Seguimos de elecciones en elecciones. 2018 está siendo un año de grandes decisiones democráticas para América Latina. A pocos días de que se materialice el último debate presidencial televisivo entre los aspirantes a la cabeza de Estado en México y a menos de un mes para el gran día electoral, la izquierda en la región se pregunta si finalmente ésta será la vencida o no para una de sus apuestas de reconfiguración en la correlación de fuerzas hemisféricas: Andrés Manuel López Obrador, dado el caso que se ha presentado tres veces como candidato al más alto puesto del país, en 2006, 2012 y ahora.
La sorpresa es que, entre los 4 contendientes que sobreviven a la recta final, Andrés Manuel es de quién más se habla, el que más polémica suscita y el que va delantero en las encuestas, en este sentido, con una ventaja portentosa que a algunos confunde. México —sin ser Colombia, donde la izquierda se aniquila a golpe de exterminio masivo o selectivo— ha sido un país donde también se han visto privilegiados los partidos tradicionalistas el Partido Revolucionario Institucional y Partido Acción Nacional, el PRI y el PAN, siglas que ya se vuelven cotidianas por repetidas en el poder, y que resultan al fin y al cabo formaciones que responden a intereses de grupos económicos dominantes, al tiempo que las fuerzas progresistas han quedado finalistas en numerosas ocasiones pero frustradas.
En este minuto, hay un hastío generalizado de la política tradicional, que se traduce en el hecho de que la gente sigue sin ver resueltas sus problemáticas esenciales; la corrupción se ha enquistado en las sucesivas administraciones, los escándalos en los altos cargos se suceden, proliferan la inmoralidad y falta de credibilidad, no hay un compromiso claro con gobernar para mayorías sino construirse fortunas, famas y legados. Y en algunos casos, la apatía es tan generalizada que no se confía en colores políticos; en otros casos, la desidia conduce a la emergencia de grupos extremistas y en otros pocos, se deposita un voto de confianza en ese discurso progresista que tantas veces se ha satanizado pero que jamás ha ejercido el poder y puede ser entonces el prometido cambio.
Ha sido así que AMLO, las iniciales de López Obrador, está a las puertas de entrar al Palacio Nacional y hablarle a multitudes en el Zócalo mexicano ya una vez que vistiese la banda presidencial. Claro que, dejarse llevar por el 48% de los últimos sondeos, y aferrarse a la cuenta de algunos medios que posicionan en un 92% las probabilidades de ganar, es caer en la trampa de la confianza que al final traiciona por no fidedigna — a veces sencillamente estamos ante encuestas abiertamente manipuladas— como sucedió en los reveses del Brexit, el plebiscito de paz en Colombia y la elección de Donald Trump. Lo único cierto, es que a diferencia de otros escenarios, aquí la que está fragmentada es la derecha y los votos se diluyen en la pelea bien sea por Ricardo Anaya o por José Antonio Meade. También cuenta en el haber de López Obrador el hecho de destronar al PRI en el Distrito Federal y hacerse con el gobierno de la capital entre los años 2000 y 2005. Lo que allí hizo y que tuvo repercusiones en materia de seguridad, economía, inversión social y obras públicas, es un modelo a pequeña escala de lo que podría ejecutar como Jefe de Estado.
Por supuesto que las etiquetas de siempre para los de esta ideología le acompañan como parte de la campaña de desprestigio, que si populista, marxista, caudillo o autócrata. Ya se vuelve habitual calificar de «chavista» a todo el que comulgue con ideas cercanas a las del fallecido presidente, o que simplemente incluya en sus propuestas de mandato transformaciones en la relación público-privada, una mirada más profunda al campo educativo, sanitario o cultural, la estatización de ciertos recursos fundamentales y un discurso cercano a minorías que despierta recelo en la clase media y espanto en la alta burguesía. Es algo con lo que deberá lidiar hasta el primero de julio en que se definirá si los vecinos latinoamericanos más próximos a Estados Unidos le apuestan a la renovación política en el gobierno mexicano o a más de lo mismo de priistas como Enrique Peña Nieto —que no le ha dado la cara a un Trump en su arenga de desprecio total hacia los mexicanos— o panistas como Felipe Calderón o Vicente Fox con larga historia de complicidades contra Venezuela y Cuba.
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