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El país que ganó Petro

21 jun. 2022
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Gustavo Petro ganó la presidencia de Colombia también a la tercera, como mismo Andrés Manuel López Obrador en México. Y viene a coronar una tendencia en la América Latina que ya cuenta con giros progresistas recientes en Perú, Chile, Honduras, Bolivia, para recomponer una correlación de fuerzas, que sumando a los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela y el Caribe no hispano también identificado con el bloque izquierdista, pone mucho más en alerta los intereses de Estados Unidos en la región, después del sonado fracaso de su cumbre hemisférica de los Ángeles.  

En esta ocasión, no es un país cualquiera el que dobla por la esquina contraria a la habitual, es Colombia, el aliado histórico de Washington, el que le hace el trabajo sucio con Venezuela, el que pone voz y acción a las obsesiones norteamericanas por doblegar gobiernos, justo ahora que se celebraban 200 años de relaciones diplomáticas.

Aquí pasa un poco como con México, no puede haber una confrontación abierta porque hay una dependencia económica y geopolítica más fuerte que las cuestiones ideológicas. De ahí el tono diplomático y sus lecturas: sin tardar demasiado Estados Unidos felicita al mandatario electo este 19 de junio, pero delega el guiño en el Secretario de Estado, Anthony Blinken. 

Esta es la primera relación en política exterior que va a verse distinta con la llegada de Petro a la Casa de Nariño. La dimensión de la fractura dependerá de la Casa Blanca, que hemos visto cómo es capaz de distanciarse hasta de gobiernos clave y nada comunistas como el brasileño, solo por rencor o antipatía con Jair Bolsonaro. 

Petro, en cambio, ha prometido diálogo con todos, recomposición de vínculos, armonía hacia el entorno, también hacia lo doméstico, pero ya en casa sí es más evidente que la voluntad de aunar chocará con una oposición política fuerte, aunque en este minuto dividida, sin claro líder. 

El nuevo presidente que sucederá a un desprestigiado Iván Duque tiene un pliego enorme de asuntos urgentes que resolver, o al menos, encauzar. Petro ha recogido esas demandas en su programa de gobierno, pero hay que recordar que llegó al poder por una colación tremendamente multicolor en el espectro político y con ellos tendrá que formar gabinete. El ala más pura a su plataforma programática original es su fórmula de campaña, Francia Márquez, ella fue clave en esos votos que parecían imposibles de lograr para la remontada de la segunda vuelta. 

La expectativa de los colombianos está en el cambio. Eso lo manifestaron hace un año en las calles y en las urnas en la primera vuelta. Dieron la responsabilidad a Petro y Francia, en una conjunción bastante funcional en principio: un Petro que supo aglutinar fuerzas de todo tipo bajo un compromiso de emprender cambios profundos, y una Francia que viene de sufrir en carne propia las carencias y marginalidades de décadas de administraciones conservadoras.

Paz, justicia social y medio ambiente han sido las tres líneas principales defendidas por el exguerrillero devenido político. Aboga por una gestión de la vida, sin moldes ni etiquetas a las que no quiere aferrarse. Pero aunque modere el discurso o calme al mercado afirmando que seguirá desarrollando el capitalismo, la práctica dirá hasta dónde lo dejan maniobrar y cuán flexible puede lucirse ante sus votantes. 

Hay que atender con premura los temas económicos, desde el cambio de matriz que propone el petrismo, hay que sanar un tejido social acribillado por represión y olvidos y hay que detener inmediatamente la espiral de violencia, esa que aun en campaña siguió exigiendo a punta de pistola ser la protagonista absoluta del show electoral. Lo fue aún y cuando la guerra y la paz no fueron el plato fuerte de la contienda, digo que no lo fueron en los discursos de los aspirantes y de la clase política, porque insisto, para el día a día del país siguió siendo el llamado «pan nuestro»; unos porque sufren la violencia en carne propia o la sienten muy cerca respirándole la nuca y los más lejanos del conflicto porque añoran paz para dejar de leer titulares sangrientos. 

Ese es el país que deja Duque, uno en el que la agenda va de corrupción, economía, brechas sociales y a la vez ha desenmascarado a los políticos habituados a culpar de todo a la guerra y las guerrillas. Al dejar un poco atrás el penoso sello distintivo colombiano: la retórica del conflicto armado, se desnudaron las penurias y comenzaron a descubrirse otros culpables. 

Ello ha sido posible, en buena medida, gracias al acuerdo de paz firmado en La Habana, que por muy maltrecho que esté en este minuto, sigue siendo un referente al que aferrarse para pensar que se le han bajado unas líneas a la guerra. Por esos caprichos del destino, ese acuerdo propició que las elecciones que ganara el actual presidente Iván Duque fueran de las menos violentas de la historia reciente y justo él se ha encargado de que en sus cuatro años de jefe de estado la violencia se haya vuelto a disparar. Otra evidencia más de que Duque nunca tuvo la menor intención de ponerle el pecho al acuerdo para hacerlo letra viva. 

Y a su inacción en este sentido hay que agregarle el nefasto resultado de una política de seguridad fallida. O cómo catalogar acciones militares mostradas como heroicidades que después terminan siendo una gran metedura de pata, en el más ingenuo de los casos, donde hay más civiles muertos que bajas de combate. O la captura de narcos importantes que lejos de desarticular estructuras criminales terminan poniendo el país patas arriba, incendiándolo, aterrorizándolo. O lo que es peor aún, cómo justificar que los territorios que antiguamente eran dominados por la guerrilla de las FARC hoy desmovilizada hayan caído en manos de otros grupos armados. ¿Por qué el Estado con todas sus estructuras e instituciones sigue siendo el gran ausente en kilómetros y kilómetros de la Colombia rural? 

Cuando en 2016 el mundo celebraba en grande el fin del conflicto con las FARC, pocos podían imaginar que 5 años y tanto después Colombia no tuviera uno, sino un abanico de conflictos armados autónomos, uno por cada grupo irregular armado que ha persistido o cobrado vida después de la paz de papel. Y fue la razón por la que hoy el candidato ganador, Gustavo Petro, tuvo que hacer campaña blindado hasta los dientes, con chaleco y entre escudos que apenas lo dejaban moverse, rodeado de escoltas y él mismo más preocupado por cualquier señal incómoda que por lo que tenía que comunicar a sus votantes. 

Hasta la sombra del asesinato a un presidenciable con todas las papeletas volvió a rondar las mentes de ciudadanos que saben que en Colombia si de verdad se quiere torcer la elección, no es con trapos por lavar sino con plomo y hay profesionales pulidos para tales encargos, que incluso son producto exportable si se quiere: Haití o Venezuela pueden confirmarlo. Un peligro que sigue acechando, ahora en calidad de magnicidio.

Así anda la alta política, figúrense el resto: un aumento sostenido de los líderes sociales y exguerrilleros asesinados, nuevas masacres cada fin de semana, atentados a la fuerza pública, amenazas de muerte a más y más personas, y cifras escandalosas de desplazamientos forzados, y hasta un crimen internacional en suelo colombiano, el asesinato del fiscal antidrogas paraguayo aun por esclarecer. Un escenario que obligará al nuevo presidente a tomarse este asunto como prioridad o habrá que darle la razón a un entendido de la violencia, el exparamilitar conocido como Jorge 40 que desde la cárcel en la que purga sus más de mil 400 crímenes, envió hace semanas una carta a Duque y a los aspirantes a sucederlo en la que los exhortaba a transformar el presente de violencia de un conflicto que se recrudece o el tormento de habitar un país en llamas no abandonará nunca a los colombianos.
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