Ese día cumplía sus 32 años. Y ya había sido campesino, comerciante, aprendiz de administrador, guarda-almacén, mecánico, minero, sindicalista. 32 años y ya era general, no elegido por superior alguno, ni formado en más academia que el contacto con su tierra natal, con la gente llana y simple y su afán de justicia y mundo. Ese día, a punto de casarse con Blanca Aráuz, aquella radiante muchacha de 19 años, Augusto César Sandino se confesó.
El joven cura de la iglesia de San Rafael del Norte, en Jinotega, lo invitó a abrir el alma y él accedió sin reparos. En aquella «fría y neblinosa» madrugada del 18 de mayo de 1927, el esmirriado y volcánico militar, el romántico luchador, confesaría sus pecados, angustias y quimeras antes de contraer unión con el amor de su vida. «Lo hice sinceramente», escribiría tiempo después.[1]
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Asomarse a la historia de este labrador del poblado de Niquinohomo, en el departamento de Masaya, es vislumbrar formidables contrastes donde emergen, sobre la chatura de la muerte y el olvido, las montañas de El Chipote o Chipotón, y un temible ejército en harapos. Cuentan los que lo conocieron, que salvo el sombrero, que elevaba un poco su diminuto tamaño, y la voz, engolada ya de mandar tropas, nada había en él que denotara lo singular, lo distinguido, el porte y aspecto de un general. «Extraordinariamente parecido a los demás», resumiría el escritor peruano César Falcón.[2]
Pero en ese parecido a los demás había también una fusión con ellos, una empatía ingénita con los de a pie, una facilidad para atraer de un grito suyo a los preteridos de cualquier confín.
Un hombre —ya sabemos, Ortega y Gasset— es él y sus circunstancias. Y las circunstancias que engendraron al «general de hombres libres», como lo llamó Henri Barbusse e inmortalizó Gregorio Selser, resultaban realmente opresivas para los nicaragüenses.
La nación era, de facto, un protectorado estadounidense. «Las tropas norteamericanas resguardaban la seguridad de extranjeros y nacionales, y actuaban como si se tratase del ejército nacional. Todos los ingresos nacionales, producto del comercio exterior, estaban bajo el control de un contralor yanqui designado por los banqueros norteamericanos, aprobado por el Departamento de Estado, y nombrado por el Presidente de Nicaragua», refiere la investigadora Mónica Baltodano.[3]
¿Y qué tenía el país, eminentemente rural, con pocos recursos propios, que atraía tanto los intereses de rapiña? Amén de otros beneficios, destellaba una situación geopolítica excepcional, en la estrecha cintura del continente, que no escapó a los ojos hambrientos de «españoles, ingleses, franceses, holandeses, alemanes, japoneses y, sobre todo, norteamericanos».[4]
«Desde la conquista (española) se estableció la posibilidad de la construcción de un canal interoceánico (…). Más que la explotación de sus riquezas naturales —podemos con certeza afirmar—, fue la posibilidad del control sobre la construcción del canal por Nicaragua y luego el pretexto de la protección del canal de Panamá, es decir, de los intereses norteamericanos en la región, la excusa inmediata, y la causa pretextada de toda suerte de intervenciones militares y agresiones imperialistas».[5]
Cerrando las dos primeras décadas del siglo XX, las finanzas nicaragüenses estaban dislocadas, el costo de la vida por las nubes, los magnates beneficiarios del régimen conservador impuesto con armas yanquis se enriquecían, mientras la gran masa agraria se hacía más pobre. En Campo de Marte, fortaleza militar de Managua, señoreaba soberbia la bandera de las barras y estrellas.[6]
El espectáculo de inestabilidad política incluyó, entre otros altibajos, golpe de estado de Emiliano Chamorro a Carlos José Solórzano, rebelión y Guerra Constitucionalista de 1926, en la que los liberales, comandados militarmente por José María Moncada, establecieron un gobierno de resistencia en Puerto Cabezas, con Juan Bautista Sacasa como presidente.
