Proposiciones

Combatir hasta el final. Discurso de Beatriz Allende en La Habana

11 sept. 2020
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No vengo a pronunciar un discurso, vengo sencillamente a decirle a este pueblo solidario y fraterno cómo fueron las horas que vivimos en el Palacio de la Moneda en la mañana del día 11 de septiembre.

Vengo a decirles a ustedes cuál fue la actitud, cuál fue la acción y cuál fue el pensamiento del compañero presidente Salvador Allende bajo el ataque de los militares traidores y fascistas.

El pueblo cubano, desde luego, conoce la realidad, pero en muchos otros países la campaña de mentiras levantadas por la junta fascista y secundada por las agencias del imperialismo norteamericano pretende correr una cortina sobre los hechos que ocurrieron en La Moneda, trinchera de combate del presidente

Allende.

Vengo a ratificarles que el presidente de Chile combatió hasta el final con el arma en la mano. Que defendió hasta el último aliento el mandato que su pueblo le había entregado, que era la causa de la revolución chilena, la causa del socialismo.

El presidente Salvador Allende cayó bajo las balas enemigas como un soldado de la revolución, sin claudicaciones de ningún tipo, con la absoluta confianza, con el optimismo de quien sabe que el pueblo de Chile se sobrepondría a cualquier revés y que lucharía sin tregua hasta conquistar la victoria definitiva.

El cayó con invariable confianza en la fuerza de su pueblo, con plena conciencia del significado histórico que habría de tener su actitud al defender con su vida la causa de los trabajadores y de los humildes de su patria.

Pero hay algo más: Cuba y Fidel estuvieron presentes en sus palabras y en su corazón en aquellos instantes difíciles. Fuimos testigos de su lealtad hasta la muerte, de los lazos de profundo afecto que lo ataban a este pueblo, a su revolución y a su comandante en jefe, Fidel Castro.

Prácticamente todo el último mes que precedió al golpe del 11 de septiembre lo vivimos en guardia permanente. Apenas pasaba un día sin que surgieran rumores de alzamientos militares y de golpes de Estado.

Esa mañana del martes 11 recibimos noticias inquietantes y supimos que el presidente Allende muy temprano había marchado hacia Palacio. Hacia allá nos dirigimos aún sin conocer la magnitud de lo que estaba ocurriendo.

Fue solo en el trayecto hacia La Moneda, al tener que sortear en varias oportunidades las barreras de Carabineros, quienes en franca actitud hostil impedían el paso hacia la casa de gobierno, lo que nos hizo comprender la gravedad de la situación.

Logramos llegar a La Moneda aproximadamente faltando diez minutos para las nueve. En su interior estaba la guardia normal de Carabineros, los cuales tenían a su cargo la protección de Palacio. No obstante, antes de entrar al edificio habíamos visto a carabineros de los alrededores en plan de rendición o de plegarse al golpe.

En La Moneda confirmamos de inmediato que se trataba de un golpe de Estado completo con la participación de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y Carabineros.

Dentro del edificio el clima era de actividad combativa, apoyaban al presidente un grupo mayor que lo habitual de compañeros de su seguridad personal, los cuales habían ocupado sus puestos de combate. Se había distribuido el escaso armamento pesado. Además, se integró un grupo del Servicio de Investigaciones que siempre trabajó en coordinación con los compañeros de seguridad personal.

Se encontraban también un grupo de ministros, subsecretarios, exministros, técnicos, personal de prensa y de radio. Estaban presentes médicos, enfermeros, personal de la planta administrativa de La Moneda, los que no quisieron abandonar el lugar, decidiéndose a combatir junto a Allende. Estaban, por último, sus colaboradores más cercanos. De todos estos, 11 eran mujeres.

Al pasarle una de las numerosas llamadas telefónicas que se estaban recibiendo, lo vi por primera vez en ese día. Estaba sereno, escuchaba con tranquilidad las diferentes informaciones que se le entregaban y daba órdenes y respuestas que no admitían discusión.

Personalmente había recorrido ya y recorrería en varias ocasiones más los puestos de combate corrigiendo la posición de fuego de algunos compañeros.

