El sentido común va camino a la extinción. Hay una pandemia mucho más antigua que la COVID-19 y de altísima transmisibilidad que ocasiona fiebre de extremismos y monocromía argumentativa en todo aquel que se contagie. Y el causante de esta plaga no es un virus, o sí, pero no de los que se ven a través de microscopios o de los que se detectan en rigurosos exámenes biológicos, es un virus incorpóreo que lo genera el poder, éste lo inocula con solo articularse un engañoso y repetitivo discurso político y se propaga con más facilidad entre la masa gobernada. Se trata de la enfermedad de la polarización y que encuentra en todo fenómeno cotidiano un pretexto para hacerse sentir.
El asesinato del afroamericano George Floyd ha sido el más reciente suceso que ha servido para desatar el mal de los extremos. Ni siquiera en un hecho que, más allá de sus matices, debería ser absolutamente repudiable al instante por la naturaleza cruel del crimen, se ha podido encontrar un mínimo de consenso. De inmediato se articularon grupos que presumen de sus respectivas verdades con un chorro de explicaciones como bandera, unas más discutibles que otras, y detrás de la gente, los partidos políticos y conglomerados económicos atizando el enfrentamiento verbal y no tan civilizado de esas personas que pasan por alto que hasta sus propias creencias han sido meticulosamente manipuladas.
Como parte de la estrategia de los titiriteros de las masas está la simplificación del problema. En este caso, lo segmentan en blancos contra negros, antirracistas contra supremacistas blancos, delincuencia contra legalidad, buenos y malos, mayorías y minorías, vandalismo versus pacifismo y una larga lista en la que casi siempre puede esgrimirse al menos un argumento legítimo por cada uno de los bandos y no por eso creer que se tiene el patrimonio exclusivo de la razón. También se tiende a conceptualizar sin una visión holística: en el caso Floyd ¿es racismo o abuso del poder policial? ¿Por qué uno u otro cuando ambos se muestran en toda su extensión y peso?
Veamos algunos ejemplos que se han hecho virales en redes y démosle vuelta a la moneda para apreciar su otra cara. Están los que condenan los actos violentos de algunos manifestantes, los tildan de ladrones oportunistas, que usan la indignación social de una mayoría para saquear comercios y provocar un caos incendiario. Y cuando casi estamos convencidos de que la violencia no es el camino, que se deshonra la memoria de la víctima, escuchamos a la contraparte defender que esos disturbios son el único lenguaje de las clases oprimidas y en su defensa saldrían todos aquellos que han encontrado en la rebelión la vía para el cambio, ese cambio que los votos y la democracia escamotean, muchas veces descaradamente.
Están los que se oponen a movimientos como #BlackLivesMatter porque consideran que se victimiza a los negros, que se les muestra como la clase oprimida. En este grupo ha sobresalido el video de una joven africana emigrada hacia los Estados Unidos y a la que se le cumplió el «sueño americano». Tuvo acceso a estudios universitarios y de post grado, así como a cómodas posiciones laborales. Su experiencia exitosa le ha nublado los sentidos al punto de negar la existencia del racismo en el país que considera «el país de las oportunidades». Y tras la enérgica defensa de su punto de vista, que incluye además la tesis de que existe más violencia entre los propios negros, allí en sus comunidades y que éstos no trabajan duro y prefieren ser victimizados, un montón de ciegos como ella aplauden el performance contra el movimiento de personas que reivindica las vidas de gente negra asesinada o maltratada. Ni siquiera el único presidente negro que ha tenido Estados Unidos puede rechazar el racismo manifiesto de la sociedad que gobernó por ocho años. Y apuesto a que Barack Obama ha tenido mucho más éxito que la joven que evidentemente no puede ver más allá de sus narices, y al parecer no se entera de lo que las estadísticas y la vida misma de miles de personas negras en comunidades marginadas gritan a todo pulmón: los negros tienen menos posibilidades de estudio y trabajo, y son más estigmatizados que los blancos. Ella, si acaso, es una de las excepciones válidas para hacer esa misma campaña de «América, la grande», que ella repite y repite, desconociendo a la «América underground»: la que deporta por cientos de miles a los tercermundistas engañados con el «american way of life», la que encarcela niños, la que niega la asistencia sanitaria pública, la que endeuda de por vidas a familias de clase media que quieren estudios de calidad para sus hijos, la de los muchos tiroteos en escuelas por permitirle a personas con problemas mentales adquirir armas como si fuesen caramelos.