Un humilde líder minero se suma a la contienda con sus hombres. Logra entrevistarse con Moncada para solicitar armas. Se las niegan. Aun así, alcanza a agenciarse un puñado de fusiles y continúa combatiendo en respaldo a los liberales.
El 4 de mayo de 1927, bajo un árbol de espino negro, en Tipitapa, Moncada firma, vergonzosamente, una paz que aceptaba las condiciones impuestas por Henry Stimson, enviado especial del presidente estadounidense Calvin Coolidge para «arreglar aquel embrollo».[7]
Stimson había exigido el desarme total de la República y que el presidente conservador, a la sazón Adolfo Díaz, completara su mandato hasta que elecciones «supervigiladas» por Estados Unidos proclamaran un sucesor. Los generales de la insurgencia liberal acataron. Todos acataron. Menos uno: el minero irreverente.
«Siempre me fue difícil entenderme con los políticos», razonaría más tarde. «Conservadores y liberales, son una bola de canallas, cobardes y traidores, incapaces de poder dirigir a un pueblo patriota y valeroso. Hemos abandonado a esos directores, y entre nosotros mismos, obreros y campesinos, hemos improvisado a nuestros jefes».[8]
Su apellido comenzaría a inundar las noticias: Sandino.
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Nacido el 18 de mayo de 1895, un día antes de la muerte de José Martí, el hijo natural de Gregorio Sandino y Margarita Calderón compartiría con el prócer cubano muchas cualidades y horizontes, comenzando por el hecho notable de albergar en un cuerpo enjuto y derruido, un torrente de fuerza y misticismo.
Existen pocas referencias a su etapa de adolescente, pero intensa debió ser su formación, el aprendizaje de las tradiciones ancestrales de su pueblo y las lecturas enriquecedoras que acompañara con el trabajo agrícola y de pequeño comerciante, para que, pocos años después, pudiera levantar casi de las piedras del camino y los árboles del monte una fuerza organizada que retó al poderío militar gringo.
El periodista vasco Ramón de Belausteguigoitia, que lo conoció, aporta un dato relevante: en la familia de Sandino se rendía culto a los grandes ideales: su padre, un buen lector, tenía una bibliotecaen la que el joven Augusto inicia sus conocimientos sociales y filosóficos, aunque en los estudios primarios no se distinguiera especialmente como alumno.[9]
Con 17 años, mientras transcurría la Guerra de Mena, «con sus propios ojos vio conducir el cadáver del indio Benjamín Zeledón, muerto en pelea contra el yanqui invasor: el fúnebre cortejo no estaba compuesto de deudos del héroe de Coyotepe, o de una multitud compungida, sino de los propios soldados invasores, que paseaban ostentosamente el cuerpo, colocado de través sobre un caballo, para escarmiento de quienes osaran imitar su rebeldía».[10] Esta imagen marcaría con hierro la voluntad independentista del labrador.
En 1921, circunstancias personales lo llevan a salir de Nicaragua. Sobrevendría un periplo de oficios y crecimiento intelectual y político donde se fue sembrando en la conciencia las penas de Centroamérica. Guarda-almacén de mecánica del ingenio Montecristo, en La Ceiba, al norte de Honduras. Mecánico en Guatemala, en los talleres de la United Fruit Company, en Quiriguá. De allí, a México, en 1923, entre piezas y maquinarias de la Huasteca Petroleum Company, de Tampico.[11]
Un México palpitante de espíritu revolucionario, precisamente contra los afanes de las grandes compañías petroleras yanquis: Sinclair, Doheny, Mellon y Standard Oil. Un México cuyos aires insurgentes eran tildados de «bolcheviques», aun cuando la revolución allí había tenido lugar siete años antes que la rusa de 1917 (Bosch, 2003). Y en ese ambiente, el joven de Niquinohomo, fraguó su primer aprendizaje ideológico, sindicalista y antiimperialista.
