Proposiciones

Anisley Torres: La mamá de Ana Lucía, y también la periodista*

13 may. 2021
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Asegura que en los últimos años perdió su nombre «para ser simple y muy orgullosamente, la mamá de Ana Lucía». No obstante, es innegable que cuando alguien escucha el nombre de Anisley Torres (sin que se ponga brava su mamá Míriam Santesteban), lo asocie irremediablemente con «la periodista de la televisión que habla mucho sobre el tema de Colombia».

Y sí, es cierto que su trabajo como comentarista de temas internacionales la ha llevado a vivir de cerca el conflicto armado en ese país sudamericano. Por muchos años cubrió, cada día de la semana, las reuniones que tenían lugar en el Palacio de las Convenciones en La Habana en las que, militares y políticos de un lado, y guerrilleros del otro, labraban el camino que supuestamente debía conducir a la tan anhelada paz.

¿Cuáles fueron tus mayores aprendizajes al ser testigo de los diálogos?

Más allá de lo obligado que era aprender cada día un poco más de la política colombiana, de las razones por las que gente de un mismo país se mataba sin la menor piedad, aprendí lo difícil que es ceder, lo que puede definirse como el arte de la negociación, y que ese es el principio para construir consenso. Y si se trata de ceder sin traicionar demasiado tu postura, tus compromisos de vida para contigo y para con los demás, resulta mucho más difícil aún.

Aprendí que la colombiana no es una guerra convencional, no solo porque era (es) de guerrillas, sino porque se desataba en todos los frentes desde lo militar hasta lo político, pasando por lo simbólico, y porque no podían repartirse con simplicidad los roles habituales en este tipo de enfrentamiento: los buenos y los malos; y que quienes podían enseñarte mejor ese aspecto —para mí el más terrible del conflicto— eran las víctimas de 70 años de fuego, sangre y dolor. Además, el malo construido compartía maldad con el aparentemente redentor; tampoco lo legal era completamente legítimo y lo que sobrevivía al margen de la ley tenía bastante de justicia, o al menos de su búsqueda.

Aprendí que la paz es quimera cuando el dinero y el poder marcan el paso. Y en Colombia, la guerra da mucho, pero mucho dinero. Era un pulso de fuerza para buscar dominar y, en el afán de poder, se ensangrentaban los nobles objetivos que hubiese en juego. La paz, en cambio, no resultaba tan rentable, y demandaba mucho esfuerzo conjunto.

De los momentos del diálogo, ¿cuáles resultaron decisivos y por qué?

En la negociación de La Habana, cualquier día, por cotidiano e intrascendente que pareciera, era definitorio. Es cierto que la prensa no solía entrar a «la concreta», o sea, a las discusiones. Es cierto que los actores del diálogo solo se dejaban ver a su llegada a la sede habitual de las conversaciones, donde las FARC siempre aprovechaban la oportunidad para fijar posiciones y el gobierno apenas saludaba, y se juntaban formalmente para anuncios de acuerdos puntuales.

Había un pacto explícito de discreción y confidencialidad, pero los rostros, los gestos, los cambios de guion, las ausencias o presencias inesperadas, las tardanzas o las prisas, decían todo lo que supuestamente uno no podía saber, aquello de lo que se había discutido y hasta el tono del momento casi que podía adivinarse en esas lecturas entre líneas. Para eso había que ser también «un habitual», un periodista de «todos los días allí», y ese privilegio lo tuvimos pocos, pero era la clave para descifrar lo oculto.

Y con ese entrenamiento —otro de los aprendizajes— puedo asegurarles que no hubo diálogo muerto durante los cuatro años públicos. Qué decir de la negociación en su fase secreta, esa de la que pude saber después por las entrevistas con sus protagonistas. Cada momento era de vida o muerte para dar paso al siguiente día. El sobresalto de que aquello podía desbaratarse estaba en todo momento.

Hubo clímax, varios, donde parecía que todo había acabado, y casi siempre relacionados con factores ajenos a la mesa de La Habana. Lo que crispaba a los negociadores siempre tenía que ver con acciones u opiniones que se generaban en Bogotá y no a lo interno del proceso, aunque al fin y al cabo fuese un todo, allá y acá.

