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¿Cuál es el precio de sanar?

31 jul. 2019
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Nada, absolutamente nada, duele más en la vida que ver a un niño enfermo. Incluso aunque no sea sangre de nuestra sangre o alguien cercano a nuestro entorno —en cuyo caso el dolor es inconmensurable—, se nos estruja el alma porque resulta inconcebible que un ser tan pequeño y frágil, que no sabe de peligros o maldad, que apenas comienza a conocer el mundo y le parece maravillosamente increíble, atraviese calamidades angustiosas.

Si ese sufrimiento se multiplica por miles o decenas de miles entonces es una verdadera tragedia mayor que cualquier otra como sucedió con los niños de Chernóbil. Hasta la actualidad, al menos tres generaciones de infantes han sufrido las consecuencias de la catástrofe nuclear en la central Vladimir Ilich Lenin. La exitosa y mundialmente vista serie de HBO y SKY ha sacudido en este 2019 a todos los espectadores: los que sabían al dedillo del accidente, los que tenía nociones vagas y los que apenas se enteraban de que un hecho de tal magnitud ocurrió hace apenas treinta y tantos años.

La producción audiovisual no entra en detalles del impacto de la explosión nuclear en los niños que la vivieron, se resume en el bebé de Liudmila Ignatenko, la esposa del bombero, que apenas sobrevivió 4 horas tras el parto; tampoco en aquellos que nacieron tiempo después de familias contaminadas por la radiación. Prefiere escarbar en el matiz político, satanizar un sistema y vender una interrogante que le ha dado la vuelta al mundo con cierto efectismo: ¿cuál es el precio de una mentira? Por tanto, ha sido inevitable que, tras su proyección, todos se pregunten por los que nacieron y crecieron posteriormente.

Justamente ahí entra Cuba la historia. En el mapa, lejana, pero nunca ajena; la primera y ¿única? en abrirle los brazos a esos pequeños ucranianos, bielorrusos y rusos temerosos y shockeados por padecimientos que no entendían por qué los aquejaban; un recibimiento masivo, no solo para atender una coyuntura y reciprocar un llamado ante el que muchos voltearon a mirar hacia otro lado, sino para un tratamiento integral y a largo plazo. Dentro y fuera del archipiélago caribeño ha habido que reescribir la historia —en su momento silenciada como todo lo que involucraba a un estado socialista en rebeldía contra el poder hegemónico de Estados Unidos—, y contar que en las aguas cálidas de la ínsula se bañaban-curaban esos niños seriamente enfermos o traumatizados por tan siniestra experiencia.

Es por eso que para los cubanos Chernobyl, la serie, no representa un descubrimiento asombroso, más bien una remembranza. Aquella generación recuerda los rostros de los pequeños que iban llegando de a poco, primero a los hospitales y luego a la clínica de Tarará, al este de La Habana, convertida en un lugar paradisiaco de sanación. Fue iniciativa del entonces presidente Fidel Castro, un líder que dejó su sello en todo lo hecho después de 1959, en una Revolución luchada y concebida por su genio militar y político, que se propuso internacionalizar.

Aquel gesto alcanzó dimensiones de hazaña porque tuvo lugar en el período más duro para los cubanos, los difíciles años noventa, de escaseces y penurias, y fue entonces cuando la frase de compartir lo que se tiene y no lo que sobra cobró más valor que nunca, porque en los 109 886 kilómetros cuadrados de su geografía no sobraba, en aquel tiempo, absolutamente nada.

¿Por qué tal ejercicio de filantropía? Es cierto que Cuba ha convertido el altruismo en una práctica social cotidiana, en una máxima de vida y es reconocida a nivel global por tal generosidad, que se potencia con la calidad de sus recursos humanos. Pero en el caso de la tragedia de Chernóbil, estaba además el compromiso con un aliado incondicional, la otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y el sentido de cercanía con el desastre, porque en la Isla también se construían centrales nucleares con tecnología soviética.

Es inevitable que los más jóvenes cubanos se cuestionen ahora que «pudimos ser nosotros» y la empatía con las víctimas se incremente. Vuelven a la memoria colectiva las imágenes de los periódicos de la época con niños muy rubios, de pieles muy blancas, algunos sin rastro de cabellera, otros con despigmentación, como signos más visibles, y por dentro, dolencias crónicas difíciles de asimilar.

La mayoría ni siquiera podía saber por qué cargaba sobre sí el peso de tanta crueldad si no vivieron en carne propia la desgracia. Fueron los descendientes de aquellos protagonistas a la fuerza del terror. Y es que cuando el daño es imperceptible, cuesta mucho más aceptarlo. La radiación ataca silenciosa pera deja marcas a veces irreversibles. Retomando la serie de ejemplo, Liudmila Ignatengo solo estuvo expuesta a la radioactividad por medio del contacto con su esposo, el bombero de muerte desgarradora, y al estar embarazada, el feto absorbió las mayores dosis letales, por aquello de que los órganos reproductores son altamente radiosensibles.

Los niños que llegaron en 1990 a la capital cubana tenían múltiples padecimientos, desde enfermedades cancerígenas hasta problemas psicológicos. El primer grupo era de poco más de cien y una década después se terminó superando la cifra de 20 mil. Muchos encontraron la cura y dijeron adiós sin que las palabras alcanzaran para agradecer tanta dedicación, otros, igual de sanados y felices, echaron raíces. De un modo u otro, todos, hasta los que tuvieron que asumir una vida de cuidados por la cronicidad de sus dolencias, se sintieron aliviados, fortalecidos y rehabilitados.

Las anécdotas y testimonios regresan a correr de boca en boca. Ellos, los herederos de la catástrofe, han querido salir del anonimato y contar su verdad cuando Chernóbil es la comidilla mediática. Hay quien le reprocha a HBO no haber realizado el capítulo del después en su miniserie. Evidentemente no era el interés de sus productores, pero el solo hecho de rescatar el tema ha revuelto el escenario mundial, desatando incluso teorías conspiradoras, generando polarización en torno a la versión estadounidense y lo más importante, haciendo que los testigos vivos reaparezcan y completen la narrativa de ficción con su realidad.

Los niños de Chernóbil, los que Cuba hizo suyos, hoy día ya dejaron atrás la infancia y puede que sean hijos adoptivos de otras tierras. Lo que muy probablemente jamás olvidarán es que una isla del Caribe, a 9 500 kilómetros de distancia de su lugar de origen, los acogió y puso todo el empeño posible por devolverles la sonrisa.

La buena nueva es que el programa de salud para los niños de Chernóbil no es cosa del pasado. Entre tanta algarabía por el consumo de la producción británico-norteamericana, también se ha hecho pública la noticia de que otros 50 menores, entre los que se encuentran los hijos de aquellos recuperados en la Isla, tendrán en La Habana la oportunidad de beneficiarse del conocimiento científico y el trato humanista de los médicos cubanos, como mismo sucedió con los primeros. Puede que tampoco ahora se escriba demasiado sobre el tema, no haya ruidos al respecto y no sea sustancia suficiente para una ficción. En todo caso, en esta realidad de niños que sanan, a diferencia de una serie en que todo es dolor, no hay ni precios ni mentiras.

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