Pronto se iniciaría el fuego de infantería, el ataque de los tanques y de la artillería golpista sobre el Palacio Presidencial. Nuestros compañeros respondían con sus armas.

Supimos que desde temprano los militares golpistas conminaban repetidamente al presidente para que se rindiera, pero él rechazó siempre en forma tajante e inapelable todos los ultimátums que le hicieron los golpistas.

Jamás le observamos dudar un solo instante. Por el contrario, siempre reafirmaba su decisión de combatir hasta el final y de no entregarse a los militares traidores, a los que ya llamaba por sus nombres: fascistas.

También supe que desde por la mañana había recibido visitas y continuaría recibiendo llamadas de los partidos de la Unidad Popular y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, manifestándoles sus decisiones de combatir.

Le llamó por teléfono en varias ocasiones uno de los generales traidores llamado Baeza. Supe también que le habían ofrecido un avión donde podía irse con su familia y colaboradores para el lugar donde él quisiera. El presidente les respondió que como generales traidores no podían conocer lo que era un hombre de honor, despidiéndolos, indignado, con tan fuertes palabras que no pudiéramos repetir aquí.

El presidente tomaba medidas para librar un combate largo, se desplazaba continuamente de un lugar a otro. Pidió se revisaran los lugares más seguros para proteger a los combatientes de los futuros bombardeos aéreos. Se informaba de la cantidad de alimentos y agua almacenada.

Impartió órdenes de que el grupo médico tuviese listo el pabellón quirúrgico para atender a los heridos. Designó a un compañero para que agrupara a las mujeres y llevarlas a un lugar seguro mientras se les convencía de que debían abandonar La Moneda.

Pidió que se quemara la documentación, incluso la personal, que pudiera comprometer a otros revolucionarios. Envió hacia el exterior a tres compañeros, dos de ellos mujeres, a cumplir una misión en favor de la futura resistencia.

Ya en aquellos momentos supimos que los carabineros destinados a la protección de Palacio se habían plegado a la junta fascista.

Pude después conversar un momento a solas con el presidente. Me dijo otra vez que iba a combatir hasta el final. Que para él estaba sumamente claro lo que iba a pasar, pero que tomaría las medidas para que el combate se librara de la mejor forma. Que iba a ser duro, en condiciones desventajosas. Sin embargo, agregó que era consciente de que esa era la única actitud que le cabía como revolucionario, como presidente constitucional, defendiendo la autoridad que el pueblo le había entregado. Y al no rendirse ni entregarse jamás, dejaría en evidencia a todos los militares traidores y fascistas.

Manifestó su preocupación por las compañeras que estaban allí, por su hija Isabel. Que todas deberían salir del palacio y además preocuparnos de mamá, porque se estaba combatiendo en Tomás Moro y ella se encontraba allí.

Me dijo luego que se sentía en cierto modo aliviado de que este momento hubiese llegado, porque así las cosas quedaban definidas y quedaba liberado de la incómoda situación que lo había mortificado en los últimos tiempos, en que mientras era el presidente de un gobierno popular, por otro lado las Fuerzas Armadas, valiéndose de la llamada Ley de Control de Armas, venían reprimiendo a los obreros, allanando industrias y vejando a sus trabajadores. Esto ya me lo había dicho antes. Su presencia de ánimo era extraordinaria, con gran disposición de combatir. En sus palabras se reflejaba la serena visión de los acontecimientos y del rumbo que necesariamente habría de tomar la lucha revolucionaria.

Planteó que lo importante era la conducción política futura. Asegurar una dirección unitaria de todas las fuerzas revolucionarias; que los trabajadores iban a necesitar una conducción política unitaria. Que por eso él no deseaba allí sacrificios estériles e inútiles; que habría que esforzarse por lograr esa dirección política unitaria que encabezara la resistencia que comenzaba ese día, y que para ella se necesitaría una acertada conducción política.