Que se pudiesen resolver los desencuentros, por exasperadas que estuviesen las partes, se debió en gran medida a la diplomacia cubana y noruega, y al clima de paz que se respiraba lejos del odio de la clase política colombiana; y no menos importante, a la voluntad que las partes le pusieron al asunto, a veces más desbalanceada de un lado que del otro, pero empeño de ambos hubo; si no, nada hubiese sido posible.

¿Crees que con el acuerdo final hubo algún bando triunfador? ¿Acaso el pueblo colombiano?

Hubo ganadores y perdedores por igual. Al inicio, el logro era tan increíble que se sobredimensionó demasiado, cada quien desde su conveniencia. El gobierno de Santos obviamente se anotó el gran mérito de la paz —y lo tiene—, pero vendió un fin de la guerra un poco ilusorio; que, para ajustarse a la verdad, era más una deposición de armas, una desmovilización de uno de los actores del conflicto —el más grande de los alzados—, pero apenas uno.

La guerrilla desde su posición también celebró haber doblegado al contrario, porque hizo que el Estado se sentara a negociar con los ilegales al no poder vencerlos en el frente de batalla y, más que todo, por el componente jurídico que se pactó: cero prisión para los insurgentes siempre que contribuyesen al esclarecimiento de los crímenes.

Ese fue el aspecto del que se aprovechó la oposición para sabotear el acuerdo y también declararse ganadora con el No popular al texto de La Habana. Una victoria que siguen magnificando ahora cuando el acuerdo se deshoja con cada uno de los incumplimientos.

Después de la euforia de un acuerdo buscado por décadas, todos comienzan a verse como perdedores. Con el desentendimiento del acuerdo que el gobierno posterior al de Santos asumió, perdió el Estado colombiano al ver deshonrada su palabra por una de sus administraciones; perdieron los desmovilizados al entregar sus armas, único escudo de vida, a cambio de promesas rotas y muerte a cuentagotas.

Al no llevarse a feliz término lo suscrito en el papel, perdieron todos los colombianos, porque el acuerdo era mucho más ambicioso que un mero desarme insurgente. Prometía reforma agraria, desarrollo del campo, intervención estatal en comunidades marginadas, acceso a la política para todos sin criminalización, solución al problema de las drogas, verdad para las víctimas, y resarcimiento, tanto moral como material, de los daños sufridos durante la guerra; en resumen, un pacto de amplísimo alcance para todos los colombianos, no ya para los adversarios beligerantes. Al engavetarse, se frustró la aspiración de una Colombia menos violenta, pero también menos injusta.

Has entrevistado a las figuras representativas de ambos bandos, entre ellos destacan Rodrigo Londoño Timochenko y Juan Manuel Santos. ¿Qué fue lo que más te impactó de ambas conversaciones?

Me sorprendió en primer lugar el respeto de uno por el otro. Esperaba más odio o rencor en sus palabras; y si lo había, a esas alturas sabían disimularlo muy bien.

De Timochenko, como mismo me sucedió con los guerrilleros de alto rango —la guerrillerada rasa era otra cosa—, me impactó la frialdad a la hora de tocar ciertos asuntos relacionados con los hechos violentos y el perdón a las víctimas.

Ellos también contaban cosas escalofriantes que habían sufrido a manos de la fuerza pública, por lo que al final se establecía cierto equilibro en esto de las crudezas de la guerra; no por ello dejaban de impactar a quienes siempre hemos vivido en paz.

De Santos me llamó la atención la ausencia de arrogancia, su cortesía y sencillez, su sinceridad a la hora de reconocer falencias de su propia gestión, así como su convencimiento en la necesidad de la paz. También su defensa de la participación y compromiso de Cuba con la paz colombiana, a pesar del costo político que pudiese traerle tal reconocimiento.

Tu vocación tuvo dos ejemplos bien cercanos del entorno familiar: tu abuelo paterno —a quien no conociste físicamente, pero sí su obra— y tu segundo padre, reportero de la radio cienfueguera. Háblanos de tus inicios como periodista. ¿Cómo llegas a Ponte al día y luego al Noticiero Juvenil, bajo la dirección de Irma Cáceres?

