“Hay hombres [y mujeres] que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.
Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles”.
Bertolt Brecht
Carmen, 75 años
La cultura de izquierdas, tan litúrgica como la cristiana, tiende a conmemorar a sus referentes en los aniversarios de su fallecimiento. Esto se exacerba ante la violenta Latinoamérica del siglo XX, donde millares de militantes, en nombre del socialismo y la emancipación, perdieron sus vidas en “el largo y difícil camino de la revolución obrera y campesina”[1]. Sin embargo, al concentrarnos sólo en el último destello de rebeldía de estos dignos hombres y mujeres cargados de heroicidad, nos lleva a navegar por las tinieblas del culto a la muerte, que lamentablemente trae consigo nublar la riqueza de su praxis revolucionaria y, con ello, termina limitando el dialogo histórico y su recreación política en virtud de la construcción de un proyecto de transformación social.
Carmen Castillo Echeverría, creemos, es una de las sobreviviente más destacadas de la pléyade revolucionaria latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y, en este mayo del 2020, el día 21 –para ser exacto– cumple 75 años, de los cuales más de medio siglo se ha dedicado a luchar por las ideas de la transformación social desde las más diversas trincheras. Su perseverancia en las filas de los humildes de la tierra la vuelve una imprescindible digna de conocer en su integridad por las nuevas generaciones que hoy se alzan en Chile y el mundo contra el capital y sus injusticias. Esta breve semblanza más que un homenaje –que tienden a reducirse al mero reconocimiento del pasado– pretende ser una apuesta dialógica para pensar con ella los necesarios desafíos utópicos que depara un futuro que es hoy.
Este trabajo biográfico sobre Carmen, con vocación de diálogo intergeneracional, se construyó en base a su filmografía, bibliografía, entrevistas y literatura que colinda con su propia trayectoria. Como se darán cuenta, también es una invitación permanente a visitar sus películas y textos de corte autobiográficos, esto es, ir al encuentro directo con la escritora y cineasta, pero sobre todo con esa mujer militante, que hemos llamado “una revolucionaria de todos los tiempos”.
La Quinta Michita
Eran las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, y aún se encontraba fresca la pólvora del “Día de la Victoria”[2]. Paradojalmente, Carmen nació un día de festividades militares, un 21 de mayo, donde las y los chilenos conmemoran un combate naval. En aquella época en Chile gobernaban los radicales, en una extraña alianza con socialistas y comunistas, hasta que estos últimos fueron perseguidos y relegados por sus antiguos aliados a través de la dictación de la “Ley Maldita”[3].
Desde la sangre materna, Carmen es descendiente de la historia de la elite intelectual nacional. Su bisabuelo, Eliodoro Yáñez, candidato a la presidencia de Chile en 1920, fue un destacado político y periodista, dueño y fundador del diario La Nación. A causa del golpe de Estado de 1927, perpetrado por el coronel Carlos Ibáñez del Campo, se le despojó del cargo de senador, expropiaron su periódico y fue desterrado del país, exiliándose con su esposa, hijos y nietos en París. Su abuela, María Flora Yáñez Bianchi, escritora, fue una de las precursoras de la literatura feminista. Su madre, Mónica Echeverría Yáñez (desde ahora doña Mónica) resumirá con su excepcional pluma que:
“La familia Yáñez, la impuesta por mi madre, fue siempre más cercana a nosotros. Los Echeverría, representaban el Chile aristocrático, católico y tradicional por muy excéntricos que fueran. Los Yáñez, liberales, y algunos socialistas o anarquistas, pertenecían al mundo de los intelectuales y artistas, varios de ellos sin Dios ni normas que los restringieran en sus arranques amorosos y en sus vuelos imaginativos”.[4]
Desde la ascendencia paterna, los Castillo son una familia más bien vinculada a la política. Su bisabuelo, Lindor Castillo Ramírez, fue un agricultor, abogado y diputado. Su abuelo, Eduardo Castillo Urizar, abogado, pero con inclinaciones poéticas, fue el Conservador de Bienes Raíces de Santiago. Su tío Eduardo Castillo Velasco, cuando Carmen nació, era el alcalde de la comuna Ñuñoa (que en aquella época incorporaba a la comuna de La Reina). Otro de sus tíos –el favorito, y quien la acercó a la política–, Jaime Castillo Velasco, fue el fundador e ideólogo de la Democracia Cristiana, ministro y parlamentario, y posteriormente luchador incansable por los Derechos Humanos. Podríamos decir que su padre, el arquitecto Fernando Castillo Velasco (desde ahora don Fernando), fue el menos político del clan Castillo, no obstante, en 1964 fue elegido el primer alcalde de la comuna de La Reina.
