Alguien que se llame Camilo Cienfuegos, ¿puede
ser otra cosa que guerrillero? Cuando escuché el nombre por primera vez creí
que se trataba de un seudónimo, pero cuando lo conocí personalmente en el
campamento de Fidel Castro, cerca de Jibacoa, comprendí que ese joven barbudo,
de melena casi roja, flaco y somñoliento, con la canana cargada de balas
colgando de donde debía estar la cintura y un enorme sombrero de fieltro, tenía
que tener un nombre así, era el físico del guerrillero de leyenda y por lo
tanto debía llamarse, si no Cienfuegos, Mil Rayos o Tormenta…
Empleado de comercio
Cuando lo observaba, sentado en el suelo sucio, chupándose la barba como si
hubiese estado embebida en miel de caña, proyectando con Castro las operaciones
de sabotaje que iba a realizar días después en pleno llano, controlado por las
tropas de Batista, trataba de ubicar su cara delgada y quemada por el sol,
detrás del mostrador de la sastrería de ropa fina para hombres, de la calle
Reina, donde había sido dependiente hasta que se unió a Fidel.
El menor de tres hermanos —nació en 1933—, había seguido con apasionado interés
la actuación de su hermano Osmani en la Universidad de La Habana, contra la
dictadura batistiana. Pero recién cuando se produjo el asalto al cuartel
de Moncada, el 26 de julio de 1953, se plegó decididamente al movimiento
insurreccional. Por supuesto que no transcurrió mucho tiempo sin que cumpliese
el camino corto y violento de la juventud cubana de esa época: cárcel, palos y
exilio.
En Nueva York, donde conoció a Fidel Castro, trabajó de lavaplatos a veces, y
de buscador de empleos casi siempre.
De los Estados Unidos viajó a México, junto con el grupo que iba a entrenarse
para la «invasión a Cuba», y ahí se hizo amigo de los que más tarde serían sus
compañeros en las páginas de la historia de Cuba: Raúl Castro, el Che Guevara,
Ramirito Valdés, Juan Almeida, etcétera.
Entre el aprendizaje de las armas, las discusiones ideológicas sobre «lo que
debía ser la revolución» y los eternos chistes de campamento, Camilo recitaba a
Lorca, cantaba canciones cubanas y se enamoraba todos los días, pese a la
vigilancia estricta de ese jefe apasionado y austero que sólo pensaba en «la
invasión» y al cual admiraba: Fidel.
Uno de los doce
Por fin llegó el desembarco —glorioso y trágico— y Camilo Cienfuegos fue uno de
los doce que quedaron con Castro. Días durísimos en la montaña, descubrimiento
de una Cuba que el habanero desconocía, escondida en los bohíos de guano, en
los vientres hinchados de los niños hambrientos y bajo la bota de los guardias
prepotentes y ladrones del batistato. Camilo comenzó a crecer al lado de
sus compañeros y con ellos se fue formando. Ya no hacía revolución sólo por los
estudiantes apaleados de La Habana. Comprendió que había que hacerla por
muchas, por muchísimas más llagas que había que curarle a la patria. En el
combate de Uvero se gana dos heridas y el grado de teniente.
Y en abril de 1958, ya «hecho» guerrillero y revolucionario, desciende al llano
a cumplir las más peligrosas operaciones de sabotaje que se realizaron durante
la guerra. Combatió durante meses todas las noches —ocultándose de día—
prácticamente entre las tropas batistianas.
Sus noventa hombres
Luego de la aplastada ofensiva que lanzó la dictadura, se produjo la
contraofensiva de los «barbudos». Y Camilo, ya comandante, emprende junto al Che
Guevara, la marcha hacia la provincia de Las Villas, en donde habría de
producirse la estrepitosa caída del régimen bien gordo y armado, pero carente
de algo que ni sospechaban era necesario para pelear: moral. El Che penetra en
Las Villas con su famosa columna 8 Ciro Redondo, por la parte sur y Camilo, con
los noventa hombres de su columna Antonio Maceo se cuela por el norte. Las dos
columnas habían atravesado 500 kilómetros a pie, hostigadas por la aviación y
por el hambre, sin calzado y casi sin ropa.
Pero la batalla de Yaguajay, y por último la de Santa Clara, fortalecen a los
rebeldes y los hacen triunfadores.
Durante toda esa larga campaña el Che y Camilo se comunicaban por radio,
inventando avances y derrotas que desconcertaban a «escuchas» del ejército
batistiano. Y Cienfuegos se divertía, dándose casi siempre por «derrotado» ante
las tropas de Batista en inexistentes combates que enloquecían al estado mayor
del gobierno. El derrumbe vertiginoso del régimen crea un clima de desconcierto
saturado de olor a maquinaciones políticas y a «palabras de honor» que decide a
Fidel Castro a marchar sobre La Habana. La misión fue encomendada al antiguo
ayudante del sastre de la calle Reina, que toma el campamento militar de
Columbia a los 25 años, investido del cargo de gobernador de todas las
fuerzas de la provincia.
Luego, los revolucionarios en el gobierno comienzan la ciclópea tarea de
organizar el país. Camilo ocupa el cargo de Jefe del Estado Mayor y luego el de
Jefe del Ejército.
Pero como en todo gobierno revolucionario, tiene que cumplir además mil
trabajos que no tienen nada que ver con su cargo. Pronuncia discursos, recorre
constantemente el país atendiendo a las obras revolucionarias y planea junto
con sus compañeros la defensa de la Isla.
La divertida «invasión trujillista» le da una nueva ocasión de desahogar su
buen humor, comunicándose todos los días por radio con Santo Domingo y dando
personalmente instrucciones a los «invasores» sobre el lugar en donde deben
aterrizar. Allí los esperó junto a Fidel Castro.
En tanto su popularidad se fue acrecentando hasta colocarlo al lado de los
hombres más queridos del pueblo cubano: Fidel Castro, Raúl, el Che. Luego
del ataque aéreo a La Habana, todos ellos hablan ante un millón de cubanos. En
esa ocasión, 48 horas antes de su desaparición, afirmó Camilo:
De rodillas nos pondremos una vez, y una vez inclinaremos nuestras
frentes…y será el día que lleguemos a la tierra cubana que guarda veinte mil
cubanos para decirles: ¡Hermanos, la revolución está hecha, vuestra sangre no
cayó en vano!
*Crónica de Jorge Ricardo Masetti sobre Camilo Cienfuegos, publicada en el periódico argentino Crítica, el 15 de noviembre de 1959.
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