Los números son fríos, inexactos y fácilmente olvidables, pero a veces pueden provocar un shock, así de fácil, con solo aparecer y ser duramente ilustrativos, contundentes. Tal es el caso de los resultados de la investigación del Instituto de Estudios de Desarrollo y Paz de Colombia (Indepaz), publicados esta semana: 28 líderes sociales asesinados en Colombia en los primeros 28 días del año en curso. ¡Un asesinato diario!
Cuando de este tema se habla, hay más de una organización que lleva sus propios cálculos, al margen de los números oficiales, que convenientemente son siempre inferiores. Entre todas las de la nación suramericana, Indepaz goza de bastante prestigio y credibilidad. Pero no ha sido la única en arrojar conclusiones de espanto. También la Misión de Observación Electoral (MOE), realizó un informe sobre violencia política en el que señala que los primeros 30 días del presente año se registraron 55 hechos violentos contra líderes políticos, sociales y comunales, de los cuales 19 terminaron con la vida del agredido. Por cuenta del Estado, el dato cuesta más encontrarlo, tímidamente se ha hablado de unas 11 víctimas fatales. Las cifran no coinciden, pero evidentemente hay un consenso en que enero de 2020 ha sido un mes letal para los colombianos.
Y es cuando menos un contrasentido que una Colombia que presume de «vivir el postconflicto» tras ponerle «fin a la guerra» a través de un «Acuerdo de Paz» después de una prolongada negociación exitosa en medio de otros tantos intentos fallidos entre los archienemigos Estado y guerrilla, ahora atraviese un período tan violento como en los más sanguinarios años de las casi 7 décadas de beligerancia.
¿Quiénes son los muertos de todos los días en una Colombia que presume de paz? Apenas una pregunta de tantas otras a las que quieren mutilarle las respuestas los mismos que están detrás de tantos asesinatos. ¿Por qué los matan? ¿Quiénes los matan? ¿Qué dice el gobierno de tantos muertos? ¿Son hechos aislados o una práctica sistemática? ¿Verdaderamente se acabó la guerra? ¿A dónde fue a parar el Acuerdo de Paz?
Cuentan los medios colombianos que el día primero de enero fue el único de tregua para este plan de exterminio. Porque no es posible calificar de otra manera la oleada de muertes que tras la firma del acuerdo de paz se ha desatado con furia redoblada. No puede ser posible tampoco que tantos años de guerra hayan naturalizado el inhumano acto de matar, a «lo coser y cantar». Y se maten unos a otros por rencillas personales. Es un asunto tan cotidiano que espanta. Precisamente, la asiduidad de los crímenes ha obligado al jefe de estado a pronunciarse. Solo que el presidente Iván Duque y su comitiva pretenden presentar los hechos de asesinatos a líderes sociales como casos puntuales asociados a la delincuencia común o al narcotráfico. ¿Miopía o encubrimiento?
Los blancos de ataque son políticos locales en el ejercicio del cargo o compitiendo por él; personajes con autoridad en comunidades indígenas y afro, jefes gremiales o comunales, es decir, gente que lidera algún sindicato o alguna colectividad; campesinos y activistas del grupo LGTBI. En resumen, personas de influencia en todos esos ámbitos que tienen como factor común —y mortal— ser constantes inconformes con las injusticias, defensores a ultranza de su pedacito de tierra o negocio familiar, protectores de sus ya escasos derechos, los primeros en oponerse a cualquier persona, empresa o iniciativa que los ningunee, los que no se quedan callados, aunque lluevan panfletos con amenazas. Y más recientemente, se ha sumado otro grupo vulnerable: los desmovilizados de las FARC.
¿Casualidad entonces que a toda esta gente la estén matando? Definitivamente, no. No son individuos al azar. Son personas que entorpecen intereses puntuales y a los que es más fácil «dar piso» que intentar convencer o sobornar. Por tanto, no es cosa de delincuencia común y razones triviales.
Es sumamente probable que muchas muertes puedan endilgársele a los narcos y sus sicarios que aniquilan sin piedad a quien entorpezca el oficio, porque es cierto que los sitios de mayor incidencia, donde mayor cantidad de asesinatos se cometen son las regiones con presencia de cultivos ilícitos y las rutas del tráfico de cocaína, la reina blanca que ha querido gobernar Colombia. Pero sucede que allí lo que verdaderamente reina es el desgobierno y no la droga. La permisividad del Estado con el fenómeno y el olvido exprofeso de estos territorios los hace, en primera instancia, culpables por omisión.
El ejército es el único del statu quo que suele portarse por esas zonas remotas, y lo hace solo cuando quiere apuntarse un éxito militar, como el del 29 de agosto del año pasado. Con esa acción se vitorearon a sí mismos por darle de baja a un alto cabecilla de los grupos escindidos de las FARC, alias Giraldo Cucho y a otros 14 rebeldes. El bombardeo fue catalogado de «meticuloso e impecable» por el presidente Duque y resulta que poco tiempo después se descubrió que habían muerto como consecuencia del ataque 8 menores de edad. Y cuando le preguntaron sobre el tema al mandatario, se hizo el sueco con un «¿de qué me hablas, viejo?». El «error» le costó el puesto al Ministro de Defensa, Guillermo Botero, y el resto, tan campantes como antes, hasta la próxima metedura de pata.
Y mientras, en lo intrincado del monte que vuelve a quedar marginado, no pocos campesinos se ven obligados a ser parte de la cadena de la droga. Son los cultivadores, el eslabón débil que no se enriquece, apenas sobrevive con la coca porque no hay más opción. Y son los que salen a oponerse a la solución del gobierno: aspersiones con glifosato para cumplir otro «plan» de supuesta erradicación de cultivos. Y si se oponen, hay que «convencerlos». No importa que en el Acuerdo de Paz las aspersiones hayan quedado prohibidas, ya sabemos por dónde se pasan Duque y compañía el Acuerdo de Paz. Esas 300 y tantas páginas que se redactaron en La Habana, para ahora estar engavetadas, irrespetadas, incumplidas.