Irma fue la madre de ambos proyectos, y buscó siempre hacer de ellos una escuela para los jóvenes estudiantes de periodismo. Es cierto que las prácticas preprofesionales están concebidas en el plan de estudio de la carrera y mediante ellas uno se vincula a los medios de prensa, pero casi siempre desde un aprendizaje más guiado por los mentores.

En los noticieros de Irma uno se volcaba a un ejercicio del periodismo en activo y en todas sus facetas de realización, prácticamente carta blanca para el despliegue de ideas y propuestas, y eso era demasiado atractivo para jóvenes con deseos de hacer. Se corría la voz entre todos de que ahí sí había oportunidad y era difícil resistirse a ejercer con esa autonomía, tan ansiada a esa edad.

Al pisar la televisión me sumé de inmediato a ambos espacios: el infantil y el juvenil, y me gané la posibilidad de hacer de todo: conducción, guion, trabajo reporteril, realización audiovisual.

La contraparte era el factor responsabilidad. La libertad de crear exigía el compromiso de no fallar, porque ambos espacios debían salir al aire semanalmente en su hora y día. La práctica estudiantil se convertía en un trabajo de adulto que había que saber sortear con la academia y el tiempo para la diversión.

¿De qué manera te insertas en la corresponsalía de Telesur en La Habana?

Llevaba ya unos años de graduada y había pasado por todas las áreas y espacios noticiosos del Sistema Informativo de la Televisión Cubana. Telesur llegó de forma inesperada y como la gran oportunidad del momento. La corresponsalía quedaba vacante temporalmente por problemas personales de la periodista Maylin Alonso y me convocaron a ocuparla.

Fue apenas un año de trabajo y para mí representó muchísimo más porque las rutinas productivas de Telesur son agotadoras, más si todo el trabajo recae en un solo corresponsal, habitualmente han sido siempre dos, pero estuve la mayor parte del tiempo sola.

Era poner en pantalla de la multinacional todo el acontecer noticioso de Cuba, lo político, lo artístico, lo social, lo económico y hasta lo deportivo. En Telesur cubrí hasta Deportes y fue para lo que más tuve que estudiar, preguntar, prepararme, quería que saliesen notas dignas sobre el tema.

Y fue en Telesur donde aprendí el valor de «los vivos» para las emisiones de noticias, transmitir en directo desde el lugar de los hechos, lo cual requiere una profesionalidad todoterreno.

Ahora agradezco aquel ritmo intenso porque la vida es tan o más agitada y me entrenó para esta etapa de madre-periodista donde 24 horas no alcanzan para nada.

Venezuela fue, según has referido, la consolidación de tu faceta como corresponsal de prensa. ¿Cuáles fueron tus momentos más gratificantes y los más difíciles?

Venezuela vino pegada a la experiencia en Telesur y por eso he hablado de consolidación, porque inicié muchas prácticas novedosas para mí mientras ejercía el periodismo con los códigos de una televisora internacional que incorporé a mi modo de hacer y desarrollé con mayor profundidad después en territorio venezolano.

Si en Telesur tenía que poner a Cuba en la pantalla latinoamericana, en Caracas el objetivo era poner a Venezuela en la pantalla cubana. Lo tradicional era ir a hacer reportajes sobre las misiones cubanas que laboraban allí. Sin embargo, me propuse desde el inicio ampliar el trabajo hacia la realidad política de un país que ha estado, desde la llegada del chavismo, en el ojo del huracán mediático y donde no hay tregua ni silencios noticiosos.

Venezuela fue poco más de un año de idéntica agitación a la que había vivido en Telesur, de hecho, hasta conocí la casa matriz de la televisora fundada por Chávez y a muchos de los rostros con los que antes había trabajado.

Lo mejor fue recorrer el país completico, todos los estados, sitios de «no perderse por nada del mundo»: el punto exacto donde se cruzan las aguas del Orinoco y el Caroní sin mezclar sus colores, como si de aceite y vinagre se tratase, sencillamente increíble; el Salto de la Llovizna; la presa e hidroeléctrica El Guri, que le da energía a todo el país, descomunal; la frontera con Colombia, desde su puente de paso formal hasta los caminos angostos y prohibidos entre maleza y río por donde tiene vida todo lo clandestino; el llano caluroso y el clima perfecto de Caracas; el Waraira Repano, ese parque hermoso en las alturas caraqueñas desde donde se puede tener la mejor vista de la ciudad; el pico Bolívar, el más alto del país, con sus casi 5 000 metros que me provocaron taquicardia en la víspera de mi cumpleaños.