Prácticamente esto mismo les planteó a los ministros y colaboradores, a los cuales reunió en el Salón Toesca. Les reiteró una vez más su decisión de defender con su vida la autoridad presidencial. Agradeció la colaboración de ellos durante esos tres años, ordenando a los hombres que estuvieran armados a retomar un puesto de combate, y a los que estaban desarmados, que lo ayudaran, primero a convencer a las mujeres que debían abandonar La Moneda, y luego, hacerlo ellos, porque no quería sacrificios inútiles, cuando lo importante iba a ser la organización y la dirección de la clase trabajadora.

Allí fue la última vez que vi a uno de sus amigos y colaboradores más cercanos, el amigo de la Revolución Cubana, el compañero periodista Augusto Olivares, quien iba arma en mano a ocupar su posición de fuego.

Las mujeres y otros compañeros pasamos los últimos ratos cerca del pabellón quirúrgico y en el único pequeño local subterráneo, donde se almacenaba papel. El presidente llegó hasta allí con su casco militar verde olivo. Empuñaba un fusil automático AK que le había regalado el comandante Fidel con la leyenda: «A mi compañero de armas».

Se avecinaba el bombardeo aéreo. Los aviones pasaban haciendo vuelos rasantes. En forma enérgica nos ordenó, sin más dilación, que las compañeras deberían abandonar de inmediato el palacio. Se fue dirigiendo a cada una de nosotras en forma individual explicándonos el porqué seríamos más útiles afuera y del compromiso revolucionario a cumplir.

Volvió a plantear que lo importante era la organización, la unidad y la conducción política de su pueblo.

A mí me reprochó que estuviera ahí con este embarazo, que mi deber era irme junto a los compañeros de la embajada de Cuba. Me hizo saber que había sufrido como en carne propia las provocaciones y agresiones de que había sido víctima la representación diplomática cubana en los últimos meses. Que creía que ese día iban a ser provocados, que podría haber combate. Y que por eso debería estar junto a ellos.

Personalmente nos condujo hacia la puerta de salida por la calle Morandé. Ahí tomó la decisión de pedir un alto al fuego y un jeep militar para que las compañeras pudieran salir sin problema. Minutos antes había barajado la posibilidad de que nos tomaran como rehenes para exigirle una vez más su rendición. Pero nos dijo que de ser capaces de hacer eso, no lo harían vacilar; que, al contrario, esta sería una prueba más ante el pueblo chileno y el mundo entero hasta dónde llegaba la traición y el deshonor del fascismo y que esto sería para él un motivo más para combatir.

Así lo dejamos justo antes de iniciarse el bombardeo aéreo, combatiendo junto a un pequeño grupo de revolucionarios, donde también quedaba, una compañera que se ocultó para combatir con ellos. Y esta es, compañeros, la imagen que conservo del presidente; esta es la imagen, queridos hermanos de Cuba, que quisiera hoy dejar en la mente y en el corazón de cada uno de ustedes.

Imagen que se levanta con orgullo revolucionario en esta plaza, donde hace solo unos meses alzó su voz emocionada para traerles el mensaje solidario y agradecido de nuestra patria, de nuestros trabajadores, de sus niños, mujeres y ancianos.

En este acto solidario con Chile quisiera decirles lo que me pidió les trasmitiera a ustedes.

Me lo confió en La Moneda bajo el combate: dile a Fidel que yo cumpliré con mi deber.

Dile que hay que lograr la mejor conducción política unitaria para el pueblo de Chile.

Señaló que se iniciaba ese día una larga resistencia y que Cuba y los revolucionarios tendrían que ayudarnos en ella.

Hoy, desde este territorio libre en América, podemos decirle al compañero presidente: tu pueblo no claudicará, tu pueblo no plegará la bandera de la revolución; la lucha a muerte contra el fascismo ha comenzado y terminará el día en que tengamos el Chile libre, soberano, socialista por el que combatiste y entregaste tu vida.

Compañero presidente ¡venceremos!

 

*Discurso de Beatriz Allende, pronunciado en La Habana, el 28 de septiembre de 1973. Tomado del libro Chile: el otro 11 de septiembre (Ocean Sur, 2006).

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