Mas el terruño llamaba. Y en 1926 regresó y se colocó como obrero en las minas de oro San Albino, en la ciudad de León. Los mineros «pagados malamente con cupones sin valor adquisitivo fuera de las "tiendas de raya" pertenecientes a la compañía propietaria, naturalmente norteamericana; constreñidos a trabajar hasta 15 horas diarias; sin atención médica, albergados en galpones donde debían dormir en el suelo; mal alimentados, vigilados, (…) fueron los primeros soldados en la lucha que Sandino emprendió para liberar a su patria» (Ibídem, p.196). Una «larga guerra de guerrillas», como la califica certeramente el historiador británico Eric Hobsbawm.[12]
La dinamita usada en las minas, que poco a poco fue sustraída por los obreros para improvisar explosivos con tuercas, piedras y vidrios amalgamados dentro de latas de sardina, y la dinamita verbal y organizativa de aquel conspirador descarnado y vehemente, pusieron fuego revolucionario para acompañar el empuje liberal contra los Chamorro y los Díaz.
Cuando arrancó la batalla y llegaron las primeras advertencias de las fuerzas conservadoras de la región, de que depusieran las armas o serían exterminados, Sandino hizo leer a sus hombres la proclama gubernamental, pidió opinión de ellos y les advirtió de los riesgos que corrían. «Invitó a dar un paso al frente a quienes quisieran permanecer con él. Veintinueve hombres dieron ese paso. Con él sumaban treinta».[13] Allí estaba la semilla del Ejército Defensor de la Soberanía de Nicaragua (EDSN), con el que emprendió su primer combate en El Jícaro, el 2 de noviembre de 1926.
Luego de la traición de Tipitapa, aquella negra espina clavada en las más honestas ansias rebeldes, el flamante y paupérrimo EDSN continuaría solo, en Las Segovias, la gesta que habría de durar más de seis años.
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¿Qué diría en aquella confesión? ¿Recordaría quizá el juramento hecho tan solo 6 días antes, cuando, con la gramática singular del coraje prometió: «me haré morir con los pocos que me acompañan, porque es preferible hacernos morir como rebeldes y no vivir como esclavos»? ¿Y el cura, qué podría recomendarle a aquel que se disponía a matar en nombre de la vida?
Eran las 2:00 de la mañana, la Iglesia se encontraba «profusamente iluminada». El novio respiró el olor del incienso y los cirios que ardían, la fragancia de las flores que engalanaban el templo. «Me trajeron al recuerdo los días de mi infancia», evocaría más tarde.
Blanca vestía traje y velo del color de su nombre, como la corona de azahares. Él, «uniforme de montar, tela de gabardina color café y botas altas de color oscuro», con las armas al cinto. Seis de sus militares de confianza lo acompañaban.
¿Cuánto temería él por el futuro de ella, la sensible telegrafista que había expandido sus palabras y enamorado sus gestos, en el idioma que solo los románticos entienden? ¿Cuánto sufriría ella, por el destino de él, que ya presagiaba el plomo asesino más temprano que tarde?
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¿Qué era, qué representaba, cómo y por qué existía aquella milicia de labriegos, que resistió por tanto tiempo la fuerza militar entrenada y equipada de la superpotencia del Norte y sus lacayos domésticos de la Guardia Nacional, hasta que «las bestias rubias» abandonaron territorio nicaragüense? La respuesta pasa, necesariamente, por la mística de un liderazgo, y la decisión expansiva, casi sobrehumana, de defender la dignidad patria.