La lista es larga, porque Venezuela tiene demasiados contrastes geográficos, como también sociales y políticos. Conocí sus cerros violentos, donde tuve que refugiarme una de las veces en una pequeña casita de ladrillos, alertada por una voz amiga, porque mi visita incomodó a un malandro local. También aprecié la zona moderna y de capitalismo todoterreno, donde se agrupa la burguesía y esa derecha reacia a repartir sus privilegios con los pobres de la tierra.

La experiencia de conocer el trabajo de los cubanos en sus distintos frentes me dio la oportunidad de contar historias humanas increíbles.

Me tocó vivir y reportar allí el inicio público de la enfermedad de Hugo Chávez y su regreso a Miraflores después de su primera intervención quirúrgica en La Habana. Momento más que importante fue estar acreditada para la cumbre fundacional de la CELAC y otros eventos políticos que se sucedieron durante mi estancia en Caracas.

También, las elecciones primarias de la oposición para las presidenciales de 2012. De hecho, me sentí muy feliz al saber que me quedaría un poco más para darle cobertura a la cita presidencial de ese octubre, pero un hecho vino a desbaratar planes: la deserción del camarógrafo con el que trabajaba allí, la tercera pata de una mesa que había estado en perfecto equilibro y que completábamos el editor y yo. Lo peor no fue que el muchacho se «quedara», o que descompletara el equipo de trabajo —tan fácil como sustituirlo—, sino que su decisión, absolutamente personal, tomada y ejecutada con la mayor reserva, impactó en nosotros.

Aún hoy no sé ni quiero averiguar si mi regreso exprés tuvo que ver con dudas sobre mi persona o sospechas de complot, o simplemente fue un castigo colateral; en cualquiera de los casos, una aberración de las peores, de las que enojan y decepcionan a gran escala.

¿Qué consecuencias tiene trabajar en la televisión? Si tuvieras que enumerar saldos positivos y negativos, ¿cuáles serían los más significativos?

La televisión atrapa al que la hace y al que la consume porque tiene gran poder de seducción. Es esa mezcla de imagen y palabra con un alcance ilimitado; es lo difícil que se torna idear y darle vida a un solo minuto televisivo, tan efímero en pantalla y tan largo y complejo en su realización.

Trabajar en televisión es una responsabilidad social muy grande, porque la popularidad que el medio te ofrece la puedes perder en el segundo en el que te equivoques, y tu error ya no solo tiene nombre, sino además rostro. Tienes que prepararte para defender tus argumentos frente a la masa numerosa que te observa y cuestiona porque también tiene criterio propio.

Otro aspecto complicado es que, necesariamente, hay que hacer televisión en equipo, y un equipo numeroso: director, camarógrafos, técnicos de luces, sonido, maquillista, asistentes, productores, editores. Cuando el producto audiovisual depende de tanta gente, y esa gente no tiene la misma implicación o compromiso con la obra, se resiente la calidad, pero la cara expuesta sigue siendo la del periodista, en este caso, y el televidente desconoce la realidad atrás de cámara.

Pero cuando tienes esa retroalimentación del público sobre tu mensaje, para celebrar, apoyar o discutirlo —todo es igual de válido y enriquecedor—, se olvidan los tropiezos del camino y le vuelves a apostar con tus mejores ganas al próximo minuto televisivo.

En 2016, empiezas a publicar, una vez por semana, en Contexto Latinoamericano —revista que durante 15 años ya viene publicando la editorial Ocean Sur—. ¿Cuán diferente resulta el periodismo que haces allí de tus habituales comentarios televisivos?

Estilos, lenguajes y soportes comunicativos diferentes, al fin y al cabo, pero es el mismo periodismo en el sentido de la investigación rigurosa y el análisis objetivo para posicionar mis puntos de vista sobre la realidad política internacional, y en el caso de Contexto, la realidad latinoamericana exclusivamente.

