El Salvador vive su segundo mes en estado de excepción luego de que la medida decretada por el presidente Nayib Bukele, a finales de marzo, se prorrogara otros 30 días más. La razón: una «guerra contra las pandillas» emprendida por Bukele, tras un repunte de la violencia que en un solo fin de semana retrotrajo al país a los tiempos de sus peores índices de criminalidad.
Los casi 3 años de gestión del mandatario millennial han estado repletos de medidas polémicas, ninguna de sus decisiones ha pasado gris o con la cuota de críticas habituales, todas han sido controvertidas en extremo, todas exacerban posiciones y opiniones políticas, lo más singular es, sin dudas, que en casa los números de aprobación le siguen favoreciendo y los juicios más enconados le llegan desde fuera: algunos gobiernos en algún momento aliados y organizaciones internacionales.
Ahora el tema sobre el tapete es uno de los más sensibles, sino el que más, de todos por los que ha desfilado: la seguridad ciudadana en un país con una violencia estructural y enquistada, que es una asignatura pendiente de administración en administración. Un país de poco más de 6 millones de habitantes en el que se estima hay unos 70 mil pandilleros, una cantidad mayor que la suma de los efectivos militares y de policía en todo el territorio.
Las pandillas o maras, como también se les llama allí, son los responsables primarios del derramamiento de sangre, que por décadas han usado como mecanismo de chantaje a políticos, es decir, en dependencia del cumplimiento de sus demandas hay más o menos cadáveres en las calles. Históricamente también los distintos gobiernos salvadoreños han optado por alternar negociaciones con las pandillas o mano dura, sin atender causas de fondo o darle una mirada integral al fenómeno que tiene mucho de deuda social con poblaciones marginadas.
Entre las promesas de campaña de Bukele estaba la seguridad pública. En las primeras semanas de su mandato, anunció su plan de seguridad, lo pintó como preventivo y de rehabilitación, pidió presupuesto extra. Luego le dio un nombre de impacto: Plan Control Territorial. En los dos primeros años, se jactó de una disminución significativa de los homicidios. Nadie sabía a ciencia cierta por qué y solo se rumoraba de pactos secretos con las maras. Nada se pudo comprobar y llegamos a inicios de 2022 con un repunte de la violencia, un fin de semana mortífero en marzo y una cacería de mareros en medio de libertades civiles en pausa.
¿Dónde viene lo verdaderamente controvertido? En que por un lado se les ha demostrado músculo a los criminales, se está actuando sobre personas extremadamente violentas, que han enlutado familias, que generan zozobra, miedo en la gente. Hay quien cree que ha llegado el momento de la justicia, de frenar a los pandilleros de una vez y por todas. Incluso, las encuestas dicen que el 90% de los salvadoreños aplauden a Bukele por la ofensiva; pero, por otro lado, hay actuaciones reprobables, atropellos y violaciones que no están siendo tenidas en cuenta y muchas preguntas que se imponen y levantan dudas sobre todo este fenómeno.
En tan solo un mes se han capturado cerca de 20 mil presuntos pandilleros —la cifra actual se acerca a los 27 mil— entonces, ¿por qué se pudo ahora en tiempo récord y antes no? ¿Ha sido realmente necesario implantar el estado de excepción? ¿Por qué prorrogarlo otro mes más si la razón inicial, la violencia, se había reducido considerablemente después de los encarcelamientos y las medidas extremas?
En medio de todo hay policías denunciando que se les exige una cuota de arrestos, y esto va directamente relacionado con el siguiente problema: hay personas inocentes y pandilleros con condenas ya cumplidas y en reinserción social que están hoy día siendo apresados también. En cuanto a los menores de edad, para fines de abril ya superaban el millar y medio tras las rejas y aunque en este negocio del crimen se ingresa desde muy joven, desde adolescente y hasta desde más niños, debería ser una máxima darle un tratamiento diferenciado a este grupo etario, pero el nuevo código penal —otras de las iniciativas polémicas de Bukele— estipula tratar como adultos a aquellos mayores de 12 años.
Diversas organizaciones humanitarias han recibido más de 300 denuncias de violaciones a los derechos humanos durante el primer mes de régimen de excepción, en su mayoría son casos de detenciones arbitrarias por parte de la policía. Precisamente, detener a personas sin mayores explicaciones, así como aumentar el tiempo de reclusión antes de notificarlo a sus familiares, forman parte de las prácticas que se llevan a cabo en esta arremetida, por orden del presidente y con la venia de un congreso de mayoría oficialista.
Hay medidas adicionales igualmente controvertidas como la prohibición a medios de prensa a abordar con libertad el tema de pandillas y penas altas de cárcel si incumplen lo dispuesto, una especie de mordaza, como la han catalogado los comunicadores salvadoreños. Capítulo aparte merece el tratamiento que Bukele da a los reos y que usa el dolor de las víctimas o la ferocidad de los delitos para justificar las vulneraciones al debido proceso y las pésimas condiciones carcelarias, en su propia versión de la ley del talión, aquella que defiende el ojo por ojo.
Y ciertamente, los salvadoreños merecen calles y vidas más seguras, por lo que está por ver el después de esta fase inicial, si hay iniciativas más allá de un aparente «cortar por lo sano», como para que no se reproduzca la herida, para que el negocio de matar como forma de vida quede definitivamente superado; porque toda iniciativa que no contenga en su diseño revertir las causas por la que un joven decide ingresar a las maras estará condenada al fracaso con el resurgir de nuevas células criminales y nuevos picos de violencia.
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