Las repúblicas de América Latina y el Caribe se erigieron sobre estructuras económicas, políticas y sociales deformadas, lo cual ha determinado, desde sus inicios, su condición dependiente con respecto a las grandes potencias económicas. Por ello, al estudiar el desarrollo de los Estados latinoamericanos, se evidencia que las relaciones centro-periferia han influido en los ciclos económicos a nivel global, impactando directamente en el curso de los procesos ocurridos en la región (Halperin Donghi, 2005). La proyección de los países desarrollados ha estado en función de establecer vínculos de dominación político-diplomáticos y económico-comerciales con los países del subcontinente, desde la etapa colonial hasta la actualidad.
A pesar de esas condiciones adversas, determinadas coyunturas históricas han favorecido intentos por emprender el desarrollo endógeno de los países latinoamericanos. Una vez consolidados como gobiernos, las medidas fundamentales de estos procesos han estado encaminadas a reducir el estatus dependiente de las economías de la región, transformar la matriz productiva y desarrollar el mercado interno. Ello responde a la necesidad histórica de subvertir el orden económico regional e internacional, diseñado para perpetuar la dependencia y el subdesarrollo (López Segrera, 2016). Tales objetivos entran inevitablemente en contradicción con el panamericanismo y la estrategia de dominación imperialista, lo cual constituye una contradicción que perpetúa a lo largo de la historia el enfrentamiento entre dos objetivos antagónicos: la soberanía y la dominación.
Con el presente trabajo, se pretende realizar un acercamiento a la oleada progresista que tuvo lugar en América Latina, desde finales del siglo XX y principios del siglo XXI, con gobiernos que colocaron la soberanía nacional como piedra angular de sus políticas. En ese sentido, ejecutaron propuestas que aventajaron considerablemente a los procesos del pasado, destacando el estrechamiento de los vínculos con los vecinos de la región y la promoción de estrategias contra la condición del subdesarrollo y la injerencia externa (López Segrera, 2016).
Se eligió como objeto de estudio de esta investigación el latinoamericanismo, analizando su evolución desde el surgimiento de las repúblicas de la región, y haciendo especial hincapié en su comportamiento durante las dos primeras décadas del siglo XXI. La selección de este periodo estuvo marcada por el auge de gobiernos progresistas en la región durante esos años (Boron, 2014), la presencia de fórmulas de asociación regional que marcaron un momento cúspide en la evolución del latinoamericanismo y, finalmente, el desgaste de estos procesos. Para efectuar este análisis, se tuvo en cuenta la evolución histórica del latinoamericanismo, el contexto regional e internacional durante el periodo seleccionado y las políticas aplicadas por los gobiernos más progresistas de la región en esos años.
La evolución del
latinoamericanismo desde el surgimiento de las repúblicas latinoamericanas
hasta finales del siglo XX
La construcción de un proyecto integrador en América Latina se remonta a finales del siglo XVIII. Francisco Miranda y Simón Bolívar pasaron a la historia como los principales referentes de este pensamiento en las primeras décadas del siglo XIX. La Gran Colombia, la Federación Centroamericana, la Confederación de los Andes y el Congreso Anfictiónico de Panamá fueron algunos de los intentos por crear espacios económicos y políticos comunes, sobre la base de la identidad cultural y la influencia del liberalismo.
Esta proyección latinoamericanista se enfrentó en la realidad regional a condiciones y contradicciones sociales que atentaron contra su materialización. El factor geográfico, marcado por extensas y accidentadas dimensiones territoriales, contrastaba con el escaso desarrollo del transporte y las comunicaciones. A ello se sumó que el carácter liberal de las constituciones y leyes erogadas al paso de los ejércitos libertadores, se contrapuso a los intereses de los poderosos sectores conservadores.
