«Éramos de la Sierra, de allá de las montañas, analfabetos crónicos», dice Luis Carlos, a la altura de sus 72 años, con cierto tono de disculpa en la frase, como si ahora no entendiera por qué no adivinó, a primera vista, la grandeza de aquella mujer.
Cayo, como le llaman todos, ya tendría tiempo de conocerla mejor, luego de que se desencadenara el caos y la barbarie a campo abierto, aquel 6 de febrero de 1958, en las alturas del río Yara, hoy provincia de Granma.
«Éramos niños jugando afuera, en una zona descampada. De pronto, empezaron a pasar los aviones de la tiranía y nos escondimos en una casa aislada donde estaba Edelmira Frías con sus hijos. Ellos sabían que éramos niños porque pasaron bajito. Cuando regresaron, venían tirando con las ametralladoras de los aviones directamente hacia donde estábamos.
«Allí resultó asesinada la niña de Edelmira, Lidia Ríos Frías. A mí me hirieron y hubo que amputarme las piernas por arriba del fémur, porque pasaron horas hasta que la tiranía permitió que me operaran. Tenía diez años», recuerda Cayo, apoyado en las muletas que mantiene recostadas en el espaldar del taburete.
Ahora no hay dolor en su mirada, solo agradecimiento. Recuerda que, después del triunfo revolucionario, se encontraba estudiando en el Caney de las Mercedes cuando, en 1962, lo trasladan para la escuela de Sierra Cojímar, en La Habana. Allí conocería a la Celia Sánchez que marcó su vida para siempre.
«Ella se preocupaba porque teníamos que estudiar, que superarnos; pero también se mantenía pendiente de la ropa, los zapatos, los uniformes verdeolivo que ella misma nos mandó a confeccionar. Fui testigo de su preocupación por todos los muchachos, pero tuve la suerte de que se interesara mucho por mí, tal vez porque conocía a la familia o porque sabía del sufrimiento que habíamos pasado cuando la guerra», dice Cayo.
Sonríe, seguramente recordando algún momento que atesora solo para sí y su historia personal. Luego de una breve pausa, retoma la conversación: «Ella misma nos enseñó a usar el cuchillo, el tenedor. Era una mujer de muchos detalles, de gestos muy sensibles, porque pensaba que a los campesinos había que darnos la oportunidad y enseñarnos. Por eso creo que a Celia también hay que verla como pedagoga».
Cayo se acomoda en el taburete. Ha hablado de la sensibilidad y la delicadeza de Celia, mas aún le parece que hay un elemento que destacar porque, asegura él, «teníamos mucha confianza personal con ella, pero todos la veíamos como la mujer que era: la dirigente, la jefa, la persona muy cercana al Comandante en Jefe, con su autoridad. Éramos muchachos y hacíamos nuestras maldades, pero siempre tratando de no traspasar la línea para no disgustarla».
Y así, contando y recordando, se van desparramando las memorias y las anécdotas, sobre todo las que no aparecen en los libros: «Una madrugada se le ocurrió ir a la escuela a pasar revista por los albergues. Estábamos todos acostados y éramos muchachos campesinos, con nuestras costumbres, así que, aunque teníamos shorts de uniforme, dormíamos “como nos criaron”. Esa noche ni nos enteramos que ella nos había visto, pero a los dos o tres días se apareció un camión con más shorts verdeolivos y la orden de que teníamos que dormir con ropa. Esa fue una muestra más de la disciplina que ella defendía».
Para el muchacho de 17 años en el que Cayo se había convertido en Sierra Cojímar, que Celia le anunciara que se iría a Alemania para que le hicieran sus primeras prótesis, fue como ayudarlo a nacer otra vez. Era la oportunidad que había esperado durante su adolescencia.
Pero Celia no se detenía cuando se proponía ayudar. Cuenta Cayo que, a su regreso de Alemania, ella le pidió que ingresara a la escuela de telecomunicaciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias:
«Ahí me hice especialista en comunicaciones por cable, y luego pasé a trabajar muy cerca de ella, en el Palacio de la Revolución, donde me sentí útil y realizado. Por eso yo la veo como mi madre, mi compañera, mi jefa: fui su subordinado hasta que ella murió. Y allí me jubilé».
***
Adis Ladrón de Guevara Espinosa no había escuchado hablar sobre Celia de manera consciente hasta 1971, cuando ya culminaba el décimo grado. Estudiaba en la escuela Ana Betancourt, de la capital, a donde la habían traído junto a otras niñas campesinas para abrirles el espectro de oportunidades que no encontrarían en sus lugares de origen. Como Cayo, también ella había nacido en la región oriental, testigo del arrojo de los cubanos contra la tiranía batistiana, pero aún rezagada en cuanto a opciones de superación.
A sus 65 años bien cuidados, con una vida apegada al trabajo y al cumplimiento del deber, Adis se rehúsa a hablar en singular y su profunda modestia solo le permite aceptar el diálogo con Juventud Rebelde porque se trata de brindar testimonio de lo que significó Celia Sánchez para la vida de tantas muchachas humildes.
