«¿Por qué hablas con ese man (hombre)?» Me dijo asustado y en son de advertencia un colega, que después supe hacía parte del equipo de comunicación del gobierno de Colombia, cuando me vio conversando en plan empático con uno de los guerrilleros de las FARC. «Ese y todos esos manes (hombres) y las «viejas» (mujeres) que andan con ellos son «puros» asesinos, narcotraficantes» y agregó una palabrota solo comprensible en su jerga popular, que después se haría demasiado familiar a mis oídos.
Así me acercaba a un conflicto complejo en extremo como el colombiano y lo hacía como casi todas las personas que no lo habían vivido en carne propia, con una visión parcializada, repleta de medias verdades y con tantísimas omisiones a voluntad de quien se arrogaba el derecho a contar la historia.
Quien me alertó por mi «descuido» al dirigirme a los insurgentes terminó, al cabo de cuatro años, reconociendo que había gente «chévere» entre ellos, bajando la cabeza al saber que los crímenes andaban mucho más repartidos de lo que creía y que los bandos, que hasta ayer suponía bien delimitados, tenían borradas las fronteras. Llegó a confesar que no conocía su país, no solo geográficamente hablando, sino desde el punto de vista de la realidad socioeconómica del campo marginado. Hablaba un bogotano de menos de 30 años y una vida de cierta comodidad, que sabía que su Colombia estaba en guerra, pero no cómo, por qué y hasta dónde calaban los horrores de esa guerra, más allá de lo que narraban los medios de comunicación, los mismos medios a los que ahora como profesional de la imagen pertenecía.
¿Qué pasaba entonces? ¿Quiénes eran los personajes que durante tanto tiempo se pasearon por los pasillos del Palacio de Convenciones, al oeste de la capital cubana? ¿Por qué se trataban como enemigos? ¿Por qué tardaban en ponerse de acuerdo? ¿Qué los mantenía enfrentados? ¿Qué tenían que solucionar? Y finalmente, ¿por qué en La Habana?
Mis preguntas al comenzar una cobertura que en algún momento pareció no tener fin, pero que por el camino se nos hizo a algunos una verdadera obsesión. Era un como un acto religioso, asistir mañana tras mañana, en el mismo rango horario —salvo los días de los grandes acontecimientos que se convertían en 12 y hasta 16 horas de trabajo ininterrumpido— al mismo sitio, al que tenía como única escenografía un par de escaleras y el icónico cartel Diálogos de Paz. La Habana, Cuba. Madrugar era la clave del éxito para coger un buen puesto y el mejor ángulo para una declaración habitual de la parte más satanizada, que se adueñó entonces de los micrófonos que le habían sido privados por años para contar su verdad.
El contrario, un equipo más circunspecto y refinado que los rudos guerrilleros, pocas veces compareció a la prensa. Empezaron siendo fríos y distantes, con derroche de diplomacia, es decir, juicioso protocolo. Aunque jamás perdieron esa discreción y reserva extrema sobre su misión, terminaron humanizándose tanto como los de las FARC, entre ellos y hacia nosotros, los temerarios de la prensa. Bastaron unas pocas alocuciones para que me convirtiese en una admiradora del verbo del Dr. Humberto de la Calle, el jefe negociador que representaba al mismísimo presidente Juan Manuel Santos en La Habana. Estuviera o no de acuerdo con su parecer, cada oración lucía perfectamente construida, convincente, y en el tono y candencia inmejorables. Un orador, un político; presidenciable, pensé. Lo había intentado ya en el pasado, volvería a buscar ese puesto en el futuro, pero otra vez en vano. Otro que se robaba mi devoción era el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, por su porte de caballero, siempre amable y con una media sonrisa para saludar, más que todo, una pieza clave en este entuerto.
La insurgencia siempre fue retórica en demasía. Había plenipotenciarios del grupo que se les daba mejor eso de hilvanar un mensaje creíble de cara a la opinión pública. Aun así, eran incisivos en sus ataques y feroces defensores de sus argumentos. Iván Márquez, el homólogo del Dr. De la Calle, era explicativo y conciliador; Ricardo Téllez muy a lo canciller, como se le llamaba; Jesús Santrich, un verdadero látigo con el gobierno; Pablo Catatumbo y Pastor Alape, más reflexivos y anecdóticos. Tanja terminó siendo la sensación por su historia de holandesa renegada de la pacífica y cómoda vida europea para militar como guerrillera. Primero aprendí de ellos por esos alegatos matutinos y después en el intercambio personal al que le apostaron con mayor éxito y donde se franqueaban mejor.
