El lobo renunció definitivamente a usar su traje de cordero. Cuando Lenín Moreno asumió oficialmente la presidencia del Ecuador, dejó atrás la sonrisa amigable que mostró en un inicio para celebrar el triunfo junto al principal artífice de su victoria, Rafael Correa. No tardó en dar signos de distanciamiento del proyecto heredado, del que él mismo fuera parte como vicepresidente en una primera gestión administrativa. Apuntaba a una continuidad con tintes de ruptura, pero a la luz de los acontecimientos, 28 meses después, las evidencias indican que jamás fue su intención ser coherente consigo mismo —o al menos con la imagen que había proyectado hasta ese momento— y leal a su compromiso con quienes lo condujeron hasta el Palacio de Carondelet.
Los pasos iniciales fueron confusos para el segmento más reticente de una izquierda que no podía creer que se tratase de una traición manifiesta. Muchos prefirieron atenerse al cuento de discrepancias con Correa por asuntos de carácter o de estilo, mientras bajo un discurso conciliador en demasía fue deslizando acciones propias de gobernantes más a la derecha en la balanza política hasta que finalmente abandonó el disimulo: puerta abierta a los acreedores internacionales al más auténtico sello de las políticas neoliberales y, en consecuencia, medidas domésticas diseñadas por esas instituciones financieras que son generosas en principio y aves de rapiña acto seguido.
Así llegamos al escenario de hoy. El país se enfurece y se revuelve por un «paquetazo» decretado por Moreno para responder a las exigencias que vienen acompañadas por el préstamo del Fondo Monetario Internacional. El FMI prometió una jugosa suma de poco más de 4 mil 200 millones de dólares, de los cuales ya erogó unos 900, a cambio de que el gobierno beneficiado entre por el aro de los ajustes de la misma forma que todos los demás. Y es que el Fondo, más que una entidad bancaria, juega su rol político, se convierte en el instrumento perfecto para estandarizar a nivel global un modelo económico funcional a los intereses de mercado.
El presidente ecuatoriano ha pretendido justificar sus decisiones para calmar a la ciudadanía, pero ha sido en vano. Hay una crisis fiscal en la nación —ciertamente no hay dinero en las arcas del Estado— que él prefiere aprovechar para atacar a su ahora oponente, otrora aliado, el expresidente Correa, acusándolo de ladrón. Sucede que la crisis no es nueva y tiene orígenes bien definidos entre los años 2015 y 2016 con el fin del boom petrolero, la caída en las exportaciones, la apreciación del dólar en una economía dolarizada como la ecuatoriana y otras coyunturas marcadas por una sucesión de desastres naturales.
Moreno asumió un país inestable pero en vías de recuperación. Lejos de enfocarse en el manejo de la situación económica siguiendo el plan de su antecesor —no afectar a los más pobres, fijar aranceles extraordinarios a ciertos productos de factura nacional, ajustar la inversión pública y emprender una búsqueda de financiamiento externo para obtener liquidez— optó por la receta contraria, pedir prestado, cuando aún no tocaba fondo, y hacer que los ciudadanos paguen el alto costo de la deuda. Al igual que la Argentina de los Kirchner, el Ecuador de Correa había logrado renegociar su endeudamiento externo, un esfuerzo que Moreno anuló de un plumazo al firmar el acuerdo con el FMI.
El que prometió gobernar para todos cuando recibió la banda presidencial es el mismo que ahora elimina el subsidio a los combustibles, provocando de inmediato la subida del precio de la gasolina y el diésel; el mismo que reduce las vacaciones de los empleados públicos de 30 a 15 días y rebaja en un 20% algunos salarios, por solo citar las determinaciones más impopulares y de impacto en las mayorías. No obstante, la indignación masiva es por el aumento de las tarifas al carburante porque es la única medida que se ejecuta iso facto, el resto necesita la anuencia parlamentaria. Además, las altas cotizaciones de los derivados del petróleo provocan un efecto dominó: se encarece el transporte, los servicios fundamentales y los alimentos.
