Se llegaba ese día en La Habana al acuerdo más importante y último dentro de lo que sería el hoy Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Dos meses después, el 24 de agosto de 2016, vería la luz este valioso instrumento, conseguido tras poco más de 3 años y 9 meses de negociaciones públicas, algún tiempo antes de exploraciones y contactos secretos, y muchísimos otros intentos frustrados de diálogo político durante una guerra de incontables víctimas que acumulaba ya más de 6 décadas.
Habría después otras dos fechas importantes de sendas ceremonias formales de rúbrica de la paz, la pomposa de Cartagena, pero desechada tras el No que el plebiscito popular le dio al texto consensuado, y la del Teatro Colón en Bogotá, más modesta pero definitiva. Sin embargo, ninguno de los eventos posteriores al encuentro de Santos y Timochenko en La Habana aquel 23 de junio de 2016, fue más estridente, al punto que, cuando del acuerdo de paz se habla, la foto más socorrida es ese abrazo de 3 que Castro propició.
También se impone ese evento por sobre los demás por lo inesperado que resultó en medio de una negociación que parecía estancada por entonces, sobre todo después de haber rebasado la fecha límite del 23 de marzo de ese año, un intento fallido de ponerle punto final al diálogo. En segundo lugar, por el apoyo internacional que tuvo con la presencia en la capital cubana de 6 presidentes latinoamericanos y tercero, porque se estaba anunciado por voz de los máximos implicados en el asunto, que las FARC dejarían las armas y con ello terminaría el enfrentamiento armado. Analizado desde la óptica de los 4 años transcurridos, es también la rúbrica más importante, a pesar de que entonces era apenas el tercer punto de una agenda de conversaciones de 6 acápites, porque ha sido el único cumplido dentro de las más de 300 páginas de compromisos ahora engavetados.
No sorprende la no concreción de lo plasmado en papel, creo que ni a los mismos exinsurgentes, o al menos a los que se vieron las caras con sus adversarios del gobierno. Hubo demasiadas reticencias en el camino de las pláticas para acordar letra por letra. A la postre, parecía demasiado bueno como para ser verdad que el Estado colombiano se hubiese comprometido con una reforma agraria integral, una reforma política y electoral, la sustitución de cultivos ilícitos en lugar de la erradicación forzada. Hoy esas aspiraciones se reducen a promesas que esperan por quorum legislativo, y leyes que se quedan en proyectos sin los votos suficientes o con tantas modificaciones como para perder su esencia.
Es la famosa óptica del vaso medio lleno o medio vacío cuando del cumplimiento de los acuerdos de paz se habla. La respuesta va en dependencia de a quién se le pregunte. ¿Hay paz en Colombia? ¿Se ha puesto en práctica lo pactado? Si toca contestar a los del gobierno, a algún que otro funcionario de Naciones Unidas o a un ciudadano de las grandes ciudades colombianas puede que tengan una respuesta afirmativa que inmediatamente justificarían con el desarme efectivo de las FARC y su conversión a partido político que ya incursionó en procesos electorales; las miles de muertes que se han evitado desde entonces; la eliminación de la horrorosa práctica del secuestro, tan habitual en el pasado reciente de la nación; y la puesta en práctica del sistema de Justicia Especial para la Paz, el inédito mecanismo para que no haya impunidad en los otrora actores armados. Y justamente todo eso que sí se está cumpliendo forma parte del cuerpo del acuerdo rubricado aquel 23 de junio: el calendario para la dejación de armas, las garantías de seguridad para los guerrilleros en su reincorporación a la vida civil y a la legalidad, así como las reglas para impartir justicia. Todo lo concerniente al Fin del Conflicto como subtema, el único punto que verdaderamente interesaba al gobierno de Santos y al de su sucesor, Iván Duque, y aunque a éste último se le achaca la no voluntad de paz, desde la misma administración firmante de los acuerdos ya se veía a las claras la intención de engavetar u obstaculizar el resto de los asuntos.
Es así que, si le hacemos la misma pregunta a un excombatiente de las FARC, a un campesino, a un indígena, a una mujer rural cabeza de familia, a un activista político de oposición, a un integrante de organizaciones sociales defensoras de la paz, o a un analista internacional con una visión amplia del fenómeno, la respuesta sobre el líquido del vaso sería bien pesimista. No hay guerra declarada, hay menos muertos, sí, pero quienes han dejado de morir son los solados y la policía para pasar a ser los ahora rebeldes desarmados quienes ponen la carne frente al cañón traicionero de los asesinatos selectivos. Y junto a ellos, aquellos indefensos que antes se sentía protegidos por la insurgencia verde olivo allí donde gobierna el desgobierno. Se acabó la guerra de guerrillas y comenzó la matanza a cuenta gotas en la que «nadie» sabe quién dispara la bala.
Los blancos preferidos de los asesinos, son los mismos que exigen que se cumpla todo aquello prometido: un pedazo de tierra, el título de la que se tiene de manera ilegal, recursos para hacerla producir y no tener que sobrevivir con lo que se da sin grandes esfuerzos: la coca. Así es en el campo, cuando en la ciudad se exige parar la corrupción política que tiene minada las instituciones de gobierno. En las últimas elecciones regionales hubo menos violencia, sí, pero se quitó del medio, a la misma vieja usanza, a aspirantes a alcaldías y gubernaturas que no eran «idóneos» a los intereses de la clase que se resiste a perder su clase y no tiene la menor clase. En resumen, la «mermelada» sigue untándose igual que antes, no hay reforma a la vista que la diluya.
Y si los incumplimientos se quedaran en un simple malestar ciudadano, la cosa no iría a mayores, porque Colombia no es el único país de políticos corruptos reacios a perder sus privilegios. La cuestión es que, lo que sí la distingue, y para mal, es que los de más abajo en la cadena se van al monte ante el menor sentimiento de desamparo, fusil en mano, a darse plomo con quien intente frenarle el paso, y no pocos, acuden al negocio de las drogas como sustento de vida.
La realidad es que de los 12 mil hombres de las FARC que entregaron las armas, hoy día puede que ya haya unos 4 mil nuevamente reestructurándose, entre los desertores y los que jamás se sometieron a los «beneficios» de la paz. Las llamadas disidencias vienen a ser más peligrosas que la guerrilla misma en su momento, porque persisten las divisiones entre los frentes, hay rivalidad por el mando único y ya no se mueven por ideales nobles, aunque la aspiración al poder político persista en algunos de los que han retomado la rebeldía. Se suma la multiplicidad de grupos ilegales coexistiendo y disputándose territorios con mayor ferocidad que antes, cuando el país estaba repartido en zonas de influencia. Una realidad que se complejiza y que en poco tiempo podría retrotraer las peores prácticas violentas del pasado, mientras que la foto del 23 de junio de 2016 se vuelve un documento histórico de archivo.
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