«Venezuela tiene una dura situación humanitaria», una frase que a golpe de eco hace de ese país el agujero negro mayor del planeta Tierra para todo aquel que crea ciegamente en esas informaciones virales que pretenden erigirse como verdades absolutas. Sin siquiera corroborar in situ la tal gravedad por la que, según ciertas voces, atraviesa esa nación sudamericana, es evidente la mala intención que se cierne detrás de afirmaciones tan ligeras cuando cualquier persona medianamente informada, sabe con certeza que difícilmente pueda acercarse esa crisis de supuestamente grandes proporciones a la hambruna de millones de niños en Yemen o al éxodo sirio por la guerra o al suplicio de las familias de las niñas secuestradas en varios territorios africanos por extremistas o al caos callejero en Haití de ciudadanos que piden la renuncia de su presidente, en un país con una deuda social impagable. Y pudiéramos incluso poner ejemplos de verdadera crisis en pleno corazón de la civilizada Europa, allí donde hay campos de refugiados tratados como mercancía no rentable, una especie de merma humana.
Pero a los que siembran la matriz de «Venezuela al borde del precipicio» no se les ocurre hacer semejantes comparaciones, nada conveniente a sus intereses. A los pregoneros de tempestades ni siquiera les sobreviene mirarse por dentro y siguen empeñados en ver la paja en el ojo ajeno. Sin ir más lejos, por ejemplo, tenemos a un Iván Duque que vuelve a tocar la puerta de la Casa Blanca con la misma arenga complaciente con la que busca seducir al que maneja los hilos, el belicista Donald Trump. ¿Será que Duque desconoce que «crisis humanitaria» es un concepto que se aplica mucho más a medida en algunos rincones de la geografía colombiana que en Venezuela? Y no hay que ir al pasado de la guerra —que para nada es pasado sino un presente camuflado por los cantos de una paz que lejos de construirse se hace trizas—en este minuto hay comunidades nada pequeñas en el Cauca, el Catatumbo, Nariño, que desconocen la palabra tranquilidad, que permanecen en total marginación, y lo que es peor que la carencia, viven en constante pánico de ver desaparecer a los suyos en esa escalada de asesinatos sistemáticos que colma las páginas de medios alternativos pero que pocas veces llega a titulares de los grandes medios que se leen, se escuchan y se ven.
Al presidente colombiano no le ha importado tener bajo su jurisdicción una emergencia ambiental derivada de los malos manejos de la hidroeléctrica Hidroituango, ni que el gremio de educadores siga poniendo su gestión en jaque con nuevas paralizaciones de sus labores, ni que el Congreso le exija cumplir con sus compromisos en materia de paz, ni que ocurran atentados en el centro de Bogotá y no tome cartas en el asunto más allá de despotricar del contrario y envenenar a la opinión pública. Buena parte de los ciudadanos le sugiere a Duque que debería ir a Estados Unidos a buscar apoyo, sí, pero para la reconstrucción del tejido social y económico que casi 70 años de conflicto armado han destruido en Colombia y no para mostrarse dispuesto a asumir el trabajo sucio que los de Washington planean para que ejecute el vecino que mejor se comporta como títere leal.
Ni siquiera le ha importado que allí, en la tierra del zar de las excentricidades, la más alta oficialidad de gobierno no se tome la molestia de aprenderse correctamente sus apellidos y en lugar de «President Duque» le llamen «Presidente Márquez». Tampoco que Trump hable de Colombia como el jardín anexo a la Casa Blanca al confirmar como cierto el reciente rumor sobre el envío de tropas estadounidenses a suelo colombiano —concretamente 5 mil soldados, según rezaba el escrito en la agenda del Asesor de Seguridad Nacional John Bolton— como quien saca a su perro a pasear por el patio. Duque, en cambio, asiente automáticamente cada capricho o idea desproporcionada de su interlocutor; intercambian saludos y sonrisas cómplices como ya han hecho en ocasiones anteriores.
«Que entre la ayuda humanitaria», es el cacareo del momento. Una «ayuda» que se acopia en Bogotá, que presuntamente viene de muchos interesados en alimentar y socorrer a venezolanos famélicos y moribundos —porque así pinta la realidad cuando dicha asistencia supera los cien millones de dólares, acompañada, según cuentan, de medicamentos y comida. Pero de qué humanitarismo se habla si tal gesto no ha sido avalado por las organizaciones correspondientes como la Cruz Roja, ni siquiera dentro de Colombia y viola el principio elemental de neutralidad e imparcialidad al escudarse tras ella la oposición interna y externa que pretende derrocar a Nicolás Maduro.
Mientras el autoproclamado presidente Juan Guaidó advierte de fechas límites —dice que el 23 de febrero la Fuerza Armada Nacional Bolivariana debe definirse «si al lado del pueblo y la Constitución o del usurpador»— el padrino Duque presta su territorio para una nueva reunión del Grupo de Lima dos días después del plazo dado como ultimátum.
Triste papel sigue jugando Bogotá en esta embestida global contra el chavismo. Se le ha visto involucrada incluso en los actos de agresión y magnicidio frustrado, tal y como lo corroboraron los mercenarios apresados hasta ahora por el gobierno bolivariano. Sigue siendo la intervención militar la carta más peligrosa, no descartable de acuerdo con las amenazas de Trump, quien habla de «plan B, C, E y F» sin ofrecer más detalles y acentuando la peligrosa incertidumbre del momento.
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