gracias a las traducciones de la compañera y amiga Esther Pérez) que en nuestros días el espacio plano de la imagen y las pantallas tiende a predominar sobre el tiempo profundo de la historia.
Esa característica general de los tiempos contemporáneos, hegemónica a escala mundial, en el caso específico de la sociedad cubana sometida al asedio imperialista asume el riesgo de diluir (no aplastar pero sí disolver) la memoria histórica. «La transgresión», el debate picante, la polémica encendida, si hacemos abstracción de la historia profana, mundana y terrenal que caracterizó a la Revolución Cubana desde sus mismos orígenes, tienden a ser ubicadas en Miami o Madrid, al mismo tiempo que se asume, sin siquiera problematizarlo, que la vida cultural cubana es «monocorde, aburrida, previsible». ¿Será cierto? Sospechamos, rotundamente, que no. Se trata más bien de un sofisma instalado artificialmente mediante mecanismos de propaganda y guerra psicológica.
Este libro se propone precisamente recorrer algunos momentos altamente significativos de los infinitos debates cubanos, de la mano del diálogo con figuras emblemáticas de un proceso revolucionario que marcó a fuego a todo el continente (desde la rebelión insurgente de las organizaciones negras estadounidenses hasta el Cono Sur de Nuestra América). Figuras que jamás fueron «dóciles», sumisas, obedientes sino más bien todo lo contrario. Porque si algo ha caracterizado al pensamiento de Armando Hart Dávalos, Alfredo Guevara, Roberto Fernández Retamar, Fernando Martínez Heredia, Pablo Pacheco López, Celia Hart Santamaría y tantos otros y otras, es que siempre fueron militantes e intelectuales de raíz antidogmática, es decir, marxistas, comunistas y rebeldes al mismo tiempo. En otras palabras, precisamente porque fueron marxistas, se comportaron como iconoclastas, renovadoras y rebeldes. No a pesar de su marxismo. ¿Se entiende?
Porque en el último lustro y de manera sesgada y unilateral, se nos ha intentado convencer que «la rebeldía» política y «la transgresión» cultural necesariamente deben ir acompañadas del anticomunismo y el antisocialismo. Una falacia histórica macartista, digna de la carcajada más sonora, por más que la repitan como un mantra religioso numerosos pasquines de la Florida y Madrid.
Pensamos entonces este libro teniendo en mente a una generación cubana que nació incluso al terminar el «período especial» (por lo tanto no vivió no solo la época previa a la Revolución de 1959, la de la república neocolonial y el gran prostíbulo yanqui. Tampoco conoció la época legendaria de la guerra revolucionaria, el triunfo insurreccional, la campaña de alfabetización, las grandes expropiaciones de empresas estadounidenses, la crisis de los misiles nucleares, el apoyo cubano abierto y sin disimulo a las insurgencias de todo el continente americano, africano y asiático, etc., etc.).
En segundo lugar, estos materiales apuntan a otras generaciones cubanas, más «maduras» o con mayor experiencia en la espalda. Que estas últimas hayan vivido en primera persona las épocas gloriosas y épicas de la Revolución Cubana tampoco garantiza de antemano que aquellas vivencias (sumamente valiosas y posiblemente irrepetibles) sean un antídoto infalible y eterno para enfrentar el futuro. Concretamente, en los últimos dos años hemos mantenido un vínculo de comunicación asiduo con no pocos compañeros cubanos de antaño. No aprendices recién llegados ni adolescentes inexpertos. Sino cuadros experimentados. Algunos entrenaron guerrillas en sus buenos años juveniles. A esta altura lo sabe todo el mundo, ¿por qué ocultarlo? Otros participaron en vivo y en directo en diversas experiencias internacionalistas. Y sin embargo, a pesar de todo ese bagaje histórico que se carga en la mochila, se quiera o se reniegue, nos llevamos la sorpresa que no todos nuestros interlocutores se mantenían al pie del cañón. Algunas de esas personas seguían como siempre, indomesticables o —si se me permite utilizar por un momento la jerga con la cual los fascistas argentinos de tiempos dictatoriales caracterizaban a los combatientes que no se entregaban jamás— «irrecuperables». Es decir, tan revolucionarios como toda la vida. En cambio otros y otras, dejaban traslucir cierto gesto de «cansancio» o actitud de desgaste. Quizás sea natural en el proceso de la vida. Resulta complejo mantener intacta la rebeldía anticapitalista y antimperialista luego de décadas y décadas. El cuerpo se cansa…, el futuro se acorta…, no siempre se ve en el horizonte a simple vista la tierra prometida… El ímpetu juvenil no se puede mantener pétreo como en una ley de la física, con un movimiento rectilíneo y uniforme. «Gris es toda teoría, querido amigo, pero verde es el árbol de oro de la vida», le había hecho decir Goethe a Fausto en aquel libro que cautivó el amor de Carlos Marx desde su primera juventud. Entonces la vida muchas veces posee pliegues, avances y retrocesos que los esquemas, consignas y programas nunca podrán mantener cristalizados a lo largo de décadas. La gente cambia. Y eso no le sucede solo a Cuba. Es un fenómeno universal y abarca todas las sociedades y generaciones.
