Dijo hace poco un político irrepetible como José Pepe Mujica que «los pueblos a veces se equivocan al elegir a sus gobernantes» y al ejemplificar su sentencia, nombraba a los brasileños y su cabeza de turno, Jair Bolsonaro. Equivocarse es de sabios, errar es de humano, máximas de la vida que nos hacen aprender. Sobre todo, cuando de políticos hablamos, los ciudadanos votan a una imagen construida, puestas en escena y promesas de campaña.
Lo preocupante es que desde afuera Bolsonaro luce como el gran error, el chiste pesado del momento, el idiota desbordado, la personificación de la estupidez. Pero allí donde gobierna, parecen reírle todas las bromas y perdonarle la ridiculez más obscena. Incluso, podría llegarse a pensar que se trata de una estrategia política meticulosamente articulada, la que mezcla una aparente espontaneidad, ruptura de moldes y extravagancia, con la carta de víctima bajo la manga cuando las cosas se salen de control. Pero si fuese cierto, ya sabemos que no es una maniobra original, sino la triste y mala copia del anticristo estadounidense.
Lo cierto es que el presidente vive como en un meme perenne, a él que tanto gusta de redes sociales, porque en ella sus hijos —dudo que Bolsonaro sepa a ciencia cierta desdoblarse en el ciberespacio por sí mismo— le organizaron el triunfo. Y esos memes que protagoniza a diario lo vuelven tan mediático como popular, aunque sea para despotricar de su persona. Algo así como que hablen bien o mal, lo importante es que hablen.
Sin duda, para Bolsonaro, que no el único, hay un antes y un después de la pandemia de COVID-19. Si ya tenía difícil la situación con una crisis económica tan grande como la geografía misma del gigante sudamericano, un país recogido a pedazos después de una presidenta depuesta por impeachment, una presidencia interina catastrófica, un candidato electoral apresado para debilitar al partido con mayores posibilidades de triunfo, un escenario de corrupción a gran escala, y un descontento social en aumento, la enfermedad del momento vino a completarle el panorama con el caos sanitario.
Por mucho tiempo, una de las imágenes más pregnantes como resultado de la tragedia será la de la súper conocida playa de Copacabana convertida en cementerio simbólico. Tumbas con cruces negras en la espaciosa arena que hasta ayer era solo para el disfrute placentero. La postal universal de Río de Janeiro teñida de luto como protesta por la pésima gestión que la administración bolsonarista ha hecho de la pandemia.
Pero nada sacude al bufón presidencial. Sigue sumando frases de espanto para una penosa colección de imbecilidades. La «gripezinha» se le ha ido de las manos y ahora solo se le ocurre acudir a Dios que, como es «brasileño», lanzará una cura milagrosa. Sí, creer que la turística estatua del Cristo Redentor, en el Corcovado, es el mismísimo Dios en granito, nacido, criado y domiciliado en Brasil, es el más reciente aporte a la cultura universal por parte del ilustrísimo presidente Bolsonaro.
Al menos este remedio no cura pero tampoco mata, a diferencia de su empecinamiento en apostarle a fármacos que han sido desaconsejados por las autoridades sanitarias a nivel mundial y por la mismísima OMS, como la cloroquina y la hidroxicloroquina. Al inicio, cuando comenzaron a ser usados en otros países, Bolsonaro ni caso; bastó que comenzaran a generar polémica sobre su efectividad y que el otro muñeco diabólico del norte, al que le sigue los pasos, le diera por automedicarse con dichas pastillitas para que el excapitán devenido Jefe de Estado las comprara al por mayor y obligara al sistema sanitario brasileño a adoptarlas como tratamiento de cabecera. Resultado: otro ministro de salud fuera de circulación, la comunidad científica enervada, una aguda polarización política generada por los procloroquina y los anticloroquina, y muertos y más muertos contando, más los que nadie ni siquiera cuenta, pero mueren exactamente igual.
Y ante la escalada de los números terroríficos otras dos barrabasadas más, intentar esconder las estadísticas, ya de por sí manipuladas, acción que por suerte impidió la justicia, y lamentarse de la peor manera ante la prensa: «¿Qué quieren que haga? Soy Mesías —de segundo nombre— pero no hago milagros. La vida es así».
No, señor presidente. Nadie le pide milagros. Los brasileños le piden acciones sensatas para contener la propagación de la enfermedad, comenzando por reconocer la seriedad del fenómeno, respetar las disposiciones internacionales para frenar el contagio, así como darle voz y voto a su comunidad médica y científica. Completaría la lista, una actitud menos comprometida con el sector financiero, la economía agoniza pero esa siempre tendrá una mano amiga que la salve, no así los ciudadanos que tiene bajo su guarda.
Y aunque parezca terrible, nada de esto es suficiente para que la clase política quiera deponerlo. El juicio político que muchos de a pie desearían, no está ni siquiera a las puertas, porque por más sandeces que diga, su agenda económica es totalmente funcional a los intereses de quienes le pusieron allí. Su política exterior de sometimiento yanqui es perfecta para que resulte inamovible y sus meteduras de pata sirven para que le robe toda la atención a lo verdaderamente urgente.
Contrario a lo que la lógica indica, Bolsonaro se llena de alianzas con oportunistas más experimentados que él. Ha decepcionado a no pocos, pero tiene una base sólida de votantes leales. Todavía le acompaña el mando militar y la izquierda está desarticulada, dividida y desprestigiada por los estigmas de la corrupción. Está la pieza de Sergio Moro y un círculo de la derecha que puede escindirse. Pero es una carta guardada para el momento preciso.
Lo peor de todo no es el haberse equivocado en elegir a un mal gobernante. Bolsonaro no es el primero, ni el último; a lo mejor ni siquiera el malo entre los malos. Lo peor de todo es que, tropezar con la misma piedra, suele ser una vieja y mala costumbre humana en pueblos con conciencia política a corto plazo.
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