Siete meses y 3 días tardó el presidente colombiano Iván Duque en hacer exactamente lo contrario a lo que tanto pregonó en campaña: «no hacer trizas» el Acuerdo de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las entonces Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo. Tal promesa se le escuchaba repetidamente en sus discursos, pero bien era sabido que eran palabras de dientes para afuera, pues sus intenciones de solo «cambiar» algunas cosas sonaban a desmembrar todo el pacto en total consonancia con las aspiraciones expresas de su mentor político, el senador de ultraderecha Álvaro Uribe Vélez, su carta de triunfo para llegar a la Casa de Nariño.
Ahora, Duque aprovecha sus prerrogativas presidenciales para vetar un grupo de artículos del corazón del proceso de paz: la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz, lo que más que hacer trizas, reduce a polvo el texto consensuado en arduas jornadas de diálogo en la capital cubana durante unos 6 años, entre sus distintas fases exploratoria, privada y pública. En este tema de la justicia estuvo siempre el nudo de la negociación en La Habana, al punto de poner en peligro más de una vez el desenlace de las conversaciones. Luego, tales discrepancias se trasladaron a los debates legislativos en el Congreso, convirtiendo también este asunto en el más extensamente discutido, después de más de una prórroga por falta de aprobación.
La JEP, por sus siglas, terminó siendo la causa de dilación mayor de la implementación de los acuerdos. Es por ello, que más de dos años después de firmada la paz, aún no se tiene todo el entramado legal necesario para que camine con pies propios el texto de La Habana. Tal retraso ha llevado al documento a un limbo jurídico y a los ciudadanos colombianos a creer que todo esfuerzo ha sido en vano.
El presidente Duque viene entonces a dar el toque de gracia a las ya desvencijadas alas de reconciliación. La jugada puede ser para él un arma de doble filo pues varios son los escenarios que a partir de este minuto pueden darse. Y es que su veto, acompañado de reformas a cada una de las líneas con las que disiente, debe ser valorado en ambas cámaras del Congreso de la República y depende de este órgano el futuro de la ley que marca cómo impartir justicia para los actores involucrados en el conflicto armado colombiano.
Pudieran Senado y Cámara aprobar las reformas presidenciales y se estaría deformando aún más un proyecto que ya había sufrido una desfiguración profunda —de hecho, tras la aprobación de la JEP por el Congreso, se produjo la ruptura del número dos de las FARC, Iván Márquez, con el partido político de la rosa roja, tras su inconformidad con lo allí modificado. O podrían las dos cámaras rechazar las propuestas del ejecutivo y sería una derrota política para el mandatario colombiano, quien ha visto oscilante su aceptación popular. El peor de los casos sería una división de criterios en las cámaras, que conllevaría a engavetar el proyecto y aplazar indefinidamente su concreción.
Comienza entonces la conocida carrera por la seducción de votos, la acumulación del capital político que se precisa y el chantaje partidista. No están del todo claros los números, solo que ninguna de las opciones sobre la mesa tiene el respaldo necesario para ganar por mayoría calificada, es decir, la mitad más uno. Se vuelven valiosas las alianzas y ciertos personajes y partidos como Germán Vargas Llera y su fuerza Cambio Radical. De cómo se incline la balanza dependerán los próximos pasos.
Por lo pronto, los amantes convencidos de la paz buscan apoyo internacional en una comunidad que no ve con buenos ojos esta decisión del «ducado», porque además de, en su momento, haber celebrado con bombos y platillos el Acuerdo de Paz, tiene financiamiento involucrado en el proceso. La ONU ya toma cartas en el asunto, pero poco puede hacer más allá de la denuncia pública y la incitación a no abandonar los caminos armoniosos.
Mientras, los exguerrilleros ven peligrar su estatus porque lo que está en juego es su juzgamiento y ninguno dejó las armas con la idea de pagar un día de cárcel. El concepto de justicia negociado fue más amplio y aceptado por las víctimas en su mayoría, y pasa por los principios de Verdad, Reparación y No Repetición.
Lo que está claro es que Duque necesita un buen pretexto para que la paz no prospere, aunque le genere una guerra de poderes —es una deuda que tiene con su padrino el expresidente más antiguerrilla— pero sin presentarse ante todos como un detractor, más bien como el salvador que busca un acuerdo «mejorado», los mismos términos que usó Uribe en la campaña por el no del plebiscito. Ambos quieren pijama de raya para los exinsurgentes y extradición, así como determinar quiénes sí y quiénes no se someten a las cortes especiales de transición. Lo demás es oratoria barata.
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