Cuenta Adis que un día reunieron a un grupo de 34 muchachas estudiantes de la escuela Ana Betancourt y les dijeron que habían sido escogidas para realizar un trabajo dirigido por Celia. Tenían entre 16 y 18 años.
«Luego nos explicaron que iban a prepararnos integralmente para formar parte del colectivo de trabajadores del Palacio de la Revolución. Nos pusieron profesores para que nos impartieran Historia de Cuba, idiomas, gramática, cursos de música, reglas de urbanidad, de protocolo, para que nos enseñaran todos los detalles de convivencia y comportamiento, hasta que culminamos esa etapa de la enseñanza media superior.
«Hicimos la carrera universitaria —la mayoría cursó la Licenciatura en Periodismo—, y pasamos una escuela de taquigrafía y mecanografía porque formaríamos parte del colectivo de taquígrafos de Palacio», cuenta quien hoy se desempeña como jefa del Departamento de versiones taquigráficas de la Presidencia de la República.
La escucho mientras narra, con su hablar pausado y su tono de voz bien bajo, explicando cómo Celia caló en aquel grupo de muchachas de tal forma que todas se convirtieron en adultas consagradas a la labor que les habían encomendado, como justa retribución a la confianza que la líder revolucionaria había depositado en ellas.
«Todas éramos mujeres del campo y Celia nos escogió confiando siempre en la base que puede tener la persona humilde formada por la Revolución, y en cómo prepararla con el fin de que sea un buen trabajador. Eso fue lo que sucedió con nosotras.
«Para el grupo que nos quedamos en Palacio fue algo grandioso porque nos tocó trabajar en una de las oficinas del Comandante, transcribiendo los discursos, las tomas taquigráficas de lo que él dictaba; a veces también en las reuniones, las conferencias, las entrevistas, y hasta en algunos de sus viajes», explica Adis con calma y mientras lo hace me parece descubrirle el sentimiento aflorando en su mirada.
El recuerdo que ella atesora de Celia no difiere del que han descrito todos los que la conocieron, aunque cada quien con un matiz particular. «En las asambleas de los trabajadores se sentaba en el público, nunca en la presidencia.
«Se acomodaba cubriéndose los hombros con una mantica que siempre traía porque era muy friolenta. Cuando iba a la oficina, era una personita muy diligente y cariñosa. La admirábamos y la queríamos tanto por toda su humildad, y porque nunca vimos en ella un gesto de prepotencia. Eso nos lo transmitió a nosotras».
Adis asegura que, a pesar de su apariencia frágil, de tan menuda que era, siempre la veía «como alguien muy grande, como si fuera la madre del grupo». Por lo que ella cuenta, ciertamente actuaba como si lo fuera, porque «se ocupaba y lo dirigía todo: los cumpleaños cada mes, las bodas, porque toda nuestra familia vivía lejos y nunca nos faltó nada: ella siempre estaba pendiente».
La sencillez de Celia que tanto admiraron aquellas muchachas humildes no solo estaba en sus gestos, sino que se había convertido en su propio estilo de vida, el cual se notaba hasta en su forma de vestir. Así lo resume una de sus pupilas:
«Se ponía generalmente unas alpargatas y unos “batoncitos” confeccionados con tela de saco de harina. Ella se los mandaba a hacer pintaditos o bordados, y esa era la ropa que ella se ponía, por lo menos para la actividad cotidiana en Palacio, a donde llegaba en su yipi montuno. Esa era Celia».
Para Adis, como para Cayo y para tantos otros niños, adolescentes y jóvenes humildes, Celia representó esa maestra amorosa que se empeñaba en hacer crecer a sus muchachos no solo saludables de cuerpo, sino también de espíritu. Adis lo define de esta manera:
«A nosotras nos enseñó a trabajar, a querer a la Revolución, a entregarnos sin escatimar tiempo ni beneficios, y a darlo todo porque las cosas salieran bien, y, sobre todo, nos educó en el cuidado que debíamos tener con los documentos del Comandante para que quedaran para la Historia».
Sin embargo, más allá de la delicadeza y la sensibilidad, en la eterna combatiente de la Sierra también habitaba un espíritu que exigía respeto y disciplina. De esa faceta Adis también fue testigo: «Durante muchos años, fue la Secretaria del Consejo de Estado y, como tal, lo atendía todo. Sí era muy severa cuando había algo mal hecho en cualquier esfera del trabajo, pero también se encargó de educar a todos los trabajadores.
«En la actualidad, en todo el Palacio de la Revolución está su mano: en los helechos, en los muebles, en todo. Y los trabajadores antiguos tratamos de transmitirles esa visión a los que van entrando para que su espíritu no se pierda, porque nosotros no pensamos en Celia en pasado, siempre hablaremos de ella en presente».
Tomado de Juventud Rebelde.
Comentarios