La revista me deja explayarme, cosa que en televisión me censuran porque el tiempo es oro. Me permito análisis más sosegados, minuciosos y abarcadores de todas las aristas posibles en un mismo tema, incluso, darles seguimiento a los sucesos.

Los comentarios del noticiero son más coloquiales, más pensados para una charla entre conocidos, en un lenguaje directo, que cualquiera pueda entender, aunque esté hablando del acontecer político en Myanmar; pongo ese ejemplo extremo porque me pasó con un buen amigo cuando una vez me vio comentando sobre ese país, y de pronto se interesó por un contexto que le era desconocido, lejano, intrascendente a sus oídos, creía él; escuchándome, cambió su opinión.

De manos precisamente de esa editorial nació tu primer libro, tu «hijo varón», como dijiste en su presentación. ¿Por qué lo catalogaste como «la huella del ejercicio profesional más importante de mi vida periodística»?

Lo he dicho y lo reitero: si bien he tenido la oportunidad de coberturas de primer nivel —esas que son altamente importantes por la jerarquía de sus protagonistas— con presidentes, altos funcionarios políticos, cumbres internacionales, entre otras, el proceso colombiano de paz fue un todo-incluido profesional.

Implicó una rutina reporteril dura, por el diarismo y por el esfuerzo que demandó de mí para no caer en repetición o hastío del tema. Eso se combinó con el análisis por la cantidad de comentarios y programas especializados que realicé. Se sumó la posibilidad de entrevistas en profundidad a los máximos implicados en la negociación. Se convirtió en un trabajo de corresponsal, por aquello de adueñarme prácticamente del tema. Todo eso da cuerpo al libro: De La Habana a Bogotá: desAcuerdos de paz.

Más allá de la conjugación de géneros y habilidades periodísticas, me sedujo desde el principio el asunto de la guerra y la paz, las complejidades de la política colombiana y de sus actores en el terreno. Completó el escenario el impacto de mi trabajo en el público. Ver que la gente común, cubanos alejados de aquel fenómeno, se apasionaban con el proceso tanto como yo, significaba que el mensaje estaba llegando, y bien.

Recientemente vio la luz un segundo título: Ecuador: de Rafael Correa a Lenín Moreno. ¿Cuál ha sido tu vínculo con ese país centroamericano? ¿Por qué se ubica en el mapa de tu interés periodístico?

En todos estos años como periodista y analista política, he ido conduciendo mi experticia hacia el panorama latinoamericano, aunque mi preparación constante abarca todos los fenómenos sociopolíticos del orbe.

Los países que he tenido la oportunidad de visitar por asuntos de trabajo son todos de la región de América Latina y el Caribe, es una realidad que he conocido de primera mano, lo cual me parece esencial para la formación de una opinión sólida. La lectura es buena, el contraste de fuentes es necesario, pero vivir los sucesos es imprescindible.

Tengo que confesar, a riesgo de sonar frívola, que mi interés por Ecuador llegó de la mano de la figura de Rafael Correa. En mi defensa puedo decir que Correa me cautiva tanto por su talante político como por su carisma y sexapil, y una vez que lo conocí en vivo y en directo, como se dice, pues reafirmé mis deseos de profundizar en el conocimiento de su obra al frente de Ecuador.

Ya los sucesos posteriores a su salida de la presidencia fueron tan sorprendentes que mi atención sobre la realidad ecuatoriana quedó en total alerta ante cada nuevo movimiento del «cambia casaca» de Lenín Moreno. Precisamente del seguimiento que le di a ese tema nació mi segundo libro.

En tu vida profesional, ¿cuál ha sido la cobertura más importante en la que has participado?, ¿cuál es el suceso en el que no estuviste, y te hubiera gustado mucho cubrir?

Mi cobertura más importante ha sido el proceso colombiano de paz y, por paradójico que suene ahora, el suceso en el que no estuve fue en la ceremonia oficial de la firma del Acuerdo de Paz, la de Cartagena, que aunque no trascendió como la definitiva, porque después del plebiscito hubo que corregir el texto de La Habana y volver a coreografiar la firma de la paz en el Teatro Colón de Bogotá, sí fue la diseñada para el bullicio mediático, con presidentes y representantes de todas partes, Naciones Unidas y más.