Belausteguigoitia, quien pudo visitar el campamento del EDSN, recuerda que «había gentes de todas las edades; muchos muchachos», «dominaban los pantalones hechos jirones, de mata, es decir, tela de algodón blanca», «las armas eran un rifle y el machete que llevaban colgado al cinto» y en los rostros curtidos se adivinaba «la fiereza de los hombres obligados a vivir en la selva durante años enteros». Un lazo rojo y negro en el sombrero o al cuello los uniformaba. Y en el distintivo, un lema corto y rotundo: Patria y Libertad.[14]
Con los hilos que solo puede tejer la poesía, Ernesto Cardenal ha retratado la heroica hueste: «no tenía disciplina ni desorden / y donde ni los jefes ni la tropa ganaban paga / pero no se obligaba a pelear a nadie: / y tenían jerarquía militar pero todos eran iguales / sin distinción en la repartición de la comida / y el vestido, con la misma ración para todos». / Una canción de amor era su himno de guerra: / “Si Adelita se con otro / la seguiría por tierra y por mar,/ si por mar en un buque de guerra/ y si por tierra en un tren militar”».[15]
Pues bien, ese «pequeño ejército loco de voluntad de sacrificio», como lo eternizó Gabriela Mistral, combatió no solo una numerosa tropa terrestre, sino la metralla permanente de los aviones yanquis. En una época en que se calculan unos 600 aviones en todo el mundo, Estados Unidos llegó a concentrar en función de los bombardeos a sandinistas hasta 70 de estos aparatos.[16]
Los campesinos guerreros aprovecharon entonces al máximo su geografía y sus tradiciones: las lomas y montes como camuflaje, el humo como telégrafo, las piedras, ramas y sonidos imitadores de animales salvajes como señas de recorrido, el espionaje de poblaciones enteras como auxiliar imprescindible y las enfermedades tropicales como aliadas permanentes. Y se hicieron casi imbatibles en el hostigamiento, las pequeñas emboscadas, el muerde y huye que con tantos resultados había empleado tres décadas antes el dominicano Máximo Gómez en Cuba.[17]
Tuvieron derrotas espantosas como las de San Fernando y Las Flores. Pero después encadenaron éxitos de arte e ingenio bélico sorprendente: Las Cruces, Trincheras, Varillal, Plan Grande.[18] Con estratagemas que iban desde colocar muñecos de paja en los caminos para que fueran bombardeados, hasta divulgar el funeral del propio Sandino en una localidad mientras se asentaban golpes en otra.
Se ha dicho del EDSN que fue una tropa cruel. Y lo fue. ¿Cuál era la opción si del otro lado bufaba la barbarie de sello gringo, con métodos como el «corte de chaleco», que consistía en «cortar los brazos hasta la raíz de los sandinistas que caían heridos y luego dejarlos desangrarse»?[19]
Y los rebeldes, que conste, no solo luchaban contra hombres y armas, también contra un aparato de comunicación extraordinario, que incluía «las calumnias que derramaban por el mundo entero las agencias informativas Associated Press y United Press, cuyos corresponsales en Nicaragua eran dos norteamericanos que tenían en sus manos la aduana del país».[20]
En esa guerra desigual y a muerte, dieron adiós a la década del 20 y tiñeron de sangre buena los dos primeros años de los años 30.
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¿Qué ideología animaba aquella resistencia soberbia? ¿Había un pensamiento político definido y programático? Más allá del fuego de su carisma y ejemplo, ¿sobre qué pilares cohesionaba a su gente el general con cara de niño serio?
Entre documentos, testimonios y múltiples referencias emergen el nacionalismo, el antiimperialismo y un profundo amor a Latinoamérica como ejes de la prédica sandinista. «Soy nicaragüense —afirmaba— y me siento orgulloso de que en mis venas circule, más que cualquiera, la sangre india americana, que por atavismo encierra el misterio de ser patriota leal ysincero; el vínculo de nacionalidad me da derecho a asumir la responsabilidad de mis actos en las cuestiones de Nicaragua y, por ende, de la América Central y de todo el continente de nuestra habla, sin importarme que los pesimistas y los cobardes me den el título que a su calidad de eunucos más les acomode».[21]
Para el patriota de Las Segovias, la mayor honra era «surgir del seno de los oprimidos, que son el alma y el nervio de la raza»[22] y propugnaba que «ni extrema derecha ni extrema izquierda sino Frente Único es nuestro lema. Siendo así, no resulta ilógico que en nuestra lucha procuremos la cooperación de todas las clases sociales sin clasificaciones “istas”».[23]
De hecho, muchas referencias indican que su ruptura con el insigne salvadoreño Farabundo Martí, a quien tuvo como coronel y asistente personal, guardan relación con que Sandino no abrazara las guías ideológicas ni las estructuras del marxismo regente en aquellos años, defendidas por Martí.[24]
No obstante, en su afán por socializar el poder, en los métodos de consulta que estableció en su ejército desde que eran apenas 30 hombres hasta que fueron 3 000; en su preocupación por la vida organizada en sociedad, que no sistematizó ni llevó a programa de república alguno, en el insurrecto de Niquinohomo y sus seguidores relumbran muchas de las que serían premisas de ideales y sistemas socialistas, antes y después de su gesta.
