Contrapunteo

El imperio en su laberinto

11 mar. 2019
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Los resultados de las elecciones que tuvieron lugar en los Estados Unidos el 8 de noviembre de 2016, al colocar a Donald Trump en la presidencia, estimulan a indagar en esa suerte de laberinto, en el que se cruzan y superponen factores y procesos históricos, políticos, ideológicos y culturales cuyo examen debe realizarse bajo una mirada dialéctica que establezca tanto las pautas históricas que permitan comprender el movimiento que conduce al presente como las características de la coyuntura actual, las tendencias en curso y las perspectivas.

 

     Más allá de las interrogantes planteadas por la victoria de Donald Trump, como  impredecible candidato republicano, a contrapelo de los pronósticos que casi de modo unánime auguraban el triunfo demócrata de Hillary Clinton, es usual que los comicios nacionales en esa sociedad despierten un notable interés, dada su significación mundial para las proyecciones del imperialismo norteamericano. Al acometer su análisis, conviene retener cuatro premisas indispensables: (I) las elecciones en los Estados Unidos no son procesos dirigidos a cambiar el sistema, sino a mantenerlo, reproducirlo y consolidarlo; (II) el Estado, el sistema político, el gobierno y la élite de poder en ese país no constituyen estructuras homogéneas, monolíticas, o como lo expresa la ciencia política, un «actor racional unificado», en tanto expresa la diversidad de posiciones de los diferentes sectores que integran la clase dominante —la burguesía monopólica, la oligarquía financiera—, cuyos intereses coinciden en la lógica del sistema, pero varían en sus modos o estilos, y se manifiestan a través de las instancias gubernamentales, los grupos de presión, los partidos, las corrientes ideológicas y los medios de comunicación; (III) la sociedad norteamericana se distingue de la estructura estatal y de las Administraciones que se suceden en la Casa Blanca, toda vez que el pueblo que la compone y determinadas tradiciones son ajenos y a menudo, contrapuestos, a los designios imperiales, como suele suceder en las sociedades basadas en antagonismos clasistas;[1] (IV) el debate político en los Estados Unidos tiene lugar, por razones históricas,  dentro de márgenes muy estrechos, de modo que las diferencias partidistas e ideológicas son reducidas y más que contrapuestas, son contrastantes y complementarias.[2]

 

Los procesos electorales y la dinámica política  

 

    Como se sabe, las elecciones presidenciales  son procesos que tienen lugar cada cuatro años, con la virtud y el defecto de sacar a la superficie muchas de las contradicciones latentes que no se hacen visibles en la vida política cotidiana del país, cuando se aleja la contienda electoral y el espectáculo mediático a ella asociada. Su virtud radica en la capacidad de evidenciar sin maquillajes los problemas sociales que inquietan a la población, los intereses y contradicciones de los grupos de poder, las vulnerabilidades y fortalezas de la economía y la política exterior, las amenazas reales o artificiales a la seguridad nacional. Su defecto consiste en que adulteran el proceso real a partir de la manipulación que  reciben los partidos, sus precandidatos, candidatos y agendas, en medio de coberturas de prensa cada vez más sofisticadas y de financiamientos multimillonarios. Ello resta autenticidad y credibilidad al discurso de las figuras que compiten y a las plataformas que promueven, procurando captar simpatía y apoyo popular, movilizar recursos materiales, obtener respaldo de los medios políticos profesionales e influir en las decisiones que lleven a los electores a las urnas. En los Estados Unidos existe, como en buena parte del mundo contemporáneo, rechazo y cuestionamiento a la política tradicional ?a los modos de hacerla, a los partidos y a las figuras?, unido a un notable abstencionismo y desconfianza en las campañas, que desde sus inicios hasta el día de los comicios, se refleja en las encuestas.

