En un mundo donde las posiciones extremistas ganan cada vez más un peligrosísimo terreno, las divisiones del espectro político menos insano son ganancia de pescadores, como reza el refrán, pescadores que en este caso son esa turba de figuras que se creen los elegidos y hacen del ejercicio del poder un reality show contado en primera persona.
La estrategia de combinar excentricidad, con un lenguaje sin filtros, estar al ataque, generar confrontación y titulares todo el tiempo y repetir un discurso muchas veces efectista pero vacío de contenido verificable, le resultó hasta el presente al que pudiera ser el original, el ya cada vez más certero triunfador de las próximas elecciones estadounidenses, Donald Trump. Y a quien no se sabe cómo se ha vuelto imposible de derribar aunque cometa deslices o delitos propiamente dichos que sacarían del juego a cualquiera, le han seguido hábiles copistas puliendo incluso la técnica hasta construir a un personaje tan fuera de todo molde como lo quiere ser el argentino Javier Milei.
Parecería increíble pensar un tiempo atrás que uno de estos alumnos superaría al maestro. El epíteto «el Trump de…» y se numeraba ahí al extremista del turno en el país al que tocaba su momento electoral se volvió lugar común entre medios de prensa, tertulianos, analistas y gente común. Hubo un prospecto de Trump en casi todos los lados en los últimos procesos comiciales tanto en América Latina como Europa. Y sus agrupaciones políticas terminaron haciéndose fuertes hasta llegar al escenario del presente.
Hoy día tenemos un Milei que busca dinamitar uno o más continentes con una retórica que antepone su belicosa personalidad a la más elemental diplomacia y una Europa donde el prefijo ultra es ya lo más escuchado o leído por doquier, con poder de acción y decisión, sobretodo, después de las elecciones al Parlamento Europeo.
En tanto, el país de los países sienta cátedra en la antipolítica, haciéndonos partícipes como meros espectadores de una contienda electoral entre un convicto al que la justicia da inmunidad y un señor con pérdida progresiva de facultades que en cualquier otra circunstancia estaría ya aupado por nietos y cuidadores y no decidiendo sobre guerras, economía mundial o crisis migratorias. ¿Cuál es aquí el menor de los males si es que cabe aplicar semejante ecuación? Aunque la verdadera interrogante es ¿por qué permitir que se nos conduzca a esta encerrona electoral en un sistema que se vende como modelo de democracia?
Lo peor no es que esos sean los políticos más relevantes del presente, al fin y al cabo son el resultado de un estudio minucioso de nuestras sociedades: la del consumo, el postureo, el chanchullo virtual y los debates epidérmicos, sino que otras fuerzas sean incapaces de frenarlos anteponiendo sus intereses personales por encima de los colectivos y azuzando la polarización donde se necesita un mínimo de consenso por un bien mayor.
Francia bien podría ser el mejor ejemplo, pues mientras se quiere sacar a una persistente y arrolladora Marine Le Pen del juego, no hay la menor voluntad de sacrificar las ambiciones y buscar coaliciones de emergencia —y no bloques ideológicos con dudosas líneas rojas—, incluso dar un paso atrás con tal de restarle alcance a quienes pretenden imponer políticas xenófobas y excluyentes en mundo que todavía sufre las brechas heredadas del pasado entre norte y sur, ciudadanos de primera y de segunda, realeza contra igualdad de derechos y oportunidades, y donde la equidad social es solo un concepto de informes lejos de llevarse a la práctica generalizada.
Flaco favor también le hace desde el otro lado del Atlántico la fragmentación de la izquierda sobre todo cuando se trata de duelos a muerte entre figuras que compartieron credo, modelos de desarrollo, gobierno y hasta fraternales abrazos. Si hace unos años asistíamos a la traición de un correísta confeso como Lenín Moreno, quien acabó con la fuerza y liderazgo de Alianza País iniciando el retroceso del Ecuador hasta su estado actual de violencia, narcotráfico, escasez e inestabilidad, ahora vemos la enemistad menos clara aún entre dos otrora cercanos y responsables del llamado «milagro boliviano» al punto de retrotraer los peligrosos escenarios de golpes de Estado que tantas heridas han dejado a la nación andina. No ha bastado al parecer la lección del golpe de 2019 que permitió un ejecutivo de facto que en solo un año hizo añicos décadas de prosperidad y derechos, como para repetir la intentona y sembrar más dudas sobre la naturaleza, alcance y objetivos de esta rebelión militar que parte del mismísimo caldo de cultivo de las diferencias entre los dos rostros del socialismo boliviano y agita el avispero.
La división generada al interior del por tantos años gobernante Movimiento Al Socialismo entre evistas y arcistas —que a diferencia de lo sucedido en Ecuador, siguen reivindicando ambos para los suyos la legitimidad de un proyecto progresista, ese que sacó a Bolivia de los rankings de pobreza extrema— ha sido bien aprovechada por las fuerzas contrarias de dentro y fuera del país para generar la incertidumbre necesaria que permita anular la pujanza de la izquierda.
Detrás de las rivalidades políticas, los interesados en recursos imprescindibles para los tiempos actuales: el oro blanco necesario para las baterías de litio, el corazón de la tecnología moderna que permite a su vez la gobernanza de los algoritmos, los mismos que han descubierto que son los antipolíticos como Trump o Milei, y otros a imagen y semejanza que emergen como Santiago Abascal y Albise Pérez en España, Giorgia Meloni en Italia y así la oleada de ultras europeos, que admiran a nazis del pasado o justifican la violencia en pos de afianzar su autoproclamada superioridad, los que gustan a las masas acríticas y esclavas de las redes no tan sociales.
Se vislumbra un triángulo de ultras con vértices en Sudamérica, Norteamérica y Europa, unos más a la vieja usanza conservadora, otros más modernizados y disfrazados de antisistema. Cada vez son más frecuentes y menos secretos los encuentros internacionales donde se perfeccionan las técnicas de esta nueva faceta de la gobernanza mundial, con políticos más preocupados en ser celebridades y echar pulsos de fuerza que en gestionar las urgencias de quienes les pusieron allí como servidores públicos.
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