Vuelve a ser el paso de un año a otro el pretexto ideal para una mirada al acontecer político de un mundo que, en los últimos 12 meses, se caracterizó por la primacía de posturas antisistema y nacionalistas.
Cada vez adquieren más popularidad los llamados «outsiders», que no son otra cosa que populistas ubicados bien a la derecha en la tabla ideológica, con actitudes extremistas, escudadas en un falso nacionalismo, así como opiniones que escandalizan a buena parte de la sociedad por su carga retrógrada y peyorativa. Aprovechan el malestar social, el rechazo a la política tradicional que no soluciona los problemas de la gente, la ira de la ciudadanía por la corrupción enquistada en la elite gobernante y el pesimismo generalizado ante una crisis económica que, lejos de desaparecer, se profundiza; todo ello, territorio fértil para sus discursos, que prenden en sociedades dominadas por la desidia, las mismas que al final terminan optando por candidatos de perfil autoritario cuando se avecina el escenario electoral.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es el ejemplo más ilustrativo en la actualidad de político outsider, como se nombra a aquellos que supuestamente no pertenecen al sistema, por lo menos no apariencia. Sin embargo, una vez en él, terminan jugando bajo las mismas reglas y queda claro que nadie escapa de este, también conocido por su término anglosajón: «establishment».
Una retórica explosiva, alejada de la diplomacia más tradicional es lo que predomina en el discurso del magnate inmobiliario, devenido Jefe de Estado de la primera potencia mundial. Durante el año 2018, lo vimos intercambiar ofensas con su par norcoreano Kim Yong-un, para luego hacer las paces y convertirlo en alguien admirable, mientras volcaba su odio hacia el gobierno iraní, con pretextos similares ligados a la nuclearización, de la que solo quiere presumir Washington y es por ello que instiga a todo poseedor o desarrollador de programas atómicos.
La obsesión de Trump de «Estados Unidos primero» lo ha llevado a enfrentarse con aliados de toda la vida. Su administración ha obviado todo pacto multilateral existente. Ha impuesto la prepotencia imperial y su pretendida unipolaridad en todo foro en el que ha participado en 2018.
Además, le ha dado por aplicar su prometido proteccionismo económico, con el cual ha desencadenado una guerra comercial global. En su segundo año de mandato, el presidente norteamericano ha focalizado esfuerzos en medidas arancelarias contra China y la Unión Europea, fundamentalmente, pero los efectos de esta política antiglobalización han impactado en todo el intercambio de bienes y servicios.
Es así que de un lado Donald Trump rompiendo todo molde, y cruzando el atlántico, los ultraderechistas y antisistema van desde Marine le Pen, en Francia, hasta Mateo Salvini y Luigi de Maio en Italia, Viktor Orbán en Hungría, pasando por personajes de similares características en Alemania, España, Austria, Noruega y Dinamarca. A los elementos comunes ya descritos, se suma, en el caso europeo, el odio a Bruselas, denominación comúnmente usada para identificar el bloque comunitario de los 28. Junto con el euroescepticismo, también los manejos de los distintos gobiernos a la crisis migratoria han permitido el auge de estos nuevos partidos y movimientos que irrumpen en la alternancia política que por años dominó el panorama del viejo continente.
Ha sobresalido así una vertiente del nacionalismo con fuerte expresión en Europa: el separatismo. El de tipo económico ha emergido en el mundo anglosajón. El proteccionismo de Trump tiene su equivalente en el Brexit del Reino Unido. Un divorcio que le ha costado muchos dolores de cabeza a la premier británica Theresa May, sobre todo en los últimos meses. Londres termina el 2018 con total incertidumbre sobre su salida de la Unión Europea, pues hay un pacto logrado entre May y el bloque comunitario que tiene enfurecidos a los parlamentarios de la Cámara de los Comunes. Si estos no apoyasen el acuerdo, bien podría llegar la fecha tope del 29 de marzo de 2019 sin un camino claro y consensuado de cómo proceder al abandono de la UE.
Si algo caracteriza a los líderes extremistas de esta época es su odio al extranjero tercermundista. La xenofobia ha alcanzado dimensiones inimaginables y a pesar su creciente expresión en las sociedades de hoy día, las crisis migratorias se han vuelto una constante. La de Europa, continuó su curso amenazante y no hubo acuerdo de reparto, valla de contención o muerte en el Mediterráneo que frenara la estampida proveniente de los países de África y Oriente Medio, bien huyendo de conflictos armados, bien escapando de la miseria más desoladora.
Una crisis similar tuvo lugar en las narices de Estados Unidos, con caravanas de miles de centroamericanos hastiados de su suerte y en busca del mal llamado «sueño americano», casi siempre pesadilla para estos seres humanos tratados como ciudadanos de tercera.
Con la victoria de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales de Brasil, el fenómeno de los «outsiders» llegó a Latinoamérica. El encarcelamiento de Luis Ignacio Lula Da Silva, una jugarreta política disfrazada de mecanismo judicial, permitió que Bolsonaro se convirtiera en favorito dentro de un país que creyó al pie de la letra en la campaña de desprestigio contra el Partido de los Trabajadores y peor aún, tragó el cuento completo de un candidato presuntamente impoluto, que con mano dura, entraría al gigante sudamericano en cintura. No importaron sus comentarios ni actitudes racistas, xenófobas, misóginas y dictatoriales.
Y es que los líderes de posiciones extremas saben hoy día, como pocos, capitalizar el descontento social. Salen siempre favorecidos aquellos que hablan sobre los temas que a los ciudadanos le parecen más acuciantes: corrupción, inseguridad y estancamiento económico, desde una aparente sinceridad, siempre que se pinten como el cambio, alejado de toda política tradicional. Contrarrestar el auge de las fuerzas ultranacionalistas se convierte en uno de los desafíos fundamentales para los años por venir.
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