Para nadie es secreto que el mundo en la actualidad no está dividido en sistemas sociales ni bloques económicos que sostengan o auguren un equilibrio planetario garante de la paz y el armónico y sostenible desarrollo de las naciones, especialmente de las menos favorecidas.
En un pasado que aún late en la memoria de mucha gente, el campo socialista, después de finalizada la segunda guerra mundial, logró que el planeta avanzara hacia ese equilibrio. Pero tal compensación estuvo mucho más sustentada por la correlación de fuerzas entre las grandes potencias que representaban a los sistemas sociales opuestos, que por la equidad en el desarrollo de las naciones que componían ambas conglomerados. Sin contar que muchos países quedaban aislados o marginados, sin una participación adecuada en las aspiraciones de la posible industrialización, correcta explotación de sus recursos, una participación favorable en los proyectos que presuponían el adelanto en el terreno científico-técnico, avances en la educación, la salud pública, el comercio y otros renglones que le garantizaran un favorable desarrollo.
El CAME, con todas las bondades y buenas practicas que lo caracterizó, no resultó ser un organismo sólido, idóneo, capaz de incentivar o propiciar las fuentes y el instrumental necesario para un desarrollo real y sostenible de los países favorecidos por su accionar. Peor aún, resultaron las alianzas y programas generados desde la contraparte del campo socialista; sobre todo por el atenazamiento de las economías, la degradación de la sociedad, la subordinación impúdica, la salvaje explotación de los recursos y otros oprobios padecidos por las naciones y pueblos bajo las garras de un capitalismo feroz que durante décadas alimentó las arcas del expansivo imperialismo norteamericano, hoy convertido en el antagonista más peligroso del universo, de lo cual no escapan ni sus propios aliados.
Durante las décadas del sesenta y setenta del pasado siglo, tras los contundentes ejemplos de Cuba, Vietnam, Angola, Laos, Camboya y otros pueblos, los países subyugados del mundo sintieron latir sus esperanzas en el grito de rebeldía y las armas que enarbolaban las guerrillas. Hombres como Ernesto Guevara de la Serna (el Che) se elevaron en ardientes símbolos para la humanidad. Pero tras la caída del muro de Berlín y todo lo que aconteció después, las huestes imperiales lograron sofocar las llamas y aplacar el empuje de esas fuerzas que intentaron liberar del yugo a las naciones más oprimidas.
La desaparición del campo socialista y el cese de la guerra fría, unido a nuevas estrategias del imperio, cambiaron el panorama universal en cuanto a la política, la lucha de clases y las estrategias de los pueblos, nuevamente subyugados y engañados mediante falsos modelos que le prometían otras posibilidades para alcanzar el desarrollo. La soberanía y la independencia no eran tomadas seriamente en cuenta por los gobernantes, sobre todo en América, sino las aspiraciones en el nuevo rumbos de las economías de la región, que presuponían un desarrollo a partir de nuevas alianzas y promesas. En ese camino, la demagogia imperial logró que accedieran los gobiernos a una modernidad que no pasaba más allá de ser una antigualla disfrazada y maquillada como una jovenzuela: el ARCA.
Junto con las guerrillas en Latinoamérica fueron despareciendo los golpes de estados violentos, las intervenciones militares. Se impusieron entonces otras prácticas denigrantes ejecutadas o tutoriadas por el amo del Norte, que dieron, hasta hoy, cierto aliento y prevalencia a los partidos y movimientos de derecha.
Para las nuevas intervenciones en el Medio Oriente se crearon las coaliciones armadas, una aparente nueva modalidad, que ya se conocía en el accionar del imperio. Tal como ocurrió durante la segunda guerra mundial y el atroz ataque atómico a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el lobo se disfrazaba y aparentaba estar al lado de la justicia para acometer sus nuevas fechorías. .
Ahora, con idéntico cinismo, pero con una ética y accionar propias del pandillerismo más elemental y denigrante, el imperialismo yanqui dirige nuevos golpes de estado contra la democracia en cualquier país, paga conspiraciones, compra mercenarios militares, judiciales y todo tipo de lacra que sea posible utilizar para acciones armadas o encubiertas a favor de sus intereses en cualquier parte del mundo.
La mentira y el oprobio se han convertido en sus principales armas “diplomáticas” propagandísticas y de tribuna. Nada es comparable con la desvergüenza del presidente actual de los EE UU, sus voceros y principales lacayos. Personajes sin ética alguna, sin conocimientos económicos, culturales ni trayectoria política, entre otros déficit en su hoja de vida, son elevados al rango de presidentes de una nación a través de fraudes electorales, intromisiones en los asuntos internos de los Estados y componendas de todo tipo. La degradación de la democracia ha llegado a tal extremo, que ya mencionarse es tan obsceno como obscena es su aparente práctica por parte de gobiernos a los que solo les interesa las minorías más favorecidas; mientras la inmensa mayoría del pueblo es empujado hacia los niveles más bajo en la escala social y económica, negándoseles hasta la posibilidad de una mínima participación en la política y los proyectos sociales.