En el caso específico de la Revolución Cubana conviene no olvidar que aunque el tiempo es irreversible y la vida nunca se detiene, al mismo tiempo no debemos subestimar y menos que menos olvidar la imponente y descomunal acumulación de cultura política de la rebelión y la cantidad abrumadora de debates sedimentados. Nutrientes que, precisamente cuando se llega a «la madurez» (o a la «experiencia acumulada», si se nos permite otra expresión), se convierten en un abono insustituible para renovar la fe en los grandes procesos transformadores y recrear el proyecto revolucionario, sin perder jamás de vista la brújula ni despistarse en el mapa de la lucha ideológica, exacerbada hasta el paroxismo en tiempos como los actuales, con el auge mundial de las extremas derechas, el colapso ecológico, la crisis aguda y multidimensional del imperialismo (peor todavía que las de 1929, 1973 y 2008) y el asomo de la fase crepuscular del sistema capitalista mundial unipolar.
En tercer lugar, este libro apunta también a la juventud no cubana, pero sí latinoamericana y caribeña.
Recordemos que durante décadas, con la compañía de las canciones y la cultura popular de la chilena Violeta Parra y el uruguayo Daniel Viglietti, la juventud latinoamericana se había convertido en sinónimo, por definición, de rebeldía. Una herencia tardía del modernismo de fines del siglo xix y comienzos del siglo xx. «A la juventud» le dedicaba su libro Ariel el escritor de Uruguay José Enrique Rodó. La misma juventud que encarnaba el verbo encendido y la prosa de fuego de los manifiestos de la Reforma Universitaria nacida en Córdoba, Argentina, en junio de 1918 y extendida por todo el continente en pocos años (de allí emergieron, precisamente desde Julio Antonio Mella en Cuba a José Carlos Mariátegui en Perú, por no mencionar al mismo Fidel en Cuba, Mario Roberto Santucho en Argentina y tantos otros y otras). El denominado «juvenilismo» era sinónimo de izquierda revolucionaria nuestro-americana.
Aunque esto es innegable y se podría demostrar con documentos y testimonios varios, durante el último medio siglo, desde el Plan Cóndor y la doctrina contrainsurgente de la «Seguridad Nacional», a los que se sumaron diversas ONG y dinerillos bien sucios durante los últimos años, un segmento de aquella juventud rebelde y combativa terminó cambiando los ideales de Martí y Sandino, Guevara y Miguel Enríquez o Sendic por el triste «Destino Manifiesto» de quienes mezclaban una mirada fundamentalista de la Biblia con Monroe y Adams. Pasantías académicas, reclutamientos sofisticados, becas, subsidios y mucho dinero mediante, en los últimos años un segmento no menor de la juventud universitaria latinoamericana terminó siendo base de maniobra de golpes de Estado racistas y misóginos (como en Bolivia, noviembre de 2019), guarimbas y violencia callejera antipopular (como en Venezuela bolivariana y en Nicaragua) y movidas contrarrevolucionarias como las que se intentaron implementar en Cuba durante el año 2021.
Poco importa si fracasaron en Cuba y Venezuela, triunfando en Bolivia. Lo que no podemos soslayar es que la disputa por la juventud se ha tornado una tarea urgente e impostergable de nuestros días, cuando alguna gente joven abandonó el sueño de «hagamos lo imposible», aquella consigna que Simón Bolívar pronunció en 1819 y volvió famoso, un siglo y medio después, el Mayo francés en 1968, para desplazar fantasías hacia la mediocridad (ya denunciada por José Ingenieros en un libro célebre, El hombre mediocre) imperante en Miami, el mundo chato y aburrido del shopping, la banalidad desabrida del consumo suntuario y la pretendida «consagración» (en realidad: cinco minutos efímeros de fama) concebida en términos estrictamente individuales.
