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El favorito esposado

22 ago. 2018
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Brasil vive hoy día la crisis de todos sus poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Se adiciona al caos la ausencia del estado de derecho y de democracia, en medio de un sistema electoral también de dudosa transparencia; de otra manera es imposible explicar la inédita situación de que, a menos de dos meses de las elecciones presidenciales, exista un candidato oficial en boleta sin posibilidades de hacer campaña ni ejercer sus derechos políticos porque está tras las rejas. Para rematar, no es un aspirante menor en medio de los 13 contendientes, sino el que en este minuto ostenta la mayor intención de votos, es decir, que si las elecciones fuesen mañana, Luis Ignacio Lula Da Silva, la apuesta del Partido de los Trabajadores y dos veces presidente del país, se alzaría con el triunfo.

El asunto tiene ya larga data. Y precisamente su nebulosidad es lo que pone absolutamente en duda los argumentos acusatorios hacia el hoy postulante en prisión. A Lula se le ha tejido un entramado jurídico que por sí solo ha sido incapaz de sostenerse como auténtico, creíble y mucho menos justo. En primer lugar, después de mucho escarbar e intentar asociarlo a todo tipo de escándalo de corrupción, un fenómeno enquistado en la élite política sin distinción de partidos ni ideologías, solamente pudo establecerse un precario vínculo con un caso de «soborno» que realmente roza en lo ridículo. El premio en cuestión al exmandatario por supuestos favores a una constructora brasileña fue, nada más y nada menos, que un apartamento cerca de la playa un tanto lujoso. Pienso en este minuto en las cuentas en paraísos fiscales de centenares de altos funcionarios en toda América Latina —por solo circunscribir el ejemplo al caso reciente de los Papeles de Panamá— y que la inmensa mayoría sigue en sus puestos presidenciales, ministeriales o empresariales, y es cuando el tema de la residencia playera se vuelve, a todas luces, un teatro bien interpretado pero mal escrito.

Y ni tanto, porque aun en medio de la confabulación, la historia ha quedado coja. Jamás han podido demostrar un título de propiedad a nombre de Lula o su difunta esposa. Por demás, el acusado no ha eludido ninguno de los procesos, ha enfrentado las acusaciones con la frente en alto, ha conminado a sus inquisidores a que muestren evidencias, se ha puesto a disposición de la justicia y hasta caminó hacia su propio reclusorio como ejemplo de «quien no la debe, no la teme». Incluso, si el líder del PT fuese realmente culpable, es indudable que ha tenido sanciones desproporcionadas, 9 años primero elevados a más de 12 después, como si se tratara de sacarlo de la arena pública y política hasta lograr su anulación como figura de amplio reconocimiento y aceptación popular, pero ha sido un esfuerzo vano.

Lula se convirtió en el blanco en su país cuando el primero de los objetivos de la derecha fue derribado, su correligionaria Dilma Rousseff. Sacando a la entonces Jefa de Estado constitucional, también por un amañado proceso jurídico-parlamentario muy de moda en la región, y enfilando los cañones hacia su mentor y amigo, fue la misma cosa. El dúo que había logrado relanzar a Brasil económicamente, acortar la brecha social e incomodar a los acomodados, que chupan de la ubre de gestiones políticas que alimentan a unos y acentúan la miseria de otros, no iba a permitir que se echaran por tierra los años de buena gobernanza del PT y se sumiera al gigante sudamericano en la rueda de la recolonización neoliberal que vuelve mercancía todo recurso o servicio público.

No existe ningún experto ni medio de comunicación que pueda negar que el esplendor brasileño se logró con los mandatos consecutivos de Lula y Dilma. Destronar a estos líderes no ha devuelto estabilidad de ningún tipo a la nación, por lo cual se desmorona por sí sola la tesis de que la crisis era provocada por la gestión de la fuerza progresista. El golpista Michel Temer lleva ya dos años en el poder y lejos de menguar, han seguido destapándose casos de legítima corrupción, las calles siguen en constante efervescencia y el país se asoma al precipicio por un cúmulo de privatizaciones, un aumento de las tarifas en los bienes, productos básicos y servicios, en resumen, el encarecimiento de la vida.

Ha sido durante el mandato de Temer —el mismo al que un empresario chino saludara como «Mr. Fora Temer», en franca confusión del lenguaje pero que evidencia cual alto y lejos se han escuchado las demandas populares de los brasileños para que este títere político abandone la alta magistratura— que han sido encarcelados, y no a lo Lula, sino debidamente comprobados y juzgados, los principales cabecillas del proceso de «impeachment» contra Dilma. La trama ha salpicado al mismísimo presidente de facto, pero en este caso ha predominado la impunidad.

Se avecinan días complejos, Brasil todo lo sabe bien. La campaña por la liberación de Lula crece, se siente dentro y fuera de fronteras. La exigencia para que el candidato contienda en igualdad de derechos y deberes viene de voces internacionales prestigiosas y con conocimiento de causa. Naciones Unidas ha abogado por el respeto al debido proceso y el esclarecimiento del entuerto, de hecho, el Comité de Derechos Humanos pidió al gobierno brasileño que se le permita al prisionero participar en los comicios. Sin embargo, la campaña electoral ya avanza con la ausencia visible de su favorito en las encuestas. Un nombre intenta imponerse y ganar terreno, el vendido como antisistema pero defensor de la dictadura pasada, Jair Bolsonaro, con el terrible antecedente de ser llamado el «Trump brasileño». La cuenta regresiva para el desenlace del aspirante encarcelado también ha comenzado y la pregunta sin respuesta es si finalmente el fallo del Tribunal Superior Electoral es favorable o no a que Lula compita por la silla en el Palacio de Planalto. Si solo nos guiamos por el historial de negativas en distintas instancias a los recursos presentados por la defensa, las esperanzas de verlo ocupando una casilla en la boleta final son escasas. Definitivamente, es tan cierta su popularidad que el miedo a que gane limpiamente será el que termine por dejarlo esposado.

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