A lo largo del siglo XIX latinoamericano, motivados por agresiones de potencias extrarregionales, algunos proyectos trataron de retomar el ideal bolivariano de unión regional (González Santamaría, 2016). En 1847, Lima acogió ministros plenipotenciarios de Perú, Chile, Bolivia, Ecuador y Nueva Granada para coordinar fuerzas defensivas hispanoamericanas. Un proyecto similar se defendió entre 1864 y 1865 en la misma sede. Sin embargo, ningún acuerdo tuvo efecto por la falta de ratificación de los gobiernos implicados.
Todos estos elementos dibujan el cuadro complejo en el que nacieron las repúblicas de América Latina; en medio del cual, los primeros intentos de proyectos integracionistas terminaron frustrados.
Posteriormente, el desarrollo del capitalismo en la región y la acumulación de capital en manos de las burguesías nacionales, se presentó como una oportunidad para superar barreras que las viejas estructuras imponían a la conformación de proyectos nacionales integradores. En el contexto de estos procesos, sobresalieron algunos intentos por retomar el ideal latinoamericanista. En la Guatemala de 1873, Justo Rufino Barrios intentó reconstruir la Federación Centroamericana. Eloy Alfaro, líder de la reforma liberal ecuatoriana, convocó a un Congreso Internacional en 1895 que contrastara con el que Washington había realizado seis años antes. Sin embargo, ninguno de los dos intentos fructificó (Prieto Rozos, 2015).
Sin embargo, el establecimiento de Estados liberales oligárquicos no potenció mayores vínculos intrarregionales. Factores estructurales como la falta de complementariedad económica, la producción orientada hacia el mercado externo y las disputas por el monopolio comercial, determinaron que primara la rivalidad sobre la cooperación entre las repúblicas latinoamericanas. Así lo demuestran las incursiones de tropas argentinas y brasileñas en la Banda Oriental, las guerras del Pacífico y la Guerra de la Triple Alianza.
Es válido destacar que, en ese contexto, comenzó a hacerse latente una nueva y profunda amenaza para América Latina. Las políticas de Washington hacia el subcontinente se desarrollaron en el marco de un proceso de expansión imperialista. Ellas han tenido como objetivo el establecimiento de vínculos de dominación a través de mecanismos políticos y económicos, diplomáticos o militares.
El desarrollo desigual entre las dos Américas determinó a la postre la concreción del proyecto panamericanista. Hacia finales del siglo XIX Estados Unidos era el principal destino de las exportaciones de América Latina. A comienzos del próximo siglo, la política del Gran Garrote afianzó su dominación sobre Centroamérica y el Caribe; mientras que, con la Diplomacia del Dólar, desplazó paulatinamente el rol de acreedor de Europa hacia la potencia norteamericana (Medina Castro, 1968).
El nuevo siglo fue recibido por América Latina con el surgimiento de varios gobiernos cuyas políticas contribuyeron al desarrollo interno de sus países. El reformismo burgués de José Batlle Ordóñez (1903-1907 y 1911-1915) en Uruguay e Hipólito Irigoyen (1916-1922 y 1928-1930) en Argentina, el gobierno revolucionario de Lázaro Cárdenas (1934-1940) en México, y el nacionalismo de Getulio Vargas (1930-1945) en Brasil, son los ejemplos más notables del período.
De manera general, estos gobiernos profundizaron la participación del Estado en la economía y el control de los recursos nacionales. En el plano teórico, estos procesos se manifestaron en el surgimiento de postulados y concepciones que partían de una perspectiva latinoamericanista. El estructuralismo, la teoría de la dependencia y el desarrollismo fueron los principales cuerpos teóricos de una corriente de pensamiento económico que tuvo su expresión práctica fundamental en los modelos desarrollistas de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI).
Ya para mediados de siglo, la Segunda Guerra Mundial influyó en tres procesos fundamentales en América Latina: el auge de movimientos democráticos, la consolidación del sistema panamericano y el desarrollo de los movimientos de liberación nacional en las antiguas colonias británicas, francesas y holandesas.