 

    Al estar sujetas a la regularidad cuatrienal que establece el sistema político vigente, acorde a las reglas de la competencia bipartidista, las elecciones presidenciales en ese país se desarrollan según un esquema invariable de pasos, momentos o etapas. En ese trayecto, su resultado está determinado por la confluencia de factores diversos, de naturaleza objetiva y subjetiva, entre los cuales la existencia de una crisis y las alternativas de superación de la misma que ofrezcan los candidatos que rivalizan es uno de los de mayor importancia. La percepción popular sobre los contrincantes, sus condiciones personales de liderazgo o carisma, la efectividad de la propaganda, los recursos financieros,  el apoyo u obstaculización legislativa, el efecto de la situación mundial y hasta de hechos fortuitos, constituyen también factores que gravitan sobre la contienda presidencial. En las descripciones y predicciones derivadas tanto de las constantes encuestas especializadas en el monitoreo de la opinión pública como del análisis que  ofrecen los medios de comunicación,  instituciones políticas y académicas, la visión sobre la crisis y las elecciones en los Estados Unidos se  nutre de referencias a tales factores, y se construye acudiendo a numerosos datos, cuya profusión estadística y anecdótica hacen posible un seguimiento detallado de gran utilidad para calibrar constataciones y pronósticos.

 

    Sin embargo, ocurre con frecuencia que la atención desmesurada sobre cifras y acontecimientos lleva a interpretaciones basadas en una lógica lineal, que reducen el escrutinio analítico  a una sumatoria mecánica o serialización episódica de datos  que termina por ser abrumadora, con un valor relativo. Este enfoque unidimensional produce a menudo razonamientos circulares y reducciones cognoscitivas, que oscilan entre la caracterización de la macroeconomía, las biografías de los candidatos a la presidencia, el derrotero de las primarias y de la campaña en su conjunto. Aunque son momentos necesarios, no resultan suficientes para interpretar el proceso real, más amplio, profundo y complejo, que se halla involucrado, pudiendo propiciar visiones parciales o hasta engañosas. En sentido figurado, sería como si la visualización de los árboles impidiese ver el bosque. Especialmente, cuando se conjugan los escenarios de crisis y de elecciones presidenciales.

 

    Una circunstancia como esa fue, justamente, la que rodeó al proceso electoral que tuvo lugar en 2016 en los Estados Unidos, teniendo como acompañamiento la persistencia de una crisis política y cultural cuyos hilos se vienen tejiendo desde la década de 1980, bajo el impacto trascendente de la llamada revolución conservadora, cuyos signos no han abandonado la escena estadounidense, aunque han tenido mayor visibilidad y presencia en determinados contextos, en tanto que en otros han estado sumergidos.

 

    Si la victoria electoral de Barack Obama como candidato demócrata de piel negra en los comicios de 2008 había constituido un acontecimiento excepcional de gran resonancia en la historia política norteamericana ante el agotamiento del reinado conservador impuesto por el doble mandato republicano de George W. Bush, y de que su reelección en 2012 no lo sería menos, en medio de una enmarañada situación interna, los Estados Unidos se enfrentaron en 2016 a tendencias y contradicciones sin definiciones claras y precisas en cuanto al modo de encarar sus retos y de aprovechar sus oportunidades. A nivel doméstico, la nación era escenario de conmociones y  transformaciones en la estructura de su sociedad y economía, llevando consigo importantes mutaciones tecnológicas, clasistas, demográficas, con expresiones también sensibles para las infraestructuras industriales y urbanas, los programas y servicios sociales gubernamentales, la cultura, la composición étnica y el papel de la nación en el mundo. Se trataba de cambios graduales y acumulados, que durante más de  treinta años han modificado la fisonomía integral de la sociedad norteamericana. Sin embargo, a pesar de que en buena medida ha dejado de ser monocromática —simbolizada por la  exclusividad, como país, del prototipo del white-anglosaxon-protestant (wasp)—, y se puede calificar de multicultural multirracial y multiétnica, ello no significa que se haya diluido o mucho menos, perdido, esa naturaleza, de una clase media cuyas representaciones son esencialmente conservadoras. Sin ignorar la heterogénea estructura clasista estadounidense y sus representaciones ideológicas, es aquella la simbología cultural que presentan los textos de historia, la literatura, el cine y la prensa. 