Celebrar con necedad la ceguera y pretender no visualizar ese cambio de época —acompañado seguramente por la big data, la manipulación de las redes sociales (secreto a voces), la dictadura del algoritmo y otros mecanismos similares— hoy se torna directamente suicida. Pues bien. Para combatir y disputar en ese terreno, ejerciendo y renovando la hegemonía de la cultura socialista y comunista sobre los núcleos más revolucionarios de la juventud, este libro pone a disposición de quien se anime, la lectura de un riquísimo acervo histórico generado desde la propia Revolución Cubana que puede servir como antídoto frente a ese reino de mediocridad inducida.
Por último, la cuarta interlocución imaginaria de este volumen apunta a las izquierdas tradicionales y los «nuevos» progresismos.
Huérfanos y ya sin Mecas ni Vaticanos ideológicos que nos marquen el camino predeterminado a seguir (sea Pekín, Moscú, París o la «ciudad faro» que a cada quien le guste), un arco nada despreciable de lo que antes se consideraba «de izquierda» y algunos «progresismos» actuales han adoptado, sin vergüenza ni pudor alguno, los lugares comunes y el recetario neoliberal de las antiguas derechas.
¿O alguna persona mínimamente culta e informada puede tomar en serio el ataque sistemático contra «el igualitarismo» al que asistimos por doquier hoy en día, la impugnación «porque generan déficit» contra las políticas de salud y educación públicas o el abandono del proyecto eternamente postergado de la integración revolucionaria en la Patria Grande en aras de un pragmatismo que no solo es inoperante sino que además apesta?
Aceptar los dogmas neoliberales (que ya han fracasado, además, demasiadas veces) como algo «natural», «obvio» e «inevitable» significa, lisa y llanamente, rendirse sin pena ni gloria ante el enemigo histórico. Nada de supuesta «renovación». De la mano del neoliberalismo y sus axiomas oxidados lo único que encontramos es subordinación a la voz del amo.
«¡Pero nosotros no somos neoliberales, sino republicanos socialdemócratas!». ¿Sí? ¿En serio? ¿Por qué entonces el gobierno de la socialdemocracia española, con el cual tanto progresismo latinoamericano frustrado se engolosinó en los últimos tiempos, terminó apoyando con una euforia digna de mejores causas a los batallones neonazis de Ucrania, con dineros que no le proporcionaron a los pueblos humildes del Estado español ni siquiera durante la crisis económica y la feroz pandemia de los últimos dos años?
¿Se puede ser «socialdemócrata» de la mano del financista George Soros y la macartista Ford Foundation? ¡Un poco de seriedad por favor! Basta de condescendencia y misericordia con quienes viven haciendo burda propaganda con dinerillos de la fundación alemana que lleva el nombre del asesino de Rosa Luxemburgo (Friedrich Ebert). Quien se cruzó de bando y trabaja para el enemigo que se haga cargo. A llorar a casa de mamá. No toleremos más lágrimas de cocodrilo. Han perdido la poca credibilidad que les quedaba.
Porque mientras esos falsos y falsas progresistas socialdemócratas se enriquecen atacando procesos populares, en Nuestra América el imperialismo asesina impunemente a heroicas luchadoras como Berta Cáceres, en Honduras, o humillan y cometen todo tipo de vejaciones contra las mujeres indígenas rebeldes de Bolivia. Por estas razones no aceptamos el tramposo caballo de Troya que nos invita, dólares y euros mediante, al «diálogo» con nuestros enemigos históricos.
No olvidamos. No perdonamos. No nos reconciliamos.
Subordinar las banderas de Tupac Amaru, Tupac Katari y Juana Azurduy; Simón Bolívar y Manuela Sáenz; José Martí y Sandino; el Che Guevara, Haydee Santamaría y Fidel al programa mediocre y gris de Monroe y Adams, no «renueva» absolutamente nada. Sencillamente implica aceptar el desarme moral, ético y político, en toda la línea. Rendirse sin combatir. Recibir al enemigo con los brazos abiertos.
