Cuando restan pocos días para las elecciones seccionales en Ecuador y unos dos meses para que se cumpla el segundo año de mandato del presidente Lenín Moreno, la izquierda en la región observa, con una mezcla de asombro y decepción, la metamorfosis del mandatario otrora progresista y en este minuto cuasi aliado de lo más radical de la derecha dentro y fuera de la nación.
Al comienzo, cuando se desató la confrontación con su predecesor Rafael Correa, el hombre que por demás lo llevó de la mano y con su capital político a ocupar el puesto en el Palacio de Carondelet, parecía una historia de desencuentros y rencores; surgía la duda de si realmente era una cuestión bilateral con Correa o el verdadero distanciamiento con el proyecto de Revolución Ciudadana. Tiempo después, resulta cada vez más obvio que, a pesar de un discurso conciliador y de subrayar las buenas intenciones de su gobierno para con los más necesitados, Moreno ha dado un viraje tal hacia posiciones neoliberales y de alineamiento con Estados Unidos, que ha despejado toda confusión inicial sobre sus desavenencias con el correísmo —al que también perteneció activamente— como única causa de la crisis política del partido en el poder, para ratificar la tesis que lo ubica en el extremo de renegado confeso del proyecto que se tradujo en década ganada para los ecuatorianos.
Tanto a lo interno de su gestión como en política exterior, sus decisiones imitan las de presidentes derechistas en el área. En un país que logró divorciarse del Fondo Monetario Internacional, ahora Moreno permite el regreso de éste y otros organismos financieros extorsionadores, una entrada por la puerta ancha, aceptando millonarios préstamos y, a cambio, cediendo a las sabidas presiones que tal «generosa» dádiva trae consigo. De ahí las recetas de austeridad que ha tenido que aplicar al estilo de Brasil y Argentina: dejar sin trabajo a no pocos funcionarios del sector público, reducir ministerios, aumentar precio de los servicios, disminuir o anular subsidios y recortes al gasto social.
En su afán dialogante, ha estrechado vínculos con sectores opositores dentro de Ecuador que a la postre, lejos de crear armonía, compromete su proyecto y lo condiciona a las exigencias de aquellos con intereses corporativos.
Su obsesión mayor ha sido emprender una lucha contra la corrupción, mal del que responsabiliza, en primerísima instancia, a la administración de Correa, sin embargo, se ha hecho acompañar de figuras en su gabinete con un historial turbio y más recientemente, él mismo ha caído envuelto en un escándalo de adquisición de bienes a través de una empresa «offshore», en lo que ya ha trascendido como «INA Papers». El proceso judicial está en curso, pruebas de audio mediante. Claro que últimamente la justicia en América Latina es todo menos ciega, con lo cual ni justa ni mucho menos imparcial. Lo jurídico ha pasado a ser el mecanismo político más manipulable del momento por las élites de poder. Es así que inocentes van a la cárcel como mismo culpables disfrutan de la más absoluta impunidad.
Hacia fuera, el escenario evidencia mucho más claramente la ruptura con lo que un día fue la alianza de la izquierda en la región. Salida del ALBA, negación de la UNASUR, aspiraciones por entrar en la Alianza del Pacífico y voluntad expresa por ser parte de un nuevo organismo como PROSUR que ha surgido de las maquiavélicas ideas de Jefes de Estado como Iván Duque y Sebastián Piñera con intenciones claras de destruir la integración soberanista de las naciones latinoamericanas e institucionalizar la arremetida contra los últimos reductos del progresismo.
Con tal panorama, el descontento social va en aumento y la imagen del mandatario en picada; los últimos sondeos ubican su popularidad en apenas un 30%, cuando poco después de su investidura superaba el 70.
Ya dejó de ser entonces una cuestión de morenistas o correístas, o una simple pugna de líderes. Tampoco se reduce a la fragmentación de la gobernante Alianza País. Es un fenómeno más complejo que pasa por la ambigüedad de un presidente que se reconcilia con la prensa crítica de la izquierda para mostrarse tolerante y menos caudillo, pero que privatiza importantes empresas públicas; habla de invertir en educación, construir viviendas y priorizar a las minorías sociales pero aumenta indiscriminadamente la tasa de desempleo y hasta muestra síntomas de xenofobia; dice que quiere gobernar con todos y para todos y restructura el ejecutivo al punto de crear una estructura paralela de gobierno que lo exime de responsabilidades al delegar en cuatro secretarías las funciones principales, para muchos unas vacaciones indefinidas bien pagadas. Propone apostarle a un socialismo «menos caduco» que el definido como «del siglo XIX» pero llama dictadores a presidentes como Nicolás Maduro que defienden un régimen socioeconómico distante del capitalismo. Salvo su declarada enemistad con Caracas, Lenín Moreno no manifiesta una postura clara en la arena internacional, aunque si se lee entre líneas su accionar, hay más cercanía y coqueteo con la derecha hemisférica que con la izquierda a la que supuestamente representa.
En ya casi dos años de gestión, han llovido las críticas de Moreno al legado de Rafael Correa pero no las soluciones. No ha sabido resolver el endeudamiento que, más allá del heredado, ha ido en aumento. La crisis económica que se inició con la caída de los precios del petróleo y se agudizó por otros factores externos durante el último período de Correa, se prorroga en el tiempo sin alternativas viables.
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