De los estallidos sociales que revolucionaron el panorama latinoamericano entre finales de 2019 y principios de 2020, el chileno fue sin dudas uno de los más impactantes por la magnitud de la resistencia popular y por la bestialidad en la respuesta represiva del estado. Pero hoy podemos decir que ese brote de cólera acumulada no fue uno más, porque obligó a los decisores de gobierno a algo más que chorros de agua, balas de goma y violencia, tuvieron que ceder con el propósito de frenar a una masa a la que cada vejación les servía de combustible para seguir firme en su grito de cambio.
La Convención Constituyente que se instaló formalmente en julio de 2021 vino a ser la gran victoria para esos manifestantes y la gran piedra en el zapato para la oligarquía chilena que ha buscado perpetuar por 30 años un modelo de puro espejismo. Y el aumento del pasaje del metro que desencadenó todo fue el golpe que rajó el espejo. Piñera y los suyos idearon la estrategia de hablar de cambio constitucional para calmar la ira que se apoderó de calles y plazas, pero el rumbo que tomó la cosa con el plebiscito y el resultado del proceso constituyentista en curso fue el tiro por la culata del plan inicial del ejecutivo, que se traía un final diferente entre manos.
Entonces, no hubo vuelta atrás, pues para rematar, la composición de la llamada convención —decirle asamblea sonaría demasiado izquierdista para gusto del conservadurismo chileno— resultó un verdadero coctel mucho más social que político, donde los partidos acostumbrados a gobernar lograron colarse en una exigua minoría y primaron los llamados independientes, pero con marcado acento progresista. Para seguir disgustando a la élite del país, las dos personas que ocuparon la presidencia de la convención fueron mujeres y como al que no quiere caldo, la primera de ellas era además mapuche, o sea, representante del pueblo indígena que el Estado chileno y, por ende, todas sus administraciones, han desconocido, y peor, estigmatizado y criminalizado.
En total, fueron 17 los representantes indígenas con voz y voto dentro del cónclave que por demás logró ser paritario, quiere decir eso que contó con paridad de género casi exacta: 77 mujeres y 78 hombres, y esto no había sucedido jamás en la redacción de ninguna constitución del planeta. Por lo que desde el inicio estaba garantizado que de derechos para los pueblos originarios y apoyo a las reivindicaciones feministas de seguro se iba a discutir y legislar.
Durante un año exacto tuvo vida este mecanismo político, cuyos convencionales tenían la altísima misión de escribir letra por letra de un nuevo texto fundamental para los chilenos. Fueron 12 meses en los que también hubo polémica, incertidumbre, caos y polarización; y donde el país cambió bastante, de hecho, un presidente de derecha inauguró la convención constituyente y otro de izquierda hizo las conclusiones y recibió en sus manos la copia de la nueva carta magna.
Incluso el espíritu en torno a este proceso tan deseado ha cambiado. Se exigió en las calles enterrar la constitución pinochetista y concebir una completamente diferente que respondiera a las demandas populares. Se celebró en grande la posibilidad de votar por la transformación y se logró un triunfo masivo en urnas a favor de reescribir de cero la ley de leyes. Y ahora que se le puso el punto final al documento, que está a punto de someterse a consideración de los ciudadanos para que den el visto bueno final en un plebiscito fijado para el próximo 4 de septiembre, las encuestadoras vaticinan el rechazo. Hasta el nuevo mandatario, Gabriel Boric, uno de los principales promotores de la constituyente en sus tiempos de candidato presidencial, ha comenzado tomarse en serio las preocupaciones y recelos de los chilenos con el nuevo texto, recelos que de paso salpican incluso a su figura y su gestión.
¿Qué ha sucedido? ¿Por qué se tambalea la aprobación de la nueva constitución? El entramado jurídico ha sufrido los mismos avatares que cualquier político en campaña: una ofensiva despiadada de la casta política que se resiste a perder privilegios y la moderación de otros actores decisivos ante las presiones de los grupos de poder, además de escándalos y desinformación.
Se esperaba coherencia entre lo plasmado en las 178 páginas, con cerca de 400 artículos y una cincuentena de normas transitorias, y los reclamos de esa multitud que ganó la pelea en las grandes avenidas y se dejó el pellejo, uno ojo, y hasta la vida en el empeño. Para ser coherentes con ellos había que poner a debate el papel del estado, hoy día meramente decorativo en lo social porque rige una nación donde todo es privado, desde el agua hasta la educación y la salud, por nombrar lo elemental. Había que discutir sobre los poderes: el ejecutivo que concentra un poder casi ilimitado, y el legislativo y judicial, tan amañados que les hacen coro a los designios presidenciales, por lo que se imponían nuevas reglas y algo que se llama participación política. Había que hablar de medio ambiente en un país cuyo modelo económico vendido como exitoso se ha erigido sobre prácticas extractivistas, donde los dividendos de un negocio y el libre mercado regulan o, mejor dicho, desregulan todo, también el ecosistema. Ante todo ello estuvo siempre el inmenso reto de crear consensos en medio de una segmentación tal en la que ninguna fuerza alcanzaba para imponer criterio, y se necesitan 104 votos de 155 para dar luz verde a cada párrafo.
Ciertamente se dieron grandes pasos: se pudo poner en blanco y negro que Chile es un Estado social de derecho y se consagraron derechos fundamentales como la salud, la educación, la vivienda digna y la pensión. En algunos casos llegó a ser revolucionaria la propuesta al consagrar el derecho al aborto. Pero hay una serie de acápites en el ojo del huracán mediático relacionados con novedades en el sistema de justicia y en el sistema político.
La derecha, que desde el principio se siente excluida por su baja representatividad en la redacción y aprobación de las normas, ha sido tajante en que promoverá la opción de rechazo durante el referendo. Y buena parte de la izquierda política y del progresismo social que colmó las calles hace casi 3 años está inconforme, porque ve cambios tibios. Una peligrosa confluencia de cara al destino de este proyecto en urnas.
Comentarios