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Haití: entre deudas y violencia

17 jul. 2018
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Haití es de esos países poco nombrados en los grandes medios de comunicación y sube a titulares casi siempre por motivos desafortunados. Parecería que allí no se genera noticia, y lo que sucede, como también en otras naciones sumamente pobres o extremadamente violentas, es que lo que hace saltar las alarmas ocasionalmente en Europa, Estados Unidos y algunas grandes ciudades latinoamericanas, allí en se vuelve tan cotidiano que se ignora. Pero por casi una semana las calles se incendiaron, literalmente hablando. Los haitianos salieron a exigir que se derogase una medida gubernamental que afectaba su ya precaria vida. La iniciativa en cuestión fue un aumento en el precio de los combustibles: gasolina, petróleo y querosene. Y no centavos, el incremento rondaba entre en un 40 y un 50 por ciento a cada uno de los productos de alta demanda, ya hasta entonces subsidiados, pues de otra manera se tornaba imposible acceder a ellos en la economía más pobre del hemisferio occidental.

La respuesta violenta y desesperada de los ciudadanos obligó al ejecutivo a retractarse de aplicar tales ajustes, que por cierto, y he ahí el verdadero problema, no fue una decisión únicamente de las autoridades de gobierno, sino una imposición que le hiciera el Fondo Monetario Internacional. El mismo organismo mundial que tiene en jaque a tantísimos otros estados en la región como Argentina, por citar otro ejemplo del momento, porque primero se muestra salvador, echa una mano y luego aprieta las tuercas y asfixia. Como entidad financiera al fin, no se caracteriza por la caridad y el altruismo, sino por sacar dividendos, aunque se trate de catástrofes naturales.

Sí, porque buena parte de la deuda de Haití con el FMI, como también con el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo —que es algo así como deberle a las once mil vírgenes— es producto de la «ayuda humanitaria» pero nada desinteresada de estos organismos a la nación caribeña en 2010 tras ser arrasada por un terremoto bestial. Inmediatamente después que la tierra se tragara la esperanza de los haitianos, le quitara la vida a más de 220 mil personas y dejara sin amparo a cerca de 1.5 millones, el FMI erogó 114 millones de dólares. Bienvenido el préstamo que sin el menor reparo ahora, se exige su devolución con los correspondientes intereses. Solo que, después del sismo, hubo epidemia de cólera, inundaciones por períodos altamente lluviosos y huracanes al por mayor. Sin contar que antes del ensañamiento de la naturaleza, ya el país era los suficientemente atrasado por un despojo anterior de todos sus recursos. Y a ello hay que sumarle crisis políticas cíclicas que han dejado también en un limbo los destinos de ese territorio. Los gobiernos se han vuelto sumamente inestables y lo que es peor, han creado una cultura de la dependencia de las ayudas exteriores, necesarias, pero como punto de partida, no como modo de vida. Se vuelve imperioso diseñar una política económica y social para la vida, no para la supervivencia. Es cierto que Haití demanda de la solidaridad de todos, pero más que dólares, que también, necesita capacitación, herramientas, transferencia tecnológica y acompañamiento para generar estabilidad e ir creando la sostenibilidad necesaria para su propio desarrollo, para caminar con sus propios pies, para reconstruirse como nación. No valen las limosnas, menos cuando vienen disfrazadas de donativos, que luego se exigen sin piedad.

 

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