A América Latina el coronavirus llegó después que ya hacía estragos en Asia, Europa, e incluso, América del Norte, sin embargo, si de virulencia se trata, la región había comenzado desde mucho antes que el paciente cero de Covid a vivir una ola de contagios de rebeldía popular. La emergencia sanitaria fue una especie de barrera de contención para una furia ciudadana que tenía a no pocos políticos de Latinoamérica en jaque. Pero entre propagación infecciosa y muerte, protestas y represión, como denominador común en esta parte del mundo, se vino abajo el plan golpista en Bolivia y Venezuela terminó el año con una estabilidad política, institucional y social que echó por tierra los múltiples intentos por destronar al chavismo. Dos cartas de triunfo para la izquierda frente a una derecha defensora del neoliberalismo que hacía aguas en Chile, Ecuador o Perú, por citar los casos más críticos.
Si bien los masistas de Evo Morales recuperaron el poder usurpado, un año de gobierno golpista fue demasiado tiempo para los bolivianos. Lo que había tardado décadas en enderezarse, en materia económica, pero fundamentalmente en el ámbito del bienestar social, un grupo de títeres de retablo lo desbarataron en cuestión de meses. Aun así, sufrieron el mayor ridículo de sus vidas, porque ninguno de los interinos se esperaba, por la fuerza de la historia, que un golpe de estado tan minuciosamente pensado y ensayado pudiera ser revertido tan solo con las armas de la democracia y el voto como punta de lanza. Y sucedió, la fórmula defensora del proyecto de país del expresidente indígena, encarada por Luis Arce y David Choquehuanca, se alzó con el triunfo con una holgura tal que fue imposible inventarse un complot de fraude o cualquier otro truco reciclado. Y lo hicieron aún y cuando jugaron con las cartas y los jueces del adversario, lo que se traduce en una victoria aplastante. A la camarilla de Jeanine Añez no le quedó más que probar de su propia medicina y huir. La profética promesa de Morales se cumplió y volvió «hecho millones».
Mientras se estabilizaba Bolivia, Venezuela ya vivía su recta final para otro proceso electoral más, el número 25 en 20 años de chavismo. Y si bien éste no era presidencial, tenía una importancia igual o superior porque se trataba de elegir la instancia legislativa, el punto de partida de la guerra de poderes que desató todas las crisis posteriores en el último lustro. Se buscaba, sobre todo, devolverle la legalidad a la Asamblea Nacional, en desacato desde prácticamente la instauración misma de su legislatura de 2015, por irregularidades en la elección de algunos diputados. La Asamblea era el último reducto de la oposición, dominaban este órgano, aunque con brazos atados por su nulidad, y se negaban a perderlo por lo cual torpedearon de todas las formas posibles los comicios parlamentarios. Los opositores lo intentaron todo: descrédito internacional, llamados a desconocer el proceso, la no participación, sabotaje al Consejo Nacional Electoral, planes intervencionistas, la promoción de medidas de coerción económica por parte de Estados Unidos, pero atentó contra ellos mismos las riñas internas. La profunda fragmentación en las filas opositoras, unido a una estratégica campaña del gobernante Gran Polo Patriótico, hizo que finalmente, en la composición del nuevo congreso unicameral, el chavismo se impusiera cómodamente y obtuviese la necesaria súper mayoría de los dos tercios, que le permitirá obrar en materia de leyes sin grandes contratiempos, una vez instalados el 5 de enero de 2021. Tras el 6D, la nueva maniobra de la derecha de casa y la externa fue descalificar los resultados basados en el alto abstencionismo, cercano al 70%, un dato en el que se conjugaron muchos factores, pero que no deslegitima en lo absoluto la elección dada la máxima que en democracia se gana así sea por un voto y en el mundo civilizado se sobran los ejemplos de parlamentos y hasta presidentes elegidos con porcentajes minúsculos, pero igual de valederos.
Como siempre en las últimas dos décadas, el mundo miraba con lupa a Venezuela mientras Latinoamérica parecía caerse a pedazos en este 2020 y nadie se escandalizaba por ello. Perú tuvo tres presidentes en una semana y calles desbordadas de ciudadanos pidiendo la renuncia de todos sus políticos con dos muertos en medio de la tragedia política. El Congreso de Guatemala ardió en llamas y esta vez no fue una metáfora, también se exigía la salida inmediata del presidente del país. En Chile, el ministro de Sanidad contabilizó los muertos por Covid como «recuperados» con un argumento de espanto: «han dejado de ser contagiantes, no son una fuente de contagio para otros y los incluimos como recuperados»; y en este mismo país austral, Carabineros disparó contra dos niños de un hogar del Servicio Nacional de Menores, en otras palabras, niños tutelados por el Estado y violentados por el propio Estado, y este horroroso hecho no podía verse como aislado, pues le antecedían extensos informes de denuncia sobre sistemáticas violaciones a los derechos de los infantes chilenos «amparados» por hogares estatales. En la ecuatoriana ciudad de Guayaquil, las familias incineraron a sus muertos en la vía pública ante la vista gorda del gobierno al caos sanitario. Nayib Bukele asaltó su propio parlamento con un séquito de militares que empuñaban armas largas, pasándose la separación de poderes, la constitución salvadoreña y la democracia por la planta de los pies. Jair Bolsonaro manipuló instituciones de gobierno, así como organismos policiales y judiciales brasileños para salvar de la cárcel a sus hijos corruptos, cargando sobre sus espaldas la mayor cantidad de contagios y muertes por coronavirus de toda América Latina. En Colombia, los asesinatos a exguerrilleros de las FARC, a activistas sociales, ambientales o políticos, a líderes de comunidades indígenas, afrodescendientes o de alguna otra minoría, fueron tan descarados como cotidianos en los últimos 12 meses, sin embargo, tal parece que no se trataba de vidas humanas por la indiferencia con que se ha asumido el genocidio.
A estas particularidades se suma un escenario común a todos los estados de la región: el impacto de la pandemia que trajo como consecuencia mayor contracción económica, aumento del desempleo y de los índices de pobreza. Y al interior de las familias, luto por sus muertos, desamparo y temor por sus enfermos con secuela, pánico ante la expansiva propagación de la enfermedad entre los suyos aún sanos y mucha, muchísima cuota de incertidumbre a futuro sobre el acceso a las probables vacunas.
La pregunta-deseo-aspiración es si con el cambio de calendario se sacude y barre «lo malo» de este año como si del polvo de casa se tratase. Ojalá fuera tan simple. Puede haber algo de misticismo, de fuerzas divinas o supraterrenales, pero hay demasiado de la obra humana, sobre todo, de la obra mal hecha, egoísta y despilfarradora de los hombres, de los hombres públicos —los políticos— y de los de a pie en lo que sucede en el día a día. El 2020 trajo una pandemia consigo que nos mostró también hasta dónde pueden ser capaces de llegar las miserias humanas.
Comentarios