Doña Mónica y don Fernando se casaron en el otoño de 1944. Don Fernando nunca quiso dejar la tierra que lo vio nacer y al poco andar del matrimonio se mudaron a la casa de los Castillo. Su padre Eduardo edificó con sus propias manos esta casona colonial a principios del siglo XX en los faldeos de la Cordillera de los Andes, parcela ubicada en la calle Simón Bolívar, la que llamaron Quinta Michita.
En su adorada Quinta Michita, don Fernando, el arquitecto incansable, en medio de una selva de árboles frutales construyó una casa de vidrio. En aquella fértil y húmeda tierra creció Carmen, jugando a la sombra de un viejo nogal, corriendo entre los senderos de cerezos, balanceándose en la hamaca del viejo sauce llorón y respirando el olor a flores de jazmines que nunca podrá olvidar. Un día, en una de sus películas, su padre le dijo: “Lo más hermoso del ser humano es parecerse a un árbol, que eche raíces, que conozca la tierra, que conozca un lugar, que conozca los seres vivos”[5].
Los recuerdos de infancia de Carmen oscilan entre la forma y la palabra, entre la creatividad arquitectónica de su padre y la belleza literaria de su madre. Don Fernando, extiende sus planos y maquetas en la mesa. Doña Mónica y sus compañeras del Teatro Ictus se toman la casa para ensayar. Los libros invaden las paredes transparente del hogar y, como si estuvieran en una revuelta social, no respetan las formalidades del orden temático. Anna Karénina de Tolstói probablemente fue una de sus primeras lecturas. La mesa del hogar la remonta a su abuela y al revolver de la olla de adobe con manjar blanco, pero también, a la invasión permanente de amigos y parientes, políticos rupturistas y artistas bohemios, que con vehemencia disparan proclamas, ideas y sueños.
Para don Fernando la Quinta Michita siempre se proyectó como un ideal de “comunidad”, que para él significaba una vida colectiva como resistencia básica al salvaje modelo imperante. Consecuente, se propuso convertir el terreno de la Michita en un espacio comunitario, donde amigos cercanos pudieran construir sus hogares en solidaria comunión con el entorno. Será en los años dictatoriales cuando este sueño se concrete. Los intelectuales de la resistencia chilena, desde Tomás Moulián a Julieta Kirkwood, coparon el espacio, que terminó siendo “el refugio de sus sueños mutilados”[6]. Carmen no conoció esta historia, pues ya se encontraba muy lejos, en otra de sus vidas, impedida de volver al cobijo de sus raíces.
Carmen en la Quinta Michita y a través de su entorno afectivo creció en armonía con la naturaleza y bajo una riquísima multiplicidad de campos sociales: político, académico y artístico; en tiempos donde las fronteras disciplinarias no eran más que frágiles barreras imaginarias. Forjó un habitus intelectual del cual no se desprenderá en su andar, que potenció en ella un quehacer ecléctico que ha zigzagueado en su trayectoria entre la vocación por las investigaciones históricas, su necesidad de escritora, la sensibilidad cinematográfica, el accionar político y, todo esto, siempre envuelto en los pliegues del crisol de la militancia. Su ser “militante”, apostamos, está íntimamente vinculada a la idea de “comunidad” que heredó de su padre.
La ternura del Che Guevara
Quizás por el exilio francés de su bisabuelo Eliodoro, extendido a la abuela Flora como a doña Mónica o, tal vez, por la mera siutiquería de la aristocracia criolla que veía en la “Ciudad de la Luz” la aspiración máxima de asimilación, es que Carmen creció irradiada por la “alta” cultura francófona. Concordante con ello, ingresó en la educación secundaria a la Alianza Francesa y luego al colegio de las “monjas francesas”, establecimientos educacionales en los que hasta el día de hoy se reproduce la élite chilena.
Será en el colegio donde conoce a sus grandes amigas de la vida y, reconocerá que junto a ellas, rasgará en algo con aquella timidez que tanto la caracterizó en la niñez. Pero será a los 14 años, en los trabajos voluntarios de verano en comunidades campesinas pobres, en el encuentro con los que sufren y en la hermosa dialéctica de la alfabetización, que se sentirá llamada por la causa de los “condenados de la tierra”, como dijo Fanon. Carmen dirá: “allí había una energía de vida para mí que me nutría”[7]. ¿Qué nutre el despertar político y social de Carmen? El Che Guevara decía que la cualidad más linda del revolucionario es sentir indignación frente a las injusticias.