A pesar de que era un día meramente simbólico, donde la nota informativa resultante se hacía fácil, en un abrir y cerrar de ojos —digo esto porque no era el deseo profesional de darle cobertura—, lo difícil y complejo había estado en el día a día de la negociación en La Habana, pero eran más las ganas de ser parte de la coronación del acontecimiento histórico del que me sentía parte como periodista y corresponsal del proceso. También creía que era mi derecho, pero evidentemente mis superiores no lo consideraron así.

¿Cuán difícil es para alguien tan entregada a su profesión asumir la maternidad? ¿Cuánto ha complejizado esta decisión tus rutinas profesionales?

Difícil es un término incapaz de definir en su justa medida el problemón que se te forma si quieres ser madre y periodista a la vez, sin discriminar ninguna de las dos facetas. No sé el resto de las madres profesionales, pero no he podido llevar las dos cosas de la mano por mucho que me he esforzado. He tenido que priorizar, y aquí siempre saldrá ganando Ana Lucía, porque cuando decido tomarme unos minutos para, laptop en mano, a dos metros del corral donde la pequeña inquieta juega y canta —porque no se le puede quitar ojo y porque somos su papá —también periodista— y yo solitos sin ayuda de abuelas, tías, vecinas, cuidadora— escribir algún artículo de opinión, nota informativa, y mi niña hermosa dice con carita y voz manipuladoras: «con mamama, con mamama», ahí mismo se bloqueó el intelecto, se quedó en pausa la redacción y en hibernación la computadora, para repasar canciones, colorear libros y contar hasta el 20.

También es que mi maternidad ha sido varios escalones más compleja que lo normal —donde el mayor inconveniente suele ser no dormir o lavar pañales interminablemente—; con gusto asumiría esos dilemas si se esfumaran otras preocupaciones relacionadas con la salud de mi beba. Para completar el escenario, una pandemia de horror ha puesto de cabeza nuestras vidas.

Así que, por lo pronto, soy mamá de Ana Lucía a tiempo completo; y en horarios más propios de vampiros, rescato a la Anisley periodista, en un esfuerzo agotador pero gratificante. En medio de todo, no renuncio a ejercer la profesión e increíblemente han aumentado los proyectos, siempre con el apoyo y la consideración de jefes, colegas, amigos y el sostén mayor: el papá cinco estrellas.

Cuéntanos cómo es la Anisley que no sale en televisión, la que lee novelas, prefiere los mares y los ríos, y no soporta cocinar.

Pues sí, no me gusta cocinar, salvo algún día que me aprendo una receta bien «pija» y me animo a innovar, pero tengo que acompañar el proceso culinario con un vino, una cerveza y buena música para hacerlo divertido.

Dormilona y perezosa para el rol de ama de casa, pero a la vez quisquillosa y amante del orden y el buen gusto, lo que me trae un conflicto eterno conmigo misma al estilo de «no tengo ganas de fregar, pero me molestan los platos en la meseta de la cocina».

Me gusta muchísimo estar en familia y entre amigos, prefiero una charla en buena compañía que una salida pomposa.

Un fin de semana de playa, leer novelas, las series de moda, discutir de actualidad política con un café y reír todo lo que se pueda, sacarle el chiste a lo que sea para alegrar los días más grises.

¿Metas pendientes? ¿Proyectos futuros?

Disfrutar cada aprendizaje de Ana Lucía y exprimir al máximo su alegría contagiosa. Ella es mi mayor proyecto, mi meta y mi todo.

Me gustaría tener chance de mayor superación profesional y que aparezcan proyectos de realización atractivos: otro libro, un nuevo programa de televisión, algo de redes sociales —estuve en un proyecto para la web de Canal Caribe que me gustó muchísimo hacer— alguna otra posibilidad de colaboración periodística, en fin, espacios de crecimiento profesional y espiritual, que son también muy importantes para mi armonía personal.

 

*Tomado del libro El compromiso de los inconformes. Entrevistas a jóvenes periodistas cubanos (Ocean Sur, 2021).

 

 

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