Contrapunteo

Ecuador: una continuidad con tintes de ruptura

29 ago. 2017
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Con la victoria de Lenín Moreno en las elecciones presidenciales de 2017, Ecuador frenó la arremetida derechista del hemisferio occidental, le apostó a la continuidad de un gobierno progresista y rompió la cadena de derrotas de la izquierda latinoamericana en el último período. La Revolución Ciudadana impulsada por Rafael Correa demostró tener herramientas efectivas para la transformación de la sociedad a través de un modelo económico centrado en el ser humano y no en el capital.

LAS URNAS

La campaña electoral traspasó las fronteras del pequeño estado ecuatoriano. Se decidía más que un proyecto político nacional; el continente entero miraba atento el desarrollo de la contienda y los grupos de poder jugaban sus mejores cartas en función de sus intereses particulares.

Fueron necesarias dos vueltas para elegir a un ganador, pues en primera ronda el aspirante por el partido oficialista Alianza País, Lenín Moreno y su vice Jorge Glass —los hombres de Correa— quedaron a solo décimas de obtener sus puestos en el Palacio de Carondelet. Era preciso alcanzar el 40% o más de los votos y al menos diez puntos porcentuales de diferencia con el contrincante más cercano. Lenín logró la distancia necesaria mas no la cantidad de boletas requeridas. Sin embargo, consiguió más de un millón de seguidores por encima de Guillermo Lasso, el candidato presidencial derrotado por segunda vez, pues Lasso también midió fuerzas con Rafael Correa en los comicios de 2013. De no haber habido ocho aspirantes a la presidencia o de existir otro sistema electoral en Ecuador, Lenín Moreno hubiese sido jefe de estado en única vuelta. Pero hubo que ir a balotaje para finalmente triunfar.

El proceso fue difícil, no exento de intentos de fraude, sabotaje electrónico, amenazas de violencia y desestabilización, incluso chantajes y sobornos, tanto en las campañas como en las votaciones. Resultó favorable para el éxito de Alianza País el referendo sobre cargos políticos y paraísos fiscales en el cual los ecuatorianos decidieron por una holgada mayoría que ninguna persona con aspiraciones de gobierno podía tener cuentas «off shore». Ello, sumado al escándalo de evasión fiscal del candidato opositor, fue un elemento clave en la victoria de la fórmula Moreno-Glass.

Unos 12,8 millones de electores con derecho y obligación al sufragio tuvieron ante sí dos alternativas: mantener la ruta iniciada en 2007 con el primer mandato de Correa o retomar la senda neoliberal que proponía rescatar Lasso, por demás un banquero pudiente de la misma estirpe de aquellos que abocaron al país al llamado corralito financiero de finales de los noventa, cuando la crisis del feriado bancario.

El reto mayor fue seducir a ese nada despreciable segmento de población indecisa, poco influenciable por la retórica política, que, en el caso de la derecha, basó su predecible discurso en los errores de la gestión de Correa y las críticas a su personalidad, las cuales recayeron con fuerza en el binomio oficialista.

EL PAÍS QUE AMA LA VIDA

Rafael Correa llegó a la primera magistratura de la nación por la vía democrática. Su revolución fue a través de las urnas y por ello la nombró «ciudadana». Dio prioridad a la reinstitucionalización del país, cambió la Carta Magna, ganó más de una decena de procesos electorales, se legitimó dos veces como presidente y salió airoso de un intento de golpe de Estado.

Con una formación académica como economista, en universidades ecuatorianas, europeas y estadounidenses, puso el énfasis en la administración de los recursos y fondos del Estado, mucho más que en la movilización política. Aprovechando el boom petrolero, sacó al país de la parálisis a la que lo había sometido la crisis financiera y revirtió los indicadores más deprimidos hasta ese entonces: reducción de la pobreza, empleo, inversiones.

Convencido de que lo único que logró exportar el neoliberalismo fue seres humanos, centró sus mandatos en rescatar el sentimiento de orgullo y nacionalidad, en hacer fuerte y competitivo al país. A juicio del mandatario, lo que define al socialismo del siglo XXI, al que le apostó Ecuador, es la supremacía del trabajo humano sobre el capital con salarios dignos, seguridad social y equidad en el reparto de bienes, porque cualquier proceso de cambio verdadero tiene que garantizar la justa distribución del ingreso y las riquezas. Trabajó por hacer de Ecuador una sociedad con mercado y no «de mercado». Fueron estas las claves de Correa para revertir «el fenómeno de los promedios» que esconde terribles realidades: «América Latina es la clase media mundial. Uno puede encontrar ricos más ricos que en Suiza y pobre más pobres que en África».

