Donald Trump se ha reunido con Kim Jong-un. Estados Unidos y la República Popular Democrática de Corea han sido enemigos acérrimos por cerca de 7 décadas. Cada administración norteamericana ha cerrado cada vez más el cerco a la dinastía Kim que desde 1948 lidera los destinos de la porción norte de la península coreana, dividida, como otros muchos territorios, en tiempos de máxima polarización política: capitalistas vs. comunistas. Particularmente los líderes hoy día en el poder se vendieron hace solo un año como contrarios más hostiles que lo habitual, ofensas mediante. Ahora de «viejo chocho» y «enano gordo», de amenazas verbales y ejercicios bélicos bastante provocadores, pasaron a protagonizar una novela diplomática que el propio presidente norcoreano describiera como «a muchos le parecerá ciencia ficción». Y sí, solo en una película con guión hollywoodense cabría cada uno de los hechos sorprendentes dentro de la reunión —probablemente entre las más costosas de la historia para ser solo de dos y de las de más revuelo mediático en tiempos de sociedades de la información. Más allá del acercamiento, ya de por sí inédito, hubo apretones de mano a lo Trump —fuertes y aparentemente amistosos— risas, miradas de complicidad, palmaditas en la espalda, almuerzo, galanterías y hasta chistes. Todos los ingredientes públicos para que los analistas hablen de «éxito».
La pregunta es por qué este repentino deseo de un ser tan impredecible como Trump de hacer las paces con un antagonista histórico y que le resulta más beneficioso en la acera opuesta que de aliado, teniendo en cuenta que la confrontación Washington-Pyongyang es el pretexto perfecto para mantener la presencia del Pentágono en Asia, y contener de cerca a pesos más pesados como China.
Mucho podría especularse al respecto. Pero comencemos con algunas hipótesis. Está el factor legado. Es cierto que es pronto para hablar de ello, pues cada Jefe de Estado deja sus acciones más trascendentes para los momentos previos a una reelección presidencial y así extender mandato, y las verdaderamente polémicas, pero de impacto, para su despedida gubernamental, cuando no le cueste demasiados votos y sí le permita acumular créditos por largo rato. Bajo esa lógica, es temprano para esa construcción del legado, pero indudablemente será un primer sello a recordar —si no el mayor— cuando se analice el paso del magnate neoyorkino por el Despacho Oval. Y es que las huellas más profundas se dejan allí donde lo inverosímil gana terreno, máxime cuando Trump se ha ganado demasiadas críticas por decisiones precipitadas que echan por tierra precisamente legados anteriores como el pacto nuclear iraní o la suscripción de un limitado pero necesario acuerdo global para la mitigación del cambio climático. Del entendimiento con Norcorea sacaría, sin dudas, rédito político suficiente como para pasar página de sus malos pasos.
Por otro lado, Estados Unidos vuelve a mostrar que solo es capaz de ceder, de elevar a su categoría de «iguales» a aquel adversario que sepa jugar «a muerte». Fue así con Cuba y está siendo ahora con Corea del Norte, países que no responden a las lógicas de poder que se escriben en la Casa Blanca o en los círculos de influencia cercanos. La Habana tuvo que esperar 55 años, desde la resistencia y la asfixia pero sin cambiar convicción por desarrollo, para que Barack Obama —también en busca de trascender con el deshielo— reconociera lo fallido de las estrategias estadounidenses para acabar con el gobierno socialista que instauró la revolución de Fidel Castro. Pyongyang tuvo que ir más allá de la retórica y probar que no le temblaba la mano para poner un misil con ojiva nuclear en el centro de Washington o Nueva York para que lo convidaran a pactar la desnuclearización siempre que se eliminaran las sanciones económicas y las amenazas militares en aguas coreanas. Obama le dio la mano a Raúl Castro y Trump a Kim Jong-un, en lo que ante todo es un acto de reconocimiento y de legitimación a quien antes se despreciaba y ninguneaba. Se dice que toda negociación es el resultado de no haberse podido rendir por la fuerza o las presiones, en estos casos, Estados Unidos ha sido el que más ha torcido el brazo ante países que han demostrado existir y subsistir sin concesiones. Una lección que bien le vale a otros enemigos del momento para la primera potencia imperialista. Y quién sabe si mañana otros llamados «dictadores» se conviertan en líderes o «personalidades inteligentes».
Siempre queda la lectura contraria. ¿Podría haber sido Kim Jong-un el que cambió de opinión y se dejó intimidar por Trump? En este sentido, más que chantajes y miedos, me inclino por pensar en una ambición del gobierno norcoreano de abrirse al mundo occidental y jugar en las grandes ligas. Aun así, por más que se trate de concesiones minúsculas de parte y parte, por más que se queden en el terreno de lo temporalmente efímero, bien se ha dado un paso atrás en materia de guerra. Si es que el señor «donde dije digo, digo Diego» no borra de un twittazo el dulce sabor de una cumbre pomposa.
Podrían ser estas algunas razones. O simplemente estaríamos en presencia de dos personajes que, de tan extremos en materia política, tienen mucho más en común que lo que se piensa, al menos en materia de liderazgo para con los suyos, prepotencia, impredecibilidad y excentricismo. Evidentemente a ambos les ha gustado el pulseo de meses pasado y en Singapur hicieron similar alarde de hombre del momento. Trump invitó a Kim a conocer «su bestia» por dentro y el nieto de Kim Il-sung llevó hasta su propio sanitario a la isla de Sentosa como medida exagerada de seguridad. Ni siquiera se contradijeron en su intercambio posterior con la prensa, todo fue lisonjas y exaltaciones. Lo que suceda de aquí en lo adelante, dirá si el 12 de junio vivimos una jornada de entretenimiento diplomático o se hizo alta política para contribuir a la paz mundial.
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