La decisión de Donald Trump de sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París generó mucha algarabía, molestia, indignación pero se veía venir, más allá de que era una promesa de campaña. Por algo la Cumbre del G7 —las siete economías más desarrollas— del pasado mes en la ciudad italiana de Taormina, fue un fracaso total, pues en materia de consenso sobre el combate al cambio climático los europeos no lograron seducir a Donald Trump. Por el contrario, después de su gira por Medio Oriente y Europa, tal pareciera que aceleró la sentencia y acumuló la mayor cantidad de argumentos posibles —que no es que los necesitara, prefiere hacer uso y abuso del verbo decretar— para hacer público su anuncio.
La primera de las excusas de Trump fue que el texto negociado en París en diciembre de 2015 y firmado en Naciones Unidas en abril de 2016 por 195 países, no arrojaba suficientes dividendos: «El acuerdo climático de París es simplemente el último ejemplo donde Washington se compromete a un acuerdo que perjudica a Estados Unidos, en beneficio exclusivo de otros países y que deja a los trabajadores estadounidenses, a quienes amo, y a los contribuyentes con los costos en términos de pérdida de empleo, salarios, fábricas cerradas y menos producción económica».
No es de extrañar. Recordemos que, aunque su nuevo puesto de trabajo es en el Despacho Oval y debería trazar políticas públicas en el ámbito doméstico con una proyección internacional, sigue aferrado a su pensamiento de hombre de negocios y gobierna un país como si fuera su imperio inmobiliario. Y si reducir la emisión de gases efecto invernadero implica pérdida de ingresos, pues nada más sencillo y obvio que echar por la borda el compromiso de París, no importa que 194 Estados se disgusten.
A este le siguieron otras justificaciones fútiles y algunas de ellas risiblemente contradictorias: «Trabajaré para asegurar que Estados Unidos siga siendo el líder mundial en temas ambientales, pero bajo un marco justo y donde las cargas y responsabilidades sean compartidas por igual entre todas las naciones alrededor del mundo». ¿Acaso California o Colorado tienen la misma contaminación ambiental que las capitales caribeñas o que las naciones insulares de los océanos Pacífico e Índico? ¿Acaso el desarrollo tecnológico e industrial de la primera economía del mundo impacta igual en el medio ambiente que el de Vanuatu, Tuvalu, Fiyi o Nauru? ¿Es eso lo que quiere decir Trump con su pregonada igualdad? Dos opciones: total desconocimiento en el tema o un cinismo sin límites.
Si le agregamos la siguiente frase: «Incluso si el Acuerdo de París se implementara completamente, con el cumplimiento total de todas las naciones, está estimado que reduciría solo dos décimas de un grado para 2100. Piensen en ello, solo esto. Una cantidad diminuta, diminuta». Aquí el desconocimiento se traduce en ignorancia si no es capaz de reconocer lo que esa «cantidad diminuta» puede significar para