 

    Es importante esta precisión en la medida en que, con frecuencia, se le atribuye a la sociedad norteamericana un perfil tan cambiante y cambiado que se absolutizan sus  transformaciones, perdiéndose de vista los factores de continuidad. Ello ha llevado a interpretaciones como las que, por ejemplo, a partir del lugar creciente que en ella ocupan las llamadas minorías ?como los latinos y los negros?, estimaron que en las elecciones de 2016, las bases sociales y electorales del partido demócrata estaban garantizadas, y era segura la victoria de Hillary Clinton. Desde esa perspectiva, se concluía con cierto simplismo que en esa sociedad ya existían las condiciones que hacían posible que luego de que un hombre de piel negra ocupara la Casa Blanca durante ocho años, ahora era el turno de una mujer.[i] Es decir, si bien la mayoría de los pronósticos y sondeos de opinión apuntaban con elevados porcentajes de certeza hacia el triunfo demócrata, existía un entramado objetivo de condiciones y factores ?insuficientemente ponderado?, que permitía vaticinar la derrota demócrata y el retorno republicano a la Casa Blanca. Ese trasfondo tenía que ver con la crisis aludida, que no sólo se ha mantenido, en medio de parciales recuperaciones sino que se ha profundizado entre intermitencias y altibajos, en el terreno político e ideológico.[ii]

 

La historia y la ideología

 

      Si se repasan algunos antecedentes bajo una lectura que trate de retener claves definitorias de las percepciones y valores que se forjan en la historia política y cultural estadounidense, como el de las «amenazas» a los intereses y la seguridad de la nación, está clara la puntualización del enemigo «externo», a partir de la manera en que se identificaba, en el marco de la revolución de independencia, a la metrópoli colonial, como fuente o causa de conflicto, lo cual se fortalece después, al considerar las apetencias de las antiguas potencias coloniales europeas, con un signo similar, durante el siglo XIX y hasta la primera mitad del XX.

 

    Los componentes centrales del mosaico ideológico y ético de lo que serían posteriormente los Estados Unidos se instalan desde temprano en la historia de ese país: liberalismo, individualismo, idealismo, exaltación de la propiedad privada, sentido mesiánico, sentimiento antiestatal, apego a la tradición. De esa síntesis emergería lo que algunos autores han denominado como «el credo norteamericano», es decir, una suerte de consenso básico (o alto nivel de acuerdo) en relación con las formas de organizar política y económicamente la vida de la nación. Ese «credo» ha servido a lo largo de la historia como fuente de identidad de los estadounidenses, toda vez que en él se mezclan y coinciden, pongamos por caso, elementos de liberalismo y conservadurismo, que en las experiencias europeas eran tendencias contrapuestas.[iii]

 

     Desde sus orígenes, los Estados Unidos se han percibido a sí mismos como los gestores y garantes de la libertad y la democracia, no solamente de su propia población, sino de toda la humanidad, y a lo largo de su historia, han actuado conforme a esta percepción que le ha servido para justificar su política intervencionista y expansionista. Los padres fundadores de la nación estadounidense estructuraron un discurso que relacionó religión, economía y libertad como parte de los mitos fundacionales, que tienen la característica de manifestarse como valores universales, de donde deriva, en parte, la fuerza avasalladora con que se imponen y la asimilación por quienes padecen los efectos de la dominación estadounidense.[iv]

 

     La pretensión de ofrecer definiciones exactas para la distinción entre liberales y conservadores en las condiciones histórico-concretas de los Estados Unidos no arroja demasiada luz ?y puede ser hasta engañosa? a la hora de comprender los procesos políticos, las inserciones partidistas o el lugar en la cultura nacional. La postura de liberales y conservadores varía, además, en relación con distintos temas (pena de muerte, aborto, impuestos, control de armas, matrimonio, guerra contra el terrorismo).