Solo al costo de haber perdido el mapa y haber roto la brújula, se puede admitir como «normal» el trabajar cotidianamente para la contrainsurgencia…
Superar los complejos de inferioridad del esclavo sumiso
En la tradición del marxismo latinoamericano (en el cual se inscribe lo mejor y más radical de la cultura que produjo la Revolución Cubana), la rebeldía, las «herejías» y la «transgresión» se ejercen poniendo en discusión los mecanismos de cooptación que el imperialismo implementa, cada vez con más dinero y de forma diversificada, para neutralizar la cultura contrahegemónica.
Desde las tradiciones indianistas, afrodescendientes, cimarronas y populares, pasando por el modernismo cultural hasta la emergencia de un marxismo nuestro-americano (muy probablemente inaugurado por José Carlos Mariátegui y prolongado décadas más tarde por Fidel y el Che), el imperialismo tiene que estar siempre en el centro de la mira telescópica.
Si «el poder inteligente» apela a una sonrisa envenenada, convocándonos a «unirnos, por fin, todos juntos», no debemos olvidar que esa misma sonrisa cínica y cruel es la que al mismo tiempo está armando batallones neonazis en Europa. ¿Nos vamos a unir con quienes fomentan el odio racial, someten a los pueblos africanos muertos de hambre que terminan muriendo en el mar, intentando cruzar el Mediterráneo para obtener un trabajo donde se los explote un poco menos que en sus ciudades de origen? ¿Nos abrazaremos con quienes, sonriendo amablemente y guiñando un ojo, han regado el continente americano de bases militares? ¿Es una opción realista apostar al «diálogo y la unidad» con quienes mantienen centros de tortura donde se violan escandalosamente los derechos humanos —sin que ningún noticiero internacional se ofenda ni se indigne— como en el territorio neocolonial de Guantánamo?
Transgredir, sí, por supuesto, pero esa transgresión debe ir contra los premios comerciales de los Grammy, las películas degradadas de Hollywood, las pasantías «académicas» destinadas a reclutar futuros peones serviles.
«Transgredir» la herencia de Martí o las enseñanzas de Fidel no es transgredir. Sencillamente es desertar y traicionar.
Sin miedo: las cosas por su nombre.
¿Vamos a reírnos? ¡Por supuesto! Que florezcan mil burlas… contra las formas de dominación capitalista (suaves o ásperas, educadas o salvajes).
¿O la única risa válida, la transgresión y la rebeldía valen si hay que ensuciar a José Martí, meter en un inodoro la bandera cubana y mofarse del Che Guevara, pero a la hora de referirse al american way of life terminamos como el tío Tom, aquel esclavo sumiso y obediente, que se dirige al amo con el sombrero entre las manos y la mirada dirigida hacia el suelo?
Sospechamos de las seudo «transgresiones» contra la Revolución pues al mismo tiempo mantienen un silencio cómplice, cuando no un sometimiento vergonzoso, frente a la contrainsurgencia «soft» y sus sucios dinerillos.
Brújula, mapa y memoria popular
La renovación y la recreación del proyecto revolucionario cubano y las variadas formas expresivas de su cultura se beneficiarán enormemente si se animan a reconstruir la propia historia de la Revolución Cubana. Allí está la rebeldía auténtica. La transgresión frente a los saberes consagrados y las normas canonizadas de producción, circulación y consumo culturales.
En lugar de andar mendigando formas «republicanas» (copiadas sumisamente de los papers de la Academia estadounidense o de los impotentes socialdemócratas españoles de la OTAN) y otros señuelos mal disimulados de la contrainsurgencia, la recreación de los consensos socialistas y la renovación cultural de la Revolución Cubana tienen una mejor opción al alcance de la mano.
«Recordar es una buena forma de conocer», decía un sabio filósofo de la antigüedad europea. Los viejos amautas comunitarios de Nuestra América transmitían los saberes de generación en generación. ¿Qué mejor que apelar a lo más rebelde, antidogmático y renovador que produjo la Revolución Cubana? Este libro modesto, sus materiales y sus diálogos tienen ese humilde objetivo. Traer a la palestra los debates cubanos que difícilmente circulen por Instagram, Twitter, Facebook o Tik Tok.
Cuando el faro no está a la vista o el mapa se puede haber mojado, nada mejor que acudir a la brújula. Y la brújula funciona todavía mejor si va acompañada de la memoria popular. De eso se trata este libro.
Néstor Kohan
Buenos Aires, 11 de abril de 2022.
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