Baste recordar que era partidario de que «la tierra sea del Estado. En este caso particular de nuestra colonización en el Coco, me inclino por un régimen de cooperativas».[25]
Masón, espiritualista, místico, sin duda con aires mesiánicos en su rol de caudillo, pero demostrando a cada paso que no quería —y no se quedó— ni con «un palmo de tierra», el augusto general defendió con todas las energías una fraternidad humana digna de monumento.
Su versión del Juicio Final, bien valdría figurar en una Biblia de la Fe Revolucionaria: «Lo que ocurrirá es lo siguiente. Que los pueblos oprimidos romperán las cadenas de la humillación con que nos han querido tener postergados los imperialismos de la tierra. Las trompetas que se oirán van a ser los clarines de guerra, entonando los himnos de la libertad de los pueblos oprimidos contra la injusticia de los opresores».[26]
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Luego de que Estados Unidos «supervigilara» en tres ocasiones sucesivas, 1928, 1930 y 1932, las elecciones nicaragüenses; luego de perder cientos de soldados y ser abucheados en las cuatro esquinas del planeta por los pensadores más progresistas —inclúyase a Romain Rolland, la Mistral, Miguel Ángel Asturias, José Vasconcelos, Carlos Quijano—; luego de que pueblos solidarios, como el cubano, llenaran calles con carteles al estilo: «¡Fuera los yanquis de Nicaragua!»; «¡Muera el imperialismo yanqui!», y «¡Viva Sandino!»; después de todo eso y de que pasaran por el trono gringo dos presidentes —Coolidge y Herbert Hoover— y se asomara al panorama mundial Franklin D. Roosevelt —quien cambiaría la política explícita del dólar y el garrote, por los sutiles porrazos del «buen vecino»—, después de tantas ventiscas, el 2 de enero de 1933, los marines, al fin, se fueron de Nicaragua.
Antes, para infortunio latinoamericano, habían dejado organizada y ejercitada «una fuerza enteramente nueva y no partidista, la Guardia Nacional, basada en el precepto fundamental del servicio al país, como una sola entidad», al decir de Stimson, el representante gringo.[27] Al frente de este cuerpo armado, que no tardaría en hacerse dueño de la nación, estaba Anastasio (Tacho) Somoza García.
El líder de El Chipote, que siempre había ansiado la paz firmada entre nacionales, sin la presencia norteamericana, firmó el fin de las hostilidades. Este pacto, tal como se concibió «perjudicaba evidentemente» a los insurgentes, pues en ningún sentido contaban garantías de orden político para ellos. «Reglamentaron minuciosamente el desarme de sus soldados, relegándolos a más de diez leguas de los centros poblados, del mismo modo que lo hicieron los españoles con los indios, y constriñéndolos a una especie de prisión a cielo abierto».[28] Era, a decir del escritor Gustavo Alemán Bolaños, un «acta cobarde, con la firma de un valiente al pie».[29]
Sandino, ante estas observaciones de la trampa en que había caído, respondió, haciendo notar que si bien el EDSN no había cejado en su empeño, ya casi no le quedaban fuerzas para seguir adelante: «Si la paz no se hubiera podido firmar, por las consignas anticipadas que el invasor dejó al partir, yo me habría suicidado con mi propia mano en la Casa Presidencial, para que mi sangre hubiera servido de nuevo estímulo y bandera a los hombres de mi ejército (…). Desaparecida aunque en apariencia la intervención armada en Nicaragua, los ánimos se enfriaban; (…) mientras tanto el gobierno se preparaba para recibir un empréstito de varios millones de dólares y reventarnos la madre a balazos, (…) por otra parte estábamos agotados en recursos económicos y bélicos».[30]
Responsablemente, y dando muestras de que sabía cumplir su palabra tanto como empuñar el rifle, el adalid de Las Segovias procedió al desarme de todas sus tropas, se retiró, sin más grados, propiedades, ni cargos que su prestigio, a labrar la tierra, y organizar cooperativas; mientras la Guardia Nacional no dejó de hostigar y hasta asesinar con cualquier pretexto a excombatientes sandinistas.