Para suerte de la humanidad, a la par que el imperialismo pretende avanzar en su propósito de aniquilar a todos sus adversarios, otras naciones se empeñan en un cambio favorable para todos. China y Rusia, con sistemas diferentes pero igual conducta y proceder en cuanto al humanismo, la solidaridad y la comprensión entre las naciones, se encargan de restablecer el equilibrio. A ello se ha sumado un número considerable de países, sin importar sus sistemas sociales, ni sus modelos políticos y económicos, que, aun con cierta moderación en determinados casos, tampoco parecen estar de acuerdo en seguirle el juego al pretendido amo del mundo.
Pero hoy, pese a la degradante conducta del presidente de Estados Unidos y sus más cercanos lacayos, discursos que provocan aversión y risa a la vez, elaboración de listas negras, ataques, amenazas, corrupción y otras marcas que identifican la conducta socio-política del imperio y sus satélites, no es la globalización del odio y la desfachatez, no es la palabra de un presidente prepotente y amañado lo que puede dictar o configurar el destino de las naciones.
La naturaleza ha tomado la tribuna y es una pandemia, que ya ha cobrado muchas vidas, la que nos presenta el panorama actual del mundo con todas sus luces y sombras. Y más allá de la infamia y la injusta clasificación, son, precisamente, los países más atacados, sermoneados y demonizados por el imperio los que demuestran el mejor enfoque y comportamiento, la mayor y más esmerada dedicación al cuidado de la ciudadanía y el buen uso de sus recursos sanitarios.
Después de la pandemia nada será igual. No es necesario ser un analista político para avizorar determinados cambios en el panorama de la política internacional y, especialmente, en esos países que hoy sufren la injerencia por parte del imperio.
En otros escenarios, pienso que Europa o parte de la membresía que hoy componen la unión buscara una evolución favorable para sus políticas domésticas, alejadas, sobre todo, del modelo que hasta hoy ha preconizado e impuesto en buena parte del mundo la nefasta política estadounidense.
En el caso de Latinoamérica debe suceder otro tanto, pero con un movimiento más radical; ya que las naciones del continente han sido víctimas en buena medida y durante mucho tiempo de modelos políticos y económicos denigrantes, devastadores e incompatibles con las legítimas aspiracio9nes de los pueblos.
También en otras latitudes se deben producir movimientos hacia una mejor coordinación de las fuerzas y cohesión de los propósitos, en aras del avance de las naciones y el justo desarrollo de sus economías
El mundo, sin duda alguna, se avecina a cambios. Cambios que poco tendrán que ver con la actualidad y el pasado más reciente que intenta eternizar el Imperialismo y el Sionismo, dos lacras que ya le sobran a la humanidad, que ya pasan de crueles y obsoletas.
La pandemia, con claridad, pero aún sin percibirse en toda su dimensión y características, delinea para el mundo el posible camino.
Los cambios no vendrán por radicales modificaciones de los sistemas políticos, pero sí por sustanciales mejorías de los modelos económicos y sociales, más acordes con la necesidad imperiosa de salvaguardar la existencia humana.
La pandemia se ha encargado de hacerle una radiografía a la nación más poderosa del universo y se ha podido apreciar la insuficiencia de su sistema sanitario, el irregular comportamiento de una política carente de visión, con una proyección errática tanto a nivel internacional como ante los sagrados deberes a cumplirse en aras del buen funcionamiento de la administración doméstica. La ineptitud del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica es hoy ampliamente apreciada por los miembros de su propio partido y de su gabinete, en el que las renuncias y los desacuerdos se suceden a diario, suscitando un pensamiento diferente o diametralmente opuesto en asuntos que preocupan a los norteamericanos en sentido general.
Los cambios vendrán desde adentro, desde las entrañas de cada nación. No habrá imposiciones, coordenadas trazadas por discursos aleccionadores, fanatismos ideológicos, falsas expectativas ni guiones impuestos por las grandes potencias. El castigo para los impostores y las políticas degradantes no se hará esperar. Se avecina una nueva era y es lógico pensar que no será la de la infamia, la retrogradación ni el abuso; sino la del humanismo, la de la colaboración y la búsqueda de soluciones a los problemas que más asfixian a la humanidad y a la paz que tanto añoran los pueblos.
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