  

     En el caso de los liberales,  en un inicio el término se refería básicamente a los individuos que defendían la libertad y la determinación de límites al poder y al control del Estado, y en la actualidad se identifica con el apoyo a reformas sociales y políticas. Los liberales favorecen la intervención del gobierno en la regulación de la economía; propugnan una vigorosa política a favor de los pobres, las mujeres y las minorías, articulada por la expansión de una red federal de servicios sociales, además de la defensa del medio ambiente y de los consumidores. Asimismo, promueven la acción gubernamental en función de la igualdad de oportunidades y la protección de las libertades civiles, los derechos humanos individuales. Los liberales reivindican la libertad como la base de la prosperidad  de las naciones y de los individuos.

 

   En cuanto a los conservadores, la tradición política inicial los caracterizaba por privilegiar el uso del poder gubernamental y la intervención e influencia en la vida de la nación de sectores privilegiados, como la aristocracia terrateniente, los empresarios y los líderes religiosos. Hoy día se les describe como defensores del orden establecido, proclives a promover arreglos que favorezcan un gobierno limitado, cuyas atribuciones no consideren la imposición de regulaciones a las empresas, con el argumento de que éstas inciden negativamente en el nivel de vida de los ciudadanos, pues desincentivan la inversión. Tienen una firme creencia en el individuo, en su sentido de responsabilidad y en el principio de que las políticas públicas deben sustentarse en el empoderamiento personal para incentivar la capacidad de las personas que las ayude a resolver sus propios problemas.

 

      Lo que define al contexto actual en los Estados Unidos en términos del espectro ideológico interno, es una suerte de recreación de la situación de la década de 1980, toda vez que el pensamiento conservador ?su auge y articulación a un entramado amplio?, podría calificarse casi que de totalizador, que penetra en todas las esferas de la vida cotidiana, la cultura, la religión y las actitudes de la población hacia temas como la igualdad racial, sexual, la familia, que el liberalismo consideraba como «conquistas» de la forma de vida en la sociedad norteamericana. Así ocurrió cuando perdieron vigencia los movimientos opositores y contraculturales, como el de los latinos y los negros, o las protestas civiles contra la participación de los Estados Unidos en Vietnam, el hipismo y la canción protesta.

 

    La situación en la décadas de 2000 y 2010, desde luego, no es la misma, si bien de nuevo, entre las grandes polarizaciones ideológicas y debates políticos, se advierten zonas de confluencia ante cuestiones relativas a las percepciones de amenazas a la identidad e intereses nacionales, entre otros aspectos. Aunque esto no tiene repercusión política en términos de plataformas partidistas ni se refleja en debates congresionales, ni en posiciones de campañas electorales, donde lo que prevalece es la oferta de alternativas distintivas de cada bando, el «credo» norteamericano no ha abandonado el imaginario norteamericano.

 

La cultura

 

     El arraigo del conservadurismo norteamericano y su auge actual se explica a partir  de expresiones culturales, que trascienden la ideología política, que le aportan soporte o basamento, como la xenofobia, el nativismo y el populismo, en tanto son percibidos como amenazas a la identidad nacional.

 

     La xenofobia expresa temor y aversión  hacia los extranjeros, a la «otredad», a lo «extraño» y diferente. Surge y permanece cuando un grupo de personas de origen extranjero, crecientemente visible, que habita en un lugar determinado, es  rechazado porque los nacionales desean distanciarse y diferenciarse de ellos. A través de los años han surgido movimientos xenofóbicos como una respuesta de rechazo al continuo flujo de migrantes en un determinado lugar, que conllevan reacciones discriminatorias y  violentas, como ha ocurrido en diversas etapas de la historia de los Estados Unidos.