Siguiendo con las víctimas, están los que no guardan relación con el narco y hasta ayer, hasta antes de morir, eran defensores ambientalistas o de los indígenas que luchaban porque una transnacional no les quitara la tierra y de pronto son un triste titular más. ¿También en estos casos son culpables los capos mafiosos?
¿Y a los opositores políticos quién los elimina? A esos aspirantes a cambiar la podredumbre institucional, la «mermelada», como se le dice a sobornar a diestra y siniestra. Aquí el peso de la historia colombiana no deja otra opción que pensar que sigue siendo práctica común, hasta que se demuestre lo contrario, matar a todo político que no se preste al juego. Esto es así desde los tiempos inmemoriales de la violencia partidista de los años 40, la que precisamente provocó el surgimiento de las guerrillas.
En esta empresa los que cumplen con «el plan» son los paramilitares, bueno, Duque corregiría la oración y diría «las bandas criminales», porque papá Uribe acabó, según él mismo, con el paramilitarismo en Colombia. El tan «querido» Uribe creó a esta gentuza para que hiciera el trabajo sucio que no podía seguir haciendo descaradamente el ejército, el de los falsos positivos y las ejecuciones extrajudiciales, y después se inventó un pacto de desarme con ellos.
Lo cierto es que los paramilitares siguen fungiendo como un ejército paralelo e ilegal, al servicio de intereses poderosos, de narcos y políticos prácticamente por igual, y no por cuenta propia. Continúan haciendo de las suyas a golpe de secuestros, extorsiones, y la especialidad de la casa: muerte por encargo, mientras más cruel, mejor se cotiza; y como testigos hay una Colombia rural entera que los contempla y sufre. Y no son iniciativas propias o cuestión de ideología, hay dinero en abundancia que los compulsa.
No por gusto, el «santo» de Uribe tiene cuatrocientas ¿cuántas? causas abiertas en su contra, pero ya para que alguna de éstas llegue a feliz término y sea juzgado y declarado culpable habría que sanear el sistema judicial colombiano, entre otras instancias de poder.
Justamente, reforma judicial y política, para no más muertos y no más impunidad para sus autores, ni para los que mandan a matar ni para los que ejecutan a sangre fría, fue otro de los consensos del dichoso y jamás cumplido Acuerdo de Paz de La Habana. El mismo acuerdo que logró el impensable primer estrechón de manos entre los entonces rostros de la guerra: Juan Manuel Santos y Timochenko. Para que 3 años y más después de firmar la paz, prometer entendimiento y respeto por lo pactado, Timochenko haya sufrido un atentado frustrado por sus escoltas y la policía.
El que fuera jefe máximo de las FARC cuando estaban uniformados en la clandestinidad y el hoy presidente del partido FARC, en legalidad, pudo haber sido asesinado también en este enero mortífero de 2020. No pasó. Salió ileso. Pero otros 200 guerrilleros, y es un número conservador, no han podido vivir para hacer el cuento después que salieron de sus selváticos escondites.
Entregaron las armas, cuando no estaban convencidos de que el Estado les cumpliera, como no le cumplieron a todos los guerrilleros que en el pasado confiaron en promesas de paz y reconciliación, y ahora los cazan igual que pasó con los desmovilizados del M-19, o los agrupados en Unión Patriótica. Esta vez el exterminio es a cuentagotas para no levantar demasiado revuelo. Uno hoy, otro mañana, alternando entre líderes sociales y exguerrilleros.
«Se matan entre ellos, los disidentes le pasan la cuenta a los reincorporados a la sociedad». Es la versión que se vende barata. «Cosa de retaliación», la palabrita de orden, dígase por venganza o para que no hablen demasiado los venidos a hombres de bien. Y sí, ha habido represalias de los rearmados hacia sus antiguos aliados, incluso ajustes de cuenta de viejos enemigos de clanes rivales con los ahora desmovilizados. Pero aquí también tiene su cuota de culpa el Estado que se comprometió con protegerlos y los deja huérfanos de resguardo incluso en los espacios de convivencia temporal establecidos por acuerdo para la reinserción social.
Por otro lado, ya hay más de un caso en que se ha comprobado la participación de las fuerzas militares en estos aparentes ajustes de cuenta. Si pasó con uno, por qué no pasar con otros. Enemigos por más de medio siglo en el campo de batalla no dejan de serlo con la firma de un papel. Pasarán años para cambiar las mentes de millones de colombianos que tienen metido en las entrañas la imagen más brutal de los otrora insurgentes. Y eso sucede con las mentes envenenadas de la gente común, o con víctimas de unos y otros, o con los soldados rasos, pero ¿y los que gobiernan?
Acaso no fue Uribe el que les dio plomo a más no poder y ahora en su condición de presidente en la sombra obliga a su duquecito a desconocer los acuerdos de paz. No debe ser nada fácil para el señor Uribe tener tan cerca sentados en el Senado a los «terroristas» de las FARC, como prefiere seguir llamándolos, aunque tengan ahora su mismo estatus de congresista.
Que iba a haber guerra sucia después de la firma de la paz, era previsible, es propia de todo trance bélico hacia la concordia nacional. Pero que un gobierno enemigo declarado de la paz como el que rige hoy en Colombia haga de esta matanza deshonesta su plan de cabecera o que mire hacia otro lado cuando el muerto lo pone otro, eso sí es la impunidad con corbata en las narices del mundo.
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