La palabra coherencia es bastante vilipendiada por estos días. La utiliza por ejemplo el presidente colombiano Juan Manuel Santos para aplicar presión sobre el antagonista político que le sobrevive aún como adversario militar: el Ejército de Liberación Nacional (ELN). «He tomado la decisión de suspender la instalación del quinto ciclo de conversaciones que estaba prevista para los próximos días, hasta que no vea coherencia por parte del ELN entre sus palabras y sus acciones», afirmó el mandatario. Sustentando su decisión precisamente en la falta de conexión entre el discurso y el accionar de la guerrilla, el mandatario Nobel de Paz ha revocado temporalmente la Mesa de Diálogo que radica en Quito, y que conste que es la segunda vez en lo que va de año —primero interrumpió el inicio de las pláticas el pasado 10 de enero al ordenar a su equipo negociador regresar a Bogotá y dar luz verde a sus Fuerzas Armadas para actuar con contundencia— y apenas ha transcurrido un mes.
Es cierto que en ambos casos, los ataques de la guerrilla han colmado la copa de Santos: «mi paciencia y la del pueblo colombiano tienen sus límites», y más que eso, le han llovido las críticas por mano blanda cuando policías mueren o son lesionados y el sigue supuestamente «empeñado» en la solución diplomática. El Ministerio de Defensa notificó que la arremetida más reciente del grupo insurgente fue contra fuerzas policiales en el norte del país, específicamente en tres puntos de la ciudad de Barranquilla, con saldo de siete agentes fallecidos y más de cuatro decenas de personas heridas. Hechos que son absolutamente condenables pero ingrediente esencial de un conflicto armado que permanece vivo.
Si hablamos de coherencia, urge ser coherente, pero todos. Y asoma la pregunta: ¿cuándo el Jefe de Estado colombiano ha condenado públicamente, con idéntica o similar energía a su alocución del pasado lunes desde La Palma, en Cundinamarca, durante un acto de entrega de tierras a familias afectadas por el conflicto, el asesinato de líderes indígenas o afrodescendientes del Chocó, de exguerrilleros de las FARC o sus familiares, de dirigentes comunales o campesinos, de mujeres o activistas por los derechos humanos, a pesar de que se ha convertido en una práctica creciente en el último año? Una práctica que no tiene otro nombre que asesinatos políticos. ¿Esos decesos le han hecho tomar alguna decisión? ¿Han impactado en el proceso de paz? ¿Acaso las vidas de estas personas son menos valiosas que la de los efectivos militares?
Hay muchísima menos coherencia en el actuar de Santos cuando por un lado dice que su máxima es combatir en el terreno como si no hubiese esfuerzo de diálogo y negociar con la insurgencia como si no hubiera confrontación armada. Esta es la llamada doctrina RABIN, aunque para ajustarnos a la realidad, el presidente pone en ella el término «terrorismo». «Se combate el terrorismo con toda contundencia como si no hubiese negociación de paz, y se negocia como si no hubiese terrorismo» dijo durante su discurso condenatorio, y vuelve a ser incoherente ahora después que en el pasado había reconocido a la insurgencia como un actor en igualdad de condiciones en el teatro de operaciones y no como un mero grupo terrorista.
Es entonces que en la práctica Santos viola su propia regla al paralizar el diálogo. A muchos, como a él, les puede parecer contradictorio que se hable de paz y se produzcan atentados, enfrentamientos, emboscadas, pero esas ha sido las condiciones bajo las que funcionó, o al menos llegó a «feliz» término el proceso con las FARC y bajo las que comenzó el proceso con el ELN, que solo alcanzó alivio mientras duró el cese bilateral de fuegos, que las partes no pudieron prorrogar una vez cumplido su fin el pasado 9 de enero, a pesar de tanta voluntad pregonada. Y el presidente bien lo sabe, lo dice y lo contradice, porque ante cada nuevo suceso, toma represalia con la negociación, cuando debiera surtir el efecto precisamente contrario. Ello sin contar, que hablar de los ataques de la guerrilla es narrar solo una parte de la historia, porque frente a los combatientes de la insurgencia hay un ejército en activo que también conoce de ofensiva. «No tenemos la menor duda de que esto —los ataques en Barranquilla— es una retaliación ante tantos buenos golpes de la policía» afirmó el alcalde de la ciudad Alejandro Char, quien en un primer momento culpó de las acciones violentas a las mafias locales asociadas al narcotráfico, hasta tanto uno de los frente elenos, el Guerra Urbano Nacional, se atribuyó uno de los ataques.
Lo que sucede es que, en este caso, la historia siempre ha sido contada por los que detentan el poder de los micrófonos. ¿Qué medio de comunicación se ha hecho eco de la embestida del ejército contra el ELN? En su cuenta en Twitter, el equipo guerrillero de paz ilustró, gráfica mediante, que solamente en enero de 2018 sus hombres han sufrido 10 acciones de la fuerza pública, de las cuales han resultado seis guerrilleros muertos y otros 25 capturados. La delegación insurgente ha lanzado un llamado al gobierno colombiano a retomar la cita en la capital ecuatoriana para pactar «un nuevo y mejor cese bilateral».
Y sí, estoy de acuerdo con Santos en que la coherencia demanda ser consecuentes en nuestros actos acorde a nuestras ideas. Y si el ideal es de paz, hay que buscar el consenso para una nueva tregua, que permita un diálogo más fluido y que conduzca a acuerdos concretos, pero eso, sobre la base de presión ejecutiva, de suspensiones al diálogo y total lejanía con la contraparte, jamás conducirá a nada, o sí, a más guerra y más muertes.
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