El 21 de febrero de 1934, luego de salir de una cena a la que fue invitado en el Palacio Presidencial, el héroe de los labriegos y dos de sus bravos generales: Juan Pablo Umanzor y Francisco Estrada fueron fusilados. Esa misma noche, la Guardia Nacional completó el río de sangre con cientos de sandinistas y sus familias, que vivían desarmados en Wiwilí. Tacho Somoza, el cerebro —mejor dicho, el burdo estómago— de tanta cobardía, se hallaba, mientras tanto, «confortablemente sentado, escuchando un recital ofrecido por la poetisa chilena Zoila Rosa Cárdenas, en Campo de Marte, donde por primera vez se efectuaba un acto de esa naturaleza».[31]
Pero los pueblos no olvidan, aunque tarden. El 21 de septiembre de 1956, 22 años después, el poeta Rigoberto López Pérez descargó cuatro balas sobre el cuerpo del tirano, a sabiendas de que inmolaría sus 27 años acribillados por la Guardia Nacional. Y sí, continuó la dictadura de la familia Somoza, pero ya herida de dignidad nicaragüense. Y en las décadas del sesenta y setenta otro joven —Carlos Fonseca Amador— se encargó de sistematizar el pensamiento de Augusto César y organizar el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), fuerza telúrica que entraría triunfante en Managua el 19 de julio de 1979, a tres años del asesinato de su líder.
Solo siete días después, 26 de los 36 jefes militares más importantes del FSLN, aterrizaban en La Habana para festejar, junto al pueblo que había acogido y formado durante un lustro a Fonseca Amador, la victoria sandinista en otra jornada por la rebeldía nacional cubana.[32]
El muchacho visionario de Niquinohomo, el de hondas y tristes meditaciones, que apenas sabía sonreír, pero siempre abrazaba a sus compañeros, vino también aquel día a la rojinegra plaza antillana.
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Y aunque a nadie del pueblo, salvo sus hombres de más confianza había anunciado el casamiento, como la alegría de los buenos es irradiante, ya todos lo sabían. A la salida de la ceremonia, en la primera esquina de calle habían muchos del ejército labriego para felicitarlos.
«Cuando entrábamos a casa de Blanca se escucharon en todo el pueblo disparos de fusilería, pistolas y ametralladoras. Nadie me había pedido el consentimiento para ello, pero comprendí que era el entusiasmo de mis muchachos y no podía decir nada», rememoraría el Quijote.
Acaso aquella noche, ella le diría por primera vez las frases que después eternizaría en cartas apasionantes: «Mi siempre adorado viejecito», «mi cara mitad», «vida mía», «en ti está toda mi felicidad»; lugares archicomunes del amor que, sin embargo, siempre relucen con tan clara elocuencia.
