Rafael Correa tiene ese «no sé que´s» que enamora, una mezcla de lo físico con lo verbal, con su dosis de personalidad fuerte y el sello de hombre refinado. Me hubiese gustado conocerlo mucho antes de su etapa de presidente en Ecuador, en esos años en que visitaba Cuba casi de incógnito para participar en los eventos sobre economía que organizaba Fidel Castro en el sitio insigne de todo tipo de convenciones en La Habana. Pero fue ya ataviado de responsabilidades que pude pisarle cerca para confirmar que en persona despertaba el doble de atracción.
Me gustaba que no sabía cuánta pasión despertaba en tierra cubana al punto que preguntó, en una de sus visitas, qué significaba «eres un mango» —hombre encantador, interesante, apetecible— porque se lo decían a su paso muchas mujeres. Me gustaba que no era populista, su discurso tenía mucho contenido y poca seducción de masas. Me gustaba que se pensaba las cosas dos veces antes de tomar una decisión trascendental, por ejemplo, ingresar el Ecuador al ALBA fue un acto meditado, no el mero hecho de ir con la corriente de la izquierda. Me gustaba que no le gustaran las reuniones de Jefes de Estado en las que se hablaba mucho y se hacía poco. Me gustaba que prefería prendas típicas por encima del traje de etiqueta aún para los grandes eventos.
Me gustaba esa actitud de hacer de Ecuador una casa sin fronteras ni protocolos abierta al mundo y, sobre todo, su voluntad de rescatar la identidad de los suyos, convencer de regresar a los que habían huido, crear oportunidades para todos. Me gustó hasta cuando quiso retirarse de la política, con esa especie de «misión cumplida» y la entrega de la llave de la casa a su elegido. Pero llegó un impostor.
A Lenín Moreno también lo conocí durante un viaje que como vicepresidente de Correa hizo a Cuba. Me pareció una especie de abuelito dulce, comprometido con los pobres de la tierra y sensible a la desgracia del prójimo. Admiré de inmediato la determinación y el coraje de sobreponerse a su propia condición física de discapacitado y no permitir que se le paralizara el alma o los sentidos. El sector sanitario y biotecnológico, la educación especial, los programas sociales de la revolución socialista fueron el blanco de su agenda, muy probablemente confraternizó con alguno de los médicos que años más tarde expulsara de suelo ecuatoriano.
¿Qué tiene el poder que cambia a las personas? Nada, las personas no cambian, dirían nuestros sabios abuelos, solo muestran realmente quiénes son cuando llegan a la cúspide o cuando amasan fortunas. Cuesta a veces creerlo, pero cuando uno conoce la historia de transformación exprés que sufrió un hombre como Lenín Moreno comienza a dar credibilidad al profético mensaje.
Es por ello que, cuando a veces se piensa en proyectos socioeconómicos de corte progresista, se critica la tendencia de los arquitectos del programa político a eternizarse en el poder, a no formar o confiar en un equipo de leales en los que depositar la propuesta de país. Lo ideal sería construir y fortalecer el proyecto para que tenga vida propia más allá del hombre o la mujer que lo encarne, un proyecto que sobreviva a los cambios de estilo de personas que le aporten en constante dialéctica sin volverlo exclusivo de un ser que pueda tornarse o verse autoritario. Sin embargo, la experiencia de líderes fuertes que han abandonado las riendas por obligación o decisión, pocas veces ha sido satisfactoria; no todos los depositarios del legado han sabido mantener el barco a flote y hay hasta los que han perdido el timón o el rumbo. Sustitutos que transitaron sin impronta y que hicieron a todos echar en falta al guía primigenio.
El
Ecuador de Rafael Correa y el Ecuador de Lenín Moreno son dos mundos distintos
en una misma porción de tierra. Aquí el fenómeno rompió todos los moldes para
hacerse único. Ni siquiera ha sido cuestión de ideologías, ha sido, más que
todo, un asunto de honestidad o, mejor dicho, deshonestidad del vicario hacia
su apoderante.
*Introducción al libro: Ecuador: de Rafael Correa a Lenín Moreno (Ocean Sur, 2020).
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