La gestión correísta tomó tres decisiones trascendentales: renegociar la deuda externa, replantearse los contratos petroleros de modo que cambiara la ecuación rentista a favor del Estado —33 mil millones de dólares ganados que de lo contrario hubiesen ido a parar al bolsillo de las petroleras— y luchar contra la evasión tributaria. En este último punto, triplicó la recaudación fiscal, no por el aumento de impuestos, sino por la eficiencia y transparencia de los ya determinados; cuando quiso establecer nuevos gravámenes a los ricos a través del fallido proyecto de ley, conocido como Impuesto a la Herencia y Plusvalía, tuvo una oleada de protestas en su contra.

En lo social, dio gran importancia a la educación. Podría decirse que emprendió una verdadera revolución educativa: «Seamos globalizados para compararnos a los mejores (...) para aspirar a lo más alto; un sistema de educación superior que pueda estar entre los mejores del mundo». En consonancia con que el principal recurso de un país es su gente, duplicó la inversión en ciencia y tecnología y fortaleció la gestión del conocimiento.

Sin embargo, luego de varios años de crecimiento y de encaminar al país hacia la senda del desarrollo, en 2015 y 2016 confluyeron diversos factores internos y externos que hicieron tambalear el proceso de cambio. Correa calificó lo sucedido como «la tormenta perfecta». Primeramente, se produjo el colapso petrolero, se desplomaron los precios del crudo y hubo que gobernar con cero ingresos. A la par, una caída brutal de las exportaciones, la apreciación del dólar en una economía dolarizada —sin moneda propia— e indemnizaciones millonarias que tuvo que pagar el Estado ecuatoriano al perder una serie de juicios por demandas interpuestas por las transnacionales gracias a la connivencia de dichas empresas con los jueces de arbitraje.

Para rematar, en el mismo período se dieron varias emergencias ante desastres naturales: volcanes en acción, inviernos duros, inundaciones severas por el fenómeno de «El Niño costero» y la mayor tragedia del país en setenta años: el terremoto de Manabí.

La oposición culpó al gobierno de la recesión, sin mencionar que la conjunción de estos sucesos impactó directamente en la economía haciendo decrecer en doce puntos el Producto Interno Bruto. La derecha también ocultó que el ejecutivo superó la coyuntura adversa de los últimos dos años sin aplicar los acostumbrados programas de ajustes o paquetazos típicos en estos casos. Y es que la decisión política fue no afectar a los más pobres sino poner en práctica otras iniciativas como aranceles extraordinarios a ciertos productos de factura nacional, un ajuste en la inversión pública y una agresiva búsqueda de financiamiento externo para obtener liquidez.

De acuerdo con el presidente Correa, la diferencia en el manejo de la crisis de 1999 y la que tuvo que atravesar su administración radicó en que, en aquel momento, el poder político lo tenía el capital financiero y ahora se dio un claro liderazgo del Estado a favor de las mayorías, de ahí que afirmara en reiteradas ocasiones que «en Ecuador gobierna el pueblo». Para el estadista, el desarrollo es básicamente un problema político, luego viene la cuestión técnica. Es fundamental preguntarse entonces quién manda en una sociedad.

Los diez años de transformaciones socioeconómicas fueron el centro de los cuestionamientos de la oposición, unido a un ataque directo al estilo confrontacional de Rafael Correa, en múltiples ocasiones acusado de autoritario. El presidente comenzó una guerra contra los conglomerados mediáticos que le hizo ganar detractores entre los sectores ecologistas e indígenas por algunas controvertidas políticas medioambientales.

Pero fueron la ralentización del desarrollo y la contracción económica previa a las elecciones, el blanco de los ataques de la derecha para ganar terreno y propugnar la necesidad de cambio. Se pretendía repetir el escenario de las elecciones en Argentina, negando los avances de la gestión en el poder en materia de salud, educación, infraestructura, política exterior, soberanía de los recursos naturales. Sin embargo, la fórmula de la Revolución Ciudadana —de sortear las dificultades con el menor costo social para la gente— hizo que los ecuatorianos superaran el inmovilismo y la desesperanza. Supieron entonces que, en los comicios generales de 2017, estaba en juego la estabilidad política para una nación que antes de los dos mandatos de Correa había sufrido un ciclo de ingobernabilidad con siete presidentes en una década y un total de doce desde 1978, entre ellos uno por solo tres días y un triunvirato cívico-militar que duró apenas unas horas.

EL LEGADO DE LA REVOLUCIÓN CIUDADANA

El 24 de mayo de 2017 Lenín Moreno recibió los atributos presidenciales por elección ciudadana. Durante su investidura se declaró el Jefe de Estado de todos, de quienes le votaron y de quienes no. A su predecesor, el primer agradecimiento: «Los pueblos hacen la historia, pero los líderes aceleran los procesos, y esta Revolución tiene un nombre: Rafael Correa». Sin embargo, en los primeros cien días de mandato, el que fuera calificado de «presidente eterno» se convirtió para Lenín en «la mafia» y el «ovejuno» culpable de una profunda crisis económica y de la expansión de la corrupción; comenzó así una confrontación inesperada y estéril entre los dos rostros del progresismo ecuatoriano.