Tal vez comenzarían a acariciar juntos la idea de un niño, peleador como él, o de una niña, resuelta y hermosa como ella. Pero ambos sabían que la unión tendría que ser efímera. Dos días después, él se internaba en las selvas de Las Segovias. Y seis años más tarde, al menos con el gozo de haber visto salir a los yanquis de su tierra y firmada la paz, ella moriría, justo al dar a luz a Blanca Segovia Sandino Aráuz.[33]
A fin de cuentas, sigue diciéndonos él, como a su tropa invisible: «todo es eterno y nosotros tendemos a que la vida sea no un momento pasajero, sino una eternidad a través de las múltiples facetas de lo transitorio».
Notas
[1] La recreación de la boda se basa en la carta del propio Augusto César Sandino al respecto que incluye Gregorio Selser en su volumen: Sandino, general de hombres libres. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1976, p.267-270 (tomo I) y Ediciones Especiales V. Imprenta Nacional de Cuba, La Habana, 1960, p.107 (tomo II).
[2] Citado por Selser, G. (1960). Ob. cit. p.105.
[3] Baltodano, M. (2009). Sandinismo, pactos, democracia y cambio revolucionario. Contribuciones al pensamiento político de la izquierda nicaragüense. Managua, Nicaragua: Fuzión de colores. Recuperado de https://memoriasdelaluchasandinista.org/media/others/14.obras.pdf, p.15.
[4] Ibídem, p.13.
[5] Ídem.
[6] Selser, G. (1976). Ob. cit., p.64.
[7] Ibídem, p.224.
[8] Ibídem, p.200 y 201.
[9] Citado por Baltodano, M. (2009). Ob. cit., p.22.
[10] Selser, G. (1976). Ob. cit., p.183-184.
[11] Ídem.
[12] Hobsbawm, E. (1999). Historia del siglo XX. Buenos Aires: Crítica. Grijalbo Mondadori. Recuperado de https://uhphistoria.files.wordpress.com/2011/02/hobsbawn-historia-del-siglo-xx.pdf, p.140.
[13] Belausteguigoitia, citado por Selser, G. (1976). Ob. cit., p.197.
[14] Citado por Selser, G. (1976). Ob. cit., p.374.
[15] En Vitier, C. (Selección y prólogo) (2004). Antología poética Ernesto Cardenal. La Habana: Arte y Literatura y Casa de las Américas, p.25.
[16] Selser, G. (1976). Ob. cit., p.380.
[17] Torres-Cuevas, E. y Loyola, O. (2002). Historia de Cuba. Formación y Liberación de la Nación. La Habana: Editorial Pueblo y Educación, p.365-374.
[18] Bosch, J. (2003). De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial. La Habana: Ciencias Sociales, p.548.
[19] Selser, G. (1976). Ob. cit., p.361.
[20] Beals, citado por Galeano, E. (1999). Las venas abiertas de América Latina. La Habana: Fondo Editorial Casa de las Américas, p.193.
[21] Selser, G. (1976). Ob. cit., p.289.
[22] Ídem.
[23] Selser, G. (1960). Ob. cit., p.77.
[24] Arias, J. (2005). Farabundo Martí. San Salvador, El Salvador: Editorial Abril Uno, p.149-163.
[25] Citado por Selser, G. (1976). Ob. cit., p.377-378.
[26] Selser, G. (1960). Ob. cit., p.109.
[27] Citado por Selser, G. (1960). Ob. cit., p.177.
[28] Ibídem, p.205-206.
[29] Ibídem, p.206.
[30] Ibídem, p.207.
[31] Ibídem, p.270-274.
[32] Zimmermann, M. (2004). Carlos Fonseca Amador. Bajo las banderas de Che y de Sandino. La Habana: Ciencias Sociales, p. 9.
[33] En ocasión de cumplir 84 años, el 2 de junio de 1917, el actual presidente de Nicaragua impuso la orden «Augusto C. Sandino» en el grado de batalla de San Jacinto a la hija del Libertador: El Nuevo Diario (2017, 3 de junio). «Daniel Ortega impone orden Sandino a Blanca Segovia Sandino Arauz». Recuperado de https://www.elnuevodiario.com.ni/politica/429768-daniel-ortega-impone-orden-sandino-blanca-segovia-/
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