Cuando Violeta Parra volvió a Chile, a mediados de la década del 60, don Fernando –que ya era alcalde de la comuna de La Reina– le cedió un terreno para que pudiera montar una gran carpa que pretendía convertirse en el epicentro de la cultura popular chilena. Violeta allí cantaba en nombre de los harapientos y sentenciaba que “Chile limita en el centro de la injusticia”[8]. En su juventud, Carmen tropieza con un país de miserias y desigualdades, en contraste profundo con sus propios privilegios de clase. Ella siente que su lugar es otro, y de seguro que es por ello que desecha continuar sus estudios universitarios en la conservadora Universidad Católica, donde su padre pronto se convierte en el rector más emblemático de su historia. Bifurca y su opción es por la educación laica y pública, ingresando a estudiar en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. “Historia” fue su elección, mientras que sus expectativas futuras estaban en el mundo académico.
Su vocación por la historia se envolvía por aquellos días con la idea de que los pueblos sometidos del mundo estaban reescribiendo su propia historia. En los pastosos campos del Pedagógico solo se hablaba de las luchas de liberación nacional y, sobre todo, de las verde olivas hazañas de los guerrilleros cubanos. Es allí donde se enamora de un rebelde joven estudiante de sociología, Andrés Pascal Allende, con quien se casa y tendrán a su primera hija, Camila; cuyo nombre sospechamos que fue tomado del mítico comandante de la Revolución cubana, Camilo Cienfuegos. Doña Mónica recordará del matrimonio de su hija: “creo que esa fue la última fiesta que conviven amistosamente –como era costumbre en la era de la república– moros y cristianos”[9].
Pero no será con Andrés Pascal Allende que Carmen se involucrará en la militancia política, sino que a través de la prima de este, Tati Allende, la hija revolucionaria y predilecta de Salvador Allende. “Mis primeros pasos en el compromiso concreto los visualizo guiada por ella”, dirá, “tomada de su mano voy descubriendo, a mediados de los 60, la esplendorosa cartografía de las luchas revolucionarias de nuestra América”[10]. Tati lideró la sección chilena de Ejército de Liberación Nacional (ELN), dirigido por el comandante Ernesto Guevara en las montañas bolivianas. Carmen la siguió en la senda guevarista.
Solo eran cuatros las militantes de la sección chilena del ELN. Eran tiempos de abrigada fraternidad conspirativa. Una de las misiones de Carmen fue viajar clandestinamente a La Paz, Bolivia, donde tuvo que hacer un punto de contacto con el mando central de la guerrilla del Che que, por aquellos días, era liderada por Inti Peredo. Esa fue la primera vez que evadió la muerte, pues los esbirros bolivianos la asecharon sin suerte.
Carmen escribirá que “ser guevarista nos permitió sentir como propio todo sufrimiento, toda embestida a la dignidad humana, en cualquier lugar del mundo y en particular en América Latina”[11]. Al calor de una nueva ética militante se forjaba a la “mujer nueva”. Cuando llegó la noticia de la muerte del Che: Carmen y Tati se abrazaron, y sus lágrimas se juntaron, pero también juraron que la lucha debía continuar bajo el lema del “vencer o morir” por la revolución socialista. En esa proclama del comandante de sonrisa conmovedora, “hay que endurecerse sin perder la ternura”, creemos que bordó su uniforme de militante revolucionaria, pues si hay algo fácil de reconocer en ella es esa amalgama y falso oxímoron de tierna rebeldía.
[1] Frase de Miguel Enríquez. En discurso de 24 de enero de 1973.
[2] “Día de la Victoria” se denomina al triunfo de la URSS sobre la Alemania Nazi ocurrido el 9 de mayo de 1945.
[3] La Ley de Defensa Permanente de la Democracia, conocida popularmente como la “Ley Maldita”, entró en vigencia en septiembre de 1948 bajo el gobierno radical del presidente Gabriel González Videla, que tuvo por objeto proscribir la participación política de los comunistas chilenos.
[4] Echeverría, Mónica y Carmen Castillo, “Santiago – París. El vuelo de la memoria”, Santiago: Editorial LOM, 2002, p. 17.
[5] Castillo, Carmen, “El país de mi padre”, 2004. Ver: https://vimeo.com/215692029
[6] Garate, Manuel, La Quinta Michita (1964-1983): de la Reforma Universitaria a una vida en comunidad (Chile), 2008.
[7] Castillo, Carmen, entrevista con Vivian Lavín, programa “Vuelan las Plumas” emitido por la Radio Universidad de Chile el 27 de abril de 2017.
[8] Escuchar canción de Violeta Parra “Al centro de la injusticia”.
[9] Echeverría, Mónica y Carmen Castillo, “Santiago – París. El vuelo de la memoria”, Santiago: Editorial LOM, 2002 p. 64.
[10] Castillo, Carmen, Prólogo a la edición chilena del libro “Tati Allende. Una revolucionaria olvidada”, p. 11-12.
[11] Ibídem.
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