Al regresar de tierra mexicana no me llevo más que los recuerdos y un par de regalos del amor. Me llevo la certeza de lo visto y lo vivido. Me llevo miles de países en uno: DF, Ayotzinapa, San Cristóbal de las Casas, las montañas de Chiapas, los caracoles zapatistas. Me llevo la alegría de encontrarme en todas partes; en la lucha por un sueño todavía no alcanzado. Me llevo en el corazón amores por lo intangible y lo tangible que se encuentra en el caminar.
Caminemos la palabra —dicen los zapatistas—
y la palabra es un susurro.
La lluvia la entierra para que nazca nuevamente.
Las palabras se producen, son semillas.
Horizonte,
nosotros,
lucha,
alegría,
compartir,
esperanza:
todas se entrelazan en el susurro de la voz.
Afuera la lluvia se apura en caer,
sistemáticamente sobre el techo,
donde la espiral crece y se presiente
el nacimiento de lo nuevo.
Al regresar de tierra mexicana traigo un nuevo reto encontrado: llevar conmigo el mar, mi mar. Lo cotidiano de mi vida. Tengo que ser yo misma. Solo así, en la plena honestidad de quién soy y de dónde vengo, puedo encontrarme con los otros y otras.
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