En tanto tiempo de conversaciones encendidas, estuvieron después al alcance las versiones intermedias, mucho más objetivas y esclarecedoras, las de investigadores del conflicto, la de movimiento sociales dedicados toda una vida a ayudar a buscar la paz, y finalmente, las palabras más desgarradoras provenientes de las víctimas, víctimas de una guerra despiadada, quizás como todas las guerras, quizás bastante más. Estaba una de las 21 madres a las que la fuerza pública les asesinó a sus hijos y los vistió luego de guerrilleros para presentarlos como muertos en combate —lo que se conoce como ejecución extrajudicial—, la joven embarazada a la que violaron y luego mataron el feto en su panza, el gobernador que estuvo casi 8 años secuestrado por los rebeldes y el general de la policía que estuvo cautivo otros 12, la que sufre todavía la desaparición de su hermana, el indígena desplazado de sus tierras, el sobreviviente a una masacre, el torturado, el mutilado, la mamá de un policía asesinado por la insurgencia y el papá de un combatiente guerrillero asesinado por agentes estatales, y el que había sido víctima de unos y otros, más común de lo que se pensaba. Una lista de dolor interminable de la que apenas si tuve una muestra —60 personas de un universo de más de 7 millones de víctimas— y fue suficiente para entender que la paz era una urgencia y que no había delante de mí ni buenos ni malos. «Todos han hecho cosas horribles», la sentencia del Coordinador Residente y Humanitario de Naciones Unidas en Colombia, Fabrizio Hochschild, otro de los visitantes habituales a la mesa de pláticas.
Lo que sucedía a la hora de parcializarse, más allá de una narrativa impuesta a fuerza de repetición, era que los horrores cometidos por las FARC tenían un responsable con nombre y rostro al que señalar con el dedo, en el peor de los casos, se culpabilizaba a toda la organización. Pero los crímenes del adversario caían en terreno ambiguo: el Estado, encarnado en sucesivas administraciones que apenas duraban unos años en el gobierno y liderando la confrontación para luego dejarla en manos de la siguiente; soldados o policías de una fuerza que cambiaba de comandantes con regularidad. Demasiado impersonal. Además que, en últimas, el Estado se «defendía» de un enemigo ilegal armado. Solo que, legalidad y justicia, no siempre han ido de la mano.
Las causas fundacionales de la guerrilla parecían auténticas; el propósito del gobierno por desarmar a los grupos sublevados, con la excusa de que reclamasen sus derechos por la vía política, parecía sensato. El miedo de las FARC a los incumplimientos tenía bases sólidas que tornaban obvias sus reticencias a apurar «la cosa»; la prisa del ejecutivo por dejar todo zanjado, antes que otro gobierno antidialogante asumiese, era compartida por muchos. Y así, un montón de contradicciones más surgían cada día, por solo hablar de las de buena fe y no aquellas erigidas a partir de cizañas partidistas, oligárquicas y mediáticas.
Este pudo haber sido el libro de todo lo que sucedió entre agosto de 2012, cuando se conoció que había un proceso en marcha en Cuba, y agosto de 2016, cuando se concretó un acuerdo listo para ser firmado en Colombia. Definitivamente, lo hubiese sido si cada línea de lo que en La Habana se escribió, con tanto sacrificio, desvelo, contratiempos y empeño, hubiese encontrado cause práctico en Bogotá y se hubiese replicado en todo el territorio colombiano. Desde el momento justo en que un Acuerdo de Paz, con todos los calificativos grandilocuentes del momento de su adopción, comenzó a deshacerse como quien deshoja una flor, este libro cambió su propósito para explicar el desacuerdo posterior, que pasa por una aguda polarización a lo interno del país, por intereses económicos dependientes de la guerra, por hacer política a costa de la exclusión y el sufrimiento de mayorías, por una subordinación acentuada al parecer del domiciliado en la Casa Blanca y por el contexto regional, en el que la relación con Venezuela —otro de los países acompañantes de la paz que resultaría traicionado junto a Cuba— cobraba particular importancia.
A cuatro años de la firma del acuerdo, lapso idéntico al de las negociaciones en su fase pública, la paz de manual, no acababa de sobrevivir más allá del papel.
*Introducción al libro De La Habana a Bogotá: desAcuerdos de Paz (Ocean Sur; 2020).
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