Suficientes motivos para que una ciudadanía, ya inconforme con medidas anteriores, tome las calles exigiendo una reversión de los más recientes anuncios. Los transportistas fueron los primeros en convocar a un paro nacional pero estos terminan casi siempre cediendo por presiones de sus empleadores privados. Aun así, dejaron caliente la pista para el grupo que ahora mismo permanece firme en los reclamos. La masa indígena ecuatoriana se ha movilizado a nivel nacional y no pretende ceder hasta tanto el ejecutivo de Lenín Moreno dé marcha atrás. Parar a los indígenas es mucho más complicado porque son una comunidad prácticamente autónoma, sin compromisos con otras élites y que se saben fuertes, pues en el pasado han derrocado gobiernos y puesto a tambalear a otros. Máxime cuando no se han limitado a protestar desde sus tierras y han decidido tomar Quito. Es en la capital donde se gana una batalla, donde resulta difícil silenciar las luchas.
La situación ha subido de tono en pocas horas, los enfrentamientos se vuelven violentos y es allí donde se complejiza el panorama. El gobierno no ve las protestas como comunes o pasajeras cuando la respuesta que ha tenido es extrema: declarar el estado de excepción y mudar el puesto de mando. Moreno no solo huyó de Carondelet —y de la provincia— como si temiera un ataque, sino que desalojó a periodistas allí reunidos a la espera de una rueda de prensa ante la que jamás compareció. Luego apareció en televisión desde Guayaquil escoltado por el alto mando militar para hablar de «golpe de estado» y culpar a Nicolás Maduro y Rafael Correa de instigar a una desobediencia civil, una buena aunque reciclada estrategia para desviar la atención de lo importante y urgente, porque bastante mal parado lo deja esta fuga. Capitán que se respete no abandona el barco en pleno naufragio, ni muchos menos se escuda en el bote salvavidas, que es lo que viene siendo la ciudad a la que migró, fuerte de la derecha.
Lenín Moreno está copiando un estilo que él mismo ha criticado, el de achacar el descontento de casa a conspiraciones externas. De haber algo de cierto, no estaría más que probando de su propia medicina, pues su posición frente al escenario venezolano ha pasado de la pasividad de considerarlo «un asunto interno», recelo mediante, a ser un activo crítico que forma parte de las componendas regionales para condenar la resistencia chavista. Si en su momento, el hervidero popular en las calles de Caracas era, según su criterio, expresión de auténtica democracia, al intento de orden por parte de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana lo calificaba de represión y sumaba su voz a la presión internacional para que Maduro atendiese el clamor ciudadano y abandonara el poder, ahora, en su caso, desplegar a sus militares en las calles ecuatorianas y coartar las libertades civiles le parece legítimo; ha dicho más de una vez que desoirá las peticiones de los manifestantes y considera que son «zánganos» quienes le han puesto la jugada en jaque.
La espontaneidad del estallido popular es difícilmente cuestionable si se tiene en cuenta que en un país todo pasa por la estabilidad del precio del crudo. Que haya habido inmediatamente una articulación de la protesta también es probable y hasta necesaria si quiere perseverar en sus objetivos. Una cosa es la organización de un descontento social para que madure en sus propósitos políticos y otra bien distinta inventarse un complot para quedar como víctima cuando se es el claro victimario.
De la fuerza y perseverancia de la gente indignada dependerá el actuar del mandatario ecuatoriano. No será fácil que retire su programa de ajustes porque de hacerlo tendrá una protesta aún mayor en sus narices: la de los buitres ansiosos por recuperar sus dólares. De ceder o flexibilizar alguna de las medidas, los ecuatorianos deberían estar alertas, porque de sus bolsillos, sí o sí, saldrá la plata para pagar a los acreedores.
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