Le siguen los que se hacen eco de una presunta ficha policial de George Floyd que ni se toman el trabajo de comprobar si es real o inventada para justificar la severidad del manejo policial, incluso intentando justificar lo injustificable. Las autoridades policiales se personan en el lugar por una denuncia de un supuesto pago con billete falso, no por un asesinato en serie. Y ni aun en el segundo caso, se legitima el uso desproporcionado de la fuerza, mucho menos de forma tan arbitraria y con un detenido que apenas ofreció resistencia según se pudo comprobar en múltiples videos que se han hecho públicos. Ni el más abultado de los prontuarios delictivos ampara tomarse la «justicia» por cuenta propia, ¿o estamos legalizando las ejecuciones extrajudiciales en plena calle?
No todos son tan extremistas, los menos nazis intentan cambiar la narrativa a favor de los policías asesinados por maleantes negros. Hechos igual de condenables, pero nada comparables. Los seres humanos pueden ser despiadados y criminales independientemente del color de su piel, pero una persona que asuma un uniforme policial no puede ejercer violencia gratuita y desmedida contra ningún ciudadano y mucho menos si media en su conducta la discriminación por asunto de raza, estatus social o género.
A los que no quieren ver a George Floyd convertido en héroe de celebridades de Hollywood, o de deportistas de la NBA, o de los medios de prensa, o de la gente común porque «no era un santo», hay que explicarles más detalladamente que no es la persona, es el acto; no se trata de quién, sino de qué y cómo ha sucedido. Floyd está lejos de ser héroe, pero definitivamente sí representa un símbolo de lo que una sociedad no puede permitirse ni permitirles a los que detentan el poder, en este caso ni el policial ni mucho menos el político.
Porque detrás de todo está la clase política, hoy encarada por un exponente del mismísimo supremacismo racial. No es culpable Donald Trump del asesinato de Floyd, porque en todas las administraciones anteriores ha habido uno o varios Floyd, incluso en la de Obama donde el racismo se comportó más o menos como siempre. Pero es responsable absoluto el presidente Trump de lo que ha sucedido después, por la respuesta que le ha dado a las manifestaciones de ira colectiva, por sus mensajes violentos, por su discurso segregacionista. Trump ha actuado con criminalización y represión de la protesta. La militarización ha sido su carta no tan de triunfo y no ha distinguido entre impulsivos o pacifistas, a todos les ha reprimido por igual. Si por un minuto trasladamos este mismo escenario a Venezuela, Nicolás Maduro sería culpable de sacar el Ejército a las calles y le enviarían desde Washington mensajes de aliento al heroico y resistente pueblo que exige sus derechos en las calles. Igual serviría para Nicaragua o Irán. Pero evidentemente en suelo propio, no aplican esas reglas.
En la acera de enfrente a la Casa Blanca, los demócratas sacan provecho de esta otra crisis bien gorda que se le suma a la epidemia provocada por el coronavirus, en un año electoral y a 5 meses del día cero en que van a por todas para sacar al republicano de marras. Es así que los del partido azul pulsan el sentir popular, capitalizan descontentos a su favor.
Mientras, en la calle y en las redes, los de a pie protagonizan enconadas discusiones para salvar «su verdad» y, en la cruzada, rara vez buscan reflexionar hacia zonas comunes, prefieren estirar la cuerda y situarse cada uno cada vez más al extremo, para jugar, sin querer o queriendo, a la política más sucia, la de la polarización, la del divide y vencerás.
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