Proposiciones

Camilo Cienfuegos*

19 mar. 2018
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Alguien que se llame Camilo Cienfuegos, ¿puede ser otra cosa que guerrillero? Cuando escuché el nombre por primera vez creí que se trataba de un seudónimo, pero cuando lo conocí personalmente en el campamento de Fidel Castro, cerca de Jibacoa, comprendí que ese joven barbudo, de melena casi roja, flaco y somñoliento, con la canana cargada de balas colgando de donde debía estar la cintura y un enorme sombrero de fieltro, tenía que tener un nombre así, era el físico del guerrillero de leyenda y por lo tanto debía llamarse, si no Cienfuegos, Mil Rayos o Tormenta…
 
Empleado de comercio
Cuando lo observaba, sentado en el suelo sucio, chupándose la barba como si hubiese estado embebida en miel de caña, proyectando con Castro las operaciones de sabotaje que iba a realizar días después en pleno llano, controlado por las tropas de Batista, trataba de ubicar su cara delgada y quemada por el sol, detrás del mostrador de la sastrería de ropa fina para hombres, de la calle Reina, donde había sido dependiente hasta que se unió a Fidel.
 
El menor de tres hermanos —nació en 1933—, había seguido con apasionado interés la actuación de su hermano Osmani en la Universidad de La Habana, contra la dictadura batistiana. Pero recién cuando se produjo el asalto al cuartel de Moncada, el 26 de julio de 1953, se plegó decididamente al movimiento insurreccional. Por supuesto que no transcurrió mucho tiempo sin que cumpliese el camino corto y violento de la juventud cubana de esa época: cárcel, palos y exilio.
 
En Nueva York, donde conoció a Fidel Castro, trabajó de lavaplatos a veces, y de buscador de empleos casi siempre.
 
De los Estados Unidos viajó a México, junto con el grupo que iba a entrenarse para la «invasión a Cuba», y ahí se hizo amigo de los que más tarde serían sus compañeros en las páginas de la historia de Cuba: Raúl Castro, el Che Guevara, Ramirito Valdés, Juan Almeida, etcétera.
 
Entre el aprendizaje de las armas, las discusiones ideológicas sobre «lo que debía ser la revolución» y los eternos chistes de campamento, Camilo recitaba a Lorca, cantaba canciones cubanas y se enamoraba todos los días, pese a la vigilancia estricta de ese jefe apasionado y austero que sólo pensaba en «la invasión» y al cual admiraba: Fidel.
 
Uno de los doce
Por fin llegó el desembarco —glorioso y trágico— y Camilo Cienfuegos fue uno de los doce que quedaron con Castro. Días durísimos en la montaña, descubrimiento de una Cuba que el habanero desconocía, escondida en los bohíos de guano, en los vientres hinchados de los niños hambrientos y bajo la bota de los guardias prepotentes y ladrones del batistato. Camilo comenzó  a crecer al lado de sus compañeros y con ellos se fue formando. Ya no hacía revolución sólo por los estudiantes apaleados de La Habana. Comprendió que había que hacerla por muchas, por muchísimas más llagas que había que curarle a la patria. En el combate de Uvero se gana dos heridas y el grado de teniente.
 
Y en abril de 1958, ya «hecho» guerrillero y revolucionario, desciende al llano a cumplir las más peligrosas operaciones de sabotaje que se realizaron durante la guerra. Combatió durante meses todas las noches —ocultándose de día— prácticamente entre las tropas batistianas.
 
Sus noventa hombres
Luego de la aplastada ofensiva que lanzó la dictadura, se produjo la contraofensiva de los «barbudos». Y Camilo, ya comandante, emprende junto al Che Guevara, la marcha hacia la provincia de Las Villas, en donde habría de producirse la estrepitosa caída del régimen bien gordo y armado, pero carente de algo que ni sospechaban era necesario para pelear: moral. El Che penetra en Las Villas con su famosa columna 8 Ciro Redondo, por la parte sur y Camilo, con los noventa hombres de su columna Antonio Maceo se cuela por el norte. Las dos columnas habían atravesado 500 kilómetros a pie, hostigadas por la aviación y por el hambre, sin calzado y casi sin ropa.
 
Pero la batalla de Yaguajay, y por último la de Santa Clara, fortalecen a los rebeldes y los hacen triunfadores.
 
Durante toda esa larga campaña el Che y Camilo se comunicaban por radio, inventando avances y derrotas que desconcertaban a «escuchas» del ejército batistiano. Y Cienfuegos se divertía, dándose casi siempre por «derrotado» ante las tropas de Batista en inexistentes combates que enloquecían al estado mayor del gobierno. El derrumbe vertiginoso del régimen crea un clima de desconcierto saturado de olor a maquinaciones políticas y a «palabras de honor» que decide a Fidel Castro a marchar sobre La Habana. La misión fue encomendada al antiguo ayudante del sastre de la calle Reina, que toma el campamento militar de Columbia a los 25 años, investido del cargo de gobernador de todas las fuerzas de la provincia.
 
Luego, los revolucionarios en el gobierno comienzan la ciclópea tarea de organizar el país. Camilo ocupa el cargo de Jefe del Estado Mayor y luego el de Jefe del Ejército.
 
Pero como en todo gobierno revolucionario, tiene que cumplir además mil trabajos que no tienen nada que ver con su cargo. Pronuncia discursos, recorre constantemente el país atendiendo a las obras revolucionarias y planea junto con sus compañeros la defensa de la Isla.
 
La divertida «invasión trujillista» le da una nueva ocasión de desahogar su buen humor, comunicándose todos los días por radio con Santo Domingo y dando personalmente instrucciones a los «invasores» sobre el lugar en donde deben aterrizar. Allí los esperó junto a Fidel Castro.
 
En tanto su popularidad se fue acrecentando hasta colocarlo al lado de los hombres más queridos del pueblo  cubano: Fidel Castro, Raúl, el Che. Luego del ataque aéreo a La Habana, todos ellos hablan ante un millón de cubanos. En esa ocasión, 48 horas antes de su desaparición, afirmó Camilo:

 

De rodillas nos pondremos una vez, y una vez inclinaremos nuestras frentes…y será el día que lleguemos a la tierra cubana que guarda veinte mil cubanos para decirles: ¡Hermanos, la revolución está hecha, vuestra sangre no cayó en vano!
 
 

*Crónica de Jorge Ricardo Masetti sobre Camilo Cienfuegos, publicada en el periódico argentino Crítica, el 15 de noviembre de 1959.

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