La conflagración mundial trajo como consecuencia el impacto del paradigma antifascista en América Latina. Este fenómeno influyó desde el punto de vista ideológico en los procesos de la región. Múltiples movimientos populares y frentes policlasistas, en ocasiones asociados a sectores del ejército, protagonizaron luchas que pusieron fin a gobiernos dictatoriales y provocaron aperturas democráticas en las sociedades latinoamericanas. Se legalizaron partidos de izquierda, se convocaron elecciones, fueron liberados presos políticos, se consolidaron organizaciones sindicales y otras formas de movilización popular.
En algunos países, la transición tuvo lugar a partir de reformas promovidas desde las clases o grupos en el poder. Anticipar los cambios democráticos a la revuelta social fue la estrategia de varios gobiernos dictatoriales de la región. Tales fueron los casos de Argentina, Perú y Brasil. Lo mismo ocurrió en países donde existían condiciones más favorables a las transformaciones democráticas, tales como Chile, México, Colombia, Panamá, Uruguay, Costa Rica y Cuba (Guerra Vilaboy, 2010).
Todos estos procesos influyeron en la radicalización de movimientos revolucionarios y nacionalistas que pusieron en peligro intereses vitales de las oligarquías latinoamericanas y del capital estadounidense.
El fin de la Segunda Guerra Mundial dio origen a un mundo signado por la bipolaridad, la cual se caracterizó por la rigidez de los sistemas de alianzas. La devastación de las potencias europeas influyó en la correlación de fuerzas a nivel internacional. América Latina no fue la excepción. Esta región acentuó su condición de zona de influencia del hegemón estadounidense, el cual logró, ante esta coyuntura, establecer un orden continental a través de un entramado institucional y jurídico más complejo y coherente con las necesidades del nuevo contexto.
Fue así como surgió la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 1947 y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en 1959. Todos ellos constituyeron mecanismos que, desde el ámbito multilateral, canalizaron la acción hegemónica de Estados Unidos en el plano político-diplomático, militar y económico.
De esta forma, se expandió por América Latina una oleada reaccionaria que se manifestó en la persecución y asesinato de líderes de izquierda, la ilegalización de los partidos comunistas, la represión de los sindicatos y su sustitución por estructuras oficialistas. Las dictaduras militares como método para aplacar o impedir el ascenso al poder de gobiernos nacionalistas o revolucionarios tomaron mayor fuerza durante las décadas de los sesenta y de los setenta. Dictaduras como las de Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989); Barrientos y Ovando en Bolivia (1964-1970); las juntas militares en Brasil (1964-1979), Argentina (1976-1983) y Uruguay (1973-1985); así como Pinochet en Chile (1973-1991) dotaron a las Fuerzas Armadas de un mayor poder institucional, estrechamente vinculado al proceso productivo. No solo contuvieron a las fuerzas nacionalistas y revolucionarias de sus países, sino también abarcaron en mayor medida el diseño y la ejecución de las políticas del Estado a través de un aparato burocrático más complejo que el de las dictaduras militares precedentes.
Todos estos fenómenos políticos y sociales, avanzaron a la par de un contexto económico caracterizado por el agotamiento de la capacidad de los mercados internos para recepcionar la producción autóctona y el surgimiento de nuevas formas de explotación del centro hacia la periferia, a partir de la transnacionalización del capital en la región.
Surgen entonces nuevos intentos por lograr un acercamiento integracionista entre los países del subcontinente. Entre ellos se destacó, en 1960, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), agrupando a Argentina, Perú, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, México, Paraguay, Uruguay y Venezuela. Esta organización se proponía superar el bilateralismo mercantil y consiguió duplicar el comercio intrarregional hacia 1965. Algunas contradicciones internas en el marco de este mecanismo provocaron la escisión de un grupo de países con menores niveles de industrialización. En 1969, Bolivia, Perú, Chile, Ecuador y Colombia firmaron el Acuerdo de Cartagena en el Marco de la ALALC, dando origen al Pacto Andino. El mismo promovió un mejor tratamiento de las asimetrías y la regulación del capital extranjero. El mecanismo se fortaleció con el ingreso de Venezuela en 1973, pero comenzó su regresión con la salida de Chile en 1974.
Otros ejemplos de integración tuvieron lugar en esta etapa. El Tratado de Managua de 1960, la Asociación de Libre Comercio del Caribe (CARIFTA), en 1968 —devenida en Comunidad del Caribe, en 1973—, el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), y la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), que vino a sustituir a la ALALC, en 1980.
Varios proyectos integracionistas de esta etapa tuvieron un matiz progresista, en tanto buscaron revertir el carácter dependiente de los países miembros. La protección contra el capital extranjero, el tratamiento de las asimetrías, el estímulo del comercio intrarregional y la promoción de multinacionales latinoamericanas, son ejemplos de estrategias latinoamericanistas. Sin embargo, estas proyecciones eran sustentadas por los procesos desarrollistas que tenían lugar en la región. Al caer estos en crisis, también lo hizo el paradigma latinoamericanista en el seno de los mecanismos regionales, desplazado por la pujante ideología neoliberal.
En América Latina, el neoliberalismo se expandió y afianzó a través de la “capitalización de la deuda externa”. Los países latinoamericanos, incapaces de salir del círculo vicioso de la deuda, cedieron sus activos. Los organismos financieros internacionales fueron los protagonistas de esta mediación, como máxima expresión de la cartelización de los países acreedores (Arenas García, 2012). La falta de unidad de los países latinoamericanos de cara a este desafío terminó condenándolos al acatamiento de los paquetes de medidas propuestos por el capital transnacional. La máxima representación fáctica de este proceso fue el Consenso de Washington (1989).
Bajo el neoliberalismo, América Latina ha vivido un proceso de aguda polarización, generada por la alta concentración de las riquezas en manos de la burguesía local y extranjera, en contraposición con la crónica exclusión social que afecta a millones de latinoamericanos. Las contradicciones de la aplicación del neoliberalismo en América Latina llegaron a detonar como crisis en varios países de la región. Entre las más notorias se recuerdan la crisis de 1994, en México, la crisis del Real en Brasil, en 1999, y la crisis argentina, en 2001. Los descalabros económicos agudizaron las tensiones sociales y, en ocasiones, provocaron acciones de resistencia al neoliberalismo desde el campo popular.
Ante esta coyuntura, la integración continuó siendo reconocida como una opción necesaria para establecer estrategias de desarrollo, elevar la capacidad de diálogo y negociación con otros Estados o grupos de Estados y materializar una inserción más efectiva en la economía internacional. A diferencia de las dinámicas establecidas por los esquemas regionales durante el período de aplicación del modelo ISI, los mecanismos correspondientes a la etapa del auge neoliberal respondían a dinámicas aperturistas. Siguiendo esta lógica, los países miembros concertaban políticas en función de incrementar la competitividad internacional, atraer capitales y promover la inserción en cadenas de valor.
En este contexto, se produce el relanzamiento de diversos mecanismos de integración, a través de compromisos asumidos por sus miembros para revertir el severo deterioro experimentado por los esquemas regionales durante la década de los ochenta. Bajo estas pretensiones, el Mercado Común Centroamericano, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y la Caricom, protagonizaron procesos de revitalización con diferentes desenlaces. La disminución y supresión de barreras arancelarias y no arancelarias, fue un medio esencial para la reactivación del comercio intrarregional.
El reimpulso del Mercado
Común Centroamericano tuvo un momento relevante en la firma del Protocolo de
Tegucigalpa de 1991, el cual dio vida al Sistema de Integración Centroamericano
(SICA). Dos años después, el Protocolo al Tratado General de Integración
Económica Centroamericana, conocido como Protocolo de Guatemala, creó la
Secretaría de Integración Económica Centroamericana (SIECA).
Continuará…
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