Moreno asumió la responsabilidad de gobernar consciente de que se enfrentaba a una etapa difícil en la que habría necesariamente que afianzar logros, corregir errores y relanzar al país a un estadío superior. Solo que dio un mal paso al señalar con el dedo acusador al anterior gobierno del que ha sido parte y heredero, porque su triunfo fue, en buena medida, gracias a la lealtad de los votantes de Correa. De hecho, no ha vacilado en enviar mensajes de rompimiento con el pasado: «En esta nueva revolución, el mandatario no envía dictámenes», «el que creía tener la verdad absoluta ya no está».

El hoy presidente no solo se adueñó del discurso opositor sobre el cuestionamiento de los malos manejos económicos de la gestión correísta —aunque hay que tener en cuenta que mantiene el mismo equipo económico que su predecesor— sino que en su plan dialogante, comenzó a estrechar el círculo con sectores de la oposición como la familia Bucaram, concretamente con el hijo del destituido expresidente ecuatoriano Abdalá Bucaram, un mandatario que legó al país una historia triste de verdadera corrupción y reparto de bienes públicos a manos de pequeños conglomerados económicos. Sobre este hecho afirmó Correa: «El diálogo es bienvenido, pero debes saber con quién te sientas a la mesa y no para dialogar con quienes saquearon a Ecuador». 

Es así que los ecuatorianos han pasado del abrazo de sus líderes a un capítulo de traiciones, grietas y groserías. Y el campo de batalla principal: Twitter, donde se han lanzado duras acusaciones. «Todo lo cínico, traidor y mediocre, será efímero», escribió Correa.  Entre las ripostas de Moreno, quien se muestra siempre más prudente, estuvo: «Para el odio, no cuenten conmigo». Se llegó al extremo de la polarización dentro del mismo bloque oficialista: los que son fieles a Correa y los que siguen la cruzada leninista. Lo que inició siendo un cambio de estilo muestra ahora fisuras y diferencias de fondo que han venido a enrarecer el panorama político.

Los leninistas consideran que Correa se resiste a dejar la cabeza de gobierno, que puede estar dando síntomas de querer recuperar la presidencia para el 2021 y que mide cada acción de su hijo político con su vara confrontativa. El propio Moreno lo acusó de padecer el «síndrome de abstinencia del poder».

Por su parte, los correístas consideran desacertado que Lenín quiera desmarcarse de esa forma de la anterior gestión y que ataque de manera tan enérgica a Correa, dibujando una crisis económica que, de acuerdo con el mismísimo asesor presidencial del actual Jefe de Estado, Ricardo Patiño, no tiene grandes proporciones, es más bien soluble.

El nuevo ejecutivo se comprometió con sostener la dolarización y defender la alianza entre los sectores público y privado. Ha sido ese guiño al empresariado del presidente Moreno el que le ha costado el rompimiento con su segundo hombre al mando, Jorge Glass. El Moreno amante del diálogo, el consenso y la reconciliación no tolera el desaire del vicepresidente y lo inhabilita.

Al dejar clara su toma de partido, defendiendo la postura de su anterior Jefe de Estado, Glass se convirtió en inviable para Lenín, al punto de que este lo despojara de sus funciones de vicemandatario y lo lanzara a las manos de la justicia por presunta implicación en el escándalo de corrupción de la constructora brasileña, Odebrecht. No pudo cesarlo del cargo porque en el caso ecuatoriano es un puesto elegido en las urnas. Alianza País vio fracturado su núcleo con esta divergencia entre el binomio en el poder.

En política exterior, la mirada de Lenín Moreno ha sido hacia el robustecimiento de la integración regional, fundamentalmente a través de la Comunidad Andina, la Unasur y la Celac. Pero ha tenido algunos pronunciamientos distanciados de la Revolución Bolivariana, con un discurso plano y apegado a la retórica tradicional en torno a la democracia, más típico de la derecha. «No deja de preocuparnos la cantidad de presos políticos. La democracia es aquella en la que los problemas se solucionan con el diálogo entre todos los actores», expresó.

Cuando América Latina y el Caribe vive hoy día una correlación de fuerzas políticas desfavorable para la izquierda, cuando se ha querido decretar precipitadamente el fin del progresismo en la región, cuando la derecha se alinea para retrotraer la época de cambio o «el cambio de época» que definiera el propio Rafael Correa, Ecuador vive momentos de ruptura y crisis política en lo que aparentemente era un proceso de continuidad.

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