 

     El nativismo es otro de los factores que pretenden conservar la nación predominantemente blanca, de origen europeo y de preferencia protestante. Bajo esta perspectiva, se percibe a los inmigrantes como un grupo potencialmente problemático, social y culturalmente diferente. El nativismo denota un fuerte vínculo a un cierto grupo en el cual uno ha nacido. Esta amplia denominación les permite englobar casi cualquier tipo de organizaciones de extrema derecha, como por ejemplo el Ku Klux Klan. El nativismo considera que ciertas influencias originadas en el exterior amenazan la vida interna de la nación. Se trata de una intensa oposición a una minoría interna con base en sus conexiones anti-estadounidenses externas. En todos los casos, se acude de modo manipulado al patriotismo como un elemento básico y presente. En la presente centuria, el rechazo nativista se manifiesta de forma más virulenta contra las minorías no blancas.[v]  La corriente nativista pone énfasis en las fronteras, con la función de detener, como ocurre hoy con México, la entrada no sólo de la fuerza de trabajo, sino de un inmenso flujo de personas «no deseables» que, considera contaminante de la primacía blanca. La mejor expresión de ello la aporta Samuel P. Huntington en su libro Who are We,  donde argumenta con enfoque xenófobo, racista y nativista la amenaza que la migración desde América Latina ?y sobre todo, la mejicana?  representa para la identidad cultural y la seguridad nacional del imperio.

 

       Junto a lo señalado, se advierte el papel de otro nutriente: el populismo, que es también un fenómeno instalado en la cultura política y hasta en la cultura nacional de ese país, si bien se ha expresado desde un punto de vista institucional  en determinados agrupamientos formales, de la sociedad civil, del movimiento social, así como en partidos políticos y entidades que funcionan al interior de éstos. Posee, desde luego, una connotación política, en la medida en que se proyecta contra la autoridad del gobierno, del estatus-quo, en que apela a la violencia verbal y física también, y en que se expresa, interrelaciona y hasta funde, con la derecha radical o extrema derecha, con sus organizaciones políticas, insertándose en el movimiento conservador. El populismo, sin embargo, viene a formar parte del ADN cultural de la sociedad estadounidense, al argumentar una sensación de amenaza, asociada a la presencia o ingreso en la nación de otros grupos, que amenazan o ponen en peligro a  quienes representan al populismo, cuya identidad es la del hombre común, el «pueblo», definido generalmente de modo difuso y confuso, pero como regla, alejado de la aristocracia, de la burguesía y la élites financieras e intelectuales. Esa percepción se apoya en valores básicos de la cultura norteamericana: el individualismo y la autodeterminación, el sentido del puritanismo religioso protestante y la idea de superioridad racial. A ello se suma una connotación patriótica (o más exactamente, patriotera, dada la manipulación que le acompaña) y nacionalista en su expresión chauvinista, denominada jacksoniana, dada el uso que de ella hizo el presidente Andrew Jackson antes de la Guerra Civil, que justifica el empleo de la fuerza y la violencia.

 

    Más allá de las elecciones de 2016

 

     El movimiento conservador cuyo desarrollo se hizo notablemente visible al comenzar la campaña electoral a inicios de 2016, alimentado por el resentimiento  de una rencorosa clase media empobrecida y por la beligerancia de sectores políticos que se apartaban de las posturas tradicionales del  partido republicano,  rompe en ese marco  los moldes establecidos, evocando un nacionalismo   chauvinista como el aludido, acompañado de reacciones casi fanáticas de intolerancia xenófoba, racista, misógina[vi]. Ello reflejaría la frustración del sector de hombres blancos adultos, acumulada desde los años de 1960, a partir de hechos como la emancipación de la mujer, la lucha por los derechos civiles, las leyes para la igualdad social, el dinamismo del movimiento de la población negra y latina, de homosexuales y defensores del medio ambiente y de la paz, por considerar que le han ido restando poder y derechos, así como robando sus espacios de expresión. Se trata de ese sector de clase media, que fue orgullo de la nación en la segunda postguerra, que se ha sentido maltratado por la última revolución tecnológica, por la proyección externa de libre comercio y las recientes crisis económicas.

 

    Esa clase media blanca, anglosajona y protestante,  que se considera afectada y hasta herida, reacciona contra lo que simboliza sus males e identifica como amenazas o enemigos a los inmigrantes, las minorías étnicas y raciales, los políticos tradicionales. Intenta reducir la competencia, que considera injusta, propone medidas proteccionistas, se opone a los tratados de libre comercio y pretende que los Estados Unidos sean la tierra prometida, pero sólo para los verdaderos norteamericanos.

 

     El proceso electoral de 2016 tuvo lugar en tal contexto de contradicciones que se registró un descontento popular sobresaliente con el establishment y con los políticos tradicionales, lo cual  impulsaría tanto a figuras como la de Bernie Sanders y como la de Donald Trump, en tanto personajes que en otras circunstancias hubiese sido casi imposible de imaginar como precandidatos viables de los partidos Demócrata y Republicano y como arribantes a las convenciones partidistas. Esta situación se explica por la presencia disruptiva de dos figuras que se definieron como no tradicionales, denominados outsiders, con propuestas radicales alejadas de los enfoques habituales, que apelaban a los sentimientos de desilusión o desconfianza, que recorrían a una mayoría antes silenciosa, pero ahora desbordada y dispuesta a castigar electoralmente a la clase política tradicional por su desconexión con la realidad de creciente desigualdad social, inseguridad laboral y estancamiento salarial que padece la otrora vigorosa clase media estadounidense.

 

    El sistema político norteamericano se ha venido erosionando en los últimos años con la emergencia de movimientos que se mueven por fuera de los partidos, con orientaciones contrapuestas, como sucedió con el  Tea Party y  Occupy Wall Street, como resultado de la alienación laboral y el malestar social de jóvenes, minorías raciales y étnicas, e inmigrantes ante la dramática reducción de sus posibilidades de inserción en la presunta sociedad de oportunidades tan  propagandizada por el mito del «sueño americano». No es de extrañar, pues, que se haya evidenciado un desafío existencial contra las instituciones partidistas tradicionales como mecanismos de selección y para la elección de los representantes de la voluntad popular en la sociedad estadounidense, mediante candidatos inusuales u outsiders.

       

    Las tendencias autoritarias que se expresan hoy no son nuevas. En 1935, el primer intelectual norteamericano ganador del Premio Nobel de Literatura, Sinclair Lewis, escribió una novela titulada con ironía Eso no puede suceder aquí (It Can´t Happen Here), en la que dibujaba con estilo de sátira política  el posible ascenso del fascismo en Estados Unidos. La narración se colocaba en una escena imaginaria durante la crisis de la «Gran Depresión», en la cual Roosevelt perdía las elecciones presidenciales y el candidato de un partido totalitario, mediante un discurso populista y demagógico que apelaba a los ideales de la nación, asumía el poder en un momento crucial en la historia del siglo XX, con el surgimiento del fascismo en Europa y un New Deal en marcha, cuyos exitosos resultados aún no se percibían. La obra de Lewis resumía la cosecha cultural de pasajes oscuros en los que habían florecido valores y acciones de carácter reaccionario, que alejaban a la nación sus tradiciones democráticas.

   

    En rigor, las particularidades históricas que conducen a la formación de la nación norteamericana, como ya se ha señalado, explican el hecho de que el espectro político allí se defina dentro de un marco tan estrecho que apenas establece diferencias entre demócratas y republicanos, o entre liberalismo y conservadurismo. Por una parte, existe una base histórica, a partir de la cual el país ha sido escenario de tendencias de derecha radical, con marcado extremismo político, visible desde el Ku-Klux-Klan, la National Rifle Association, el movimiento nativista, el populismo sureño, los grupos de orientación fascista, como los «cabezas rapadas» o Skinheads, hasta las organizaciones de la denominada «nueva» derecha, la derecha evangélica y el Tea Party. Por otra, sucede que en su devenir durante los últimos cuarenta años, los Estados Unidos han experimentado tales transformaciones que las contradicciones en que vive hoy, en términos ideológicos y partidistas, no pueden ya ser sostenidas ni expresadas por la simple retórica. Escapan a la manipulación discursiva tradicional ?mediática, gubernamental, política?, y colocan al sistema  ante dilemas que los partidos, con sus rivalidades, no están en capacidad de enfrentar, y que no llegan a cristalizar en un nuevo consenso nacional.

 

    La victoria electoral republicana en la contienda de 2016 ha mostrado la posibilidad de que las ideas y propuestas conservadoras de derecha radical hallen espacio, una vez más —en un contexto de crisis cultural, como ocurrió en los años de 1980?, en el sistema político y la sociedad civil en ese país. Aún y cuando no constituyan una práctica y una institucionalidad como las que acompañan a las expresiones históricas del fascismo europeo y latinoamericano, desde el punto de vista ideológico conforman una visión del mundo y un eventual proyecto político que pueden articular una tendencia que se aleje cada vez más de la tradición demoliberal norteamericana. Ante estas perspectivas, los Estados Unidos experimentarán una quiebra cultural progresiva, que le alejará del mito con que han vivido, desde su formación nacional, cual paradigma de la democracia, como símbolo de una tierra prometida, de igualdad de oportunidades.



[1] El líder histórico de la Revolución Cubana lo dejó claro: «en el propio pueblo norteamericano, al que nunca hemos visto como enemigo ni hemos culpado de las amenazas y agresiones que durante más de cuarenta años hemos sufrido, podemos percibir, a partir de sus raíces éticas, un amigo y un aliado potencial de las causas justas de la humanidad». Fidel Castro Ruz, La fuerza de las ideas (Discurso pronunciado en la clausura de la Conferencia Internacional por el equilibrio del mundo, 29 de enero de 2003), Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2008, p. 22.

[2] De ahí que se afirme que en la sociedad estadounidense, nada sea más parecido a un liberal que un conservador, o que, como señaló el Comandante en Jefe, «allí hay un solo partido, porque no hay nada más parecido en este mundo que el Partido Republicano y el Partido Demócrata». Fidel Castro Ruz, «Discurso pronunciado en el encuentro de intelectuales brasileños, en Sao Paulo, Brasil, el 18 de marzo de 1990», en: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1990/esp/f180390e.html.



 

NOTAS

 

[i] El autor analiza  con mayor extensión la coyuntura electoral de 2016 en  trabajos anteriores.  Véase Jorge Hernández Martínez «Ideología, sociedad y política en Estados Unidos: las elecciones de 2016 y el fenómeno Trump», en: Temas de Economía Mundial, CIEM, No. 31, febrero, La Habana, 2017;  «Estados Unidos en transición. El trumpismo entre procesos electorales y ciclos históricos», en Huellas de Estados Unidos, No. 12, Abril, Cátedra de Historia de Estados Unidos, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Buenos Aires, 2017.

[ii] Véase Fareed Zakaria, «Can America Be Fixed? The Nex Crisis of Democracy», en Foreign Affairs, January/February, 2013.

[iii] Para la  comprensión del llamado «credo» norteamericano, véase  Gunnar Myrdal: An American Dilema, Panteón Books, N.Y., 1972.

[iv] Véase Jaime Zuluaga Nieto: «La construcción de la identidad nacional», en Marco A. Gandásegui y Dídimo Castillo Fernández (Coordinadores),  Estados Unidos: la crisis sistémica y las nuevas condiciones de legitimación, CLACSO/Editorial Siglo XXI, México, 2010, pp. 157-160.

[v]  Véase Jesús Velasco, «En defensa de la patria: derecha radical y conservadores contrarios a la imaginación», en: Istor, revista de historia internacional, CIDE, Año 7, Nº. 28, México, 2007.

[vi] Véase Robert Kagan, «Trump is the GOP’s Frankenstein monster», The Washington Post, February 26th, 2016.

Jorge Hernández Martínez

(Cruces, 1949). Sociólogo y politólogo. Profesor-Investigador del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) y Presidente de la Cátedra «Nuestra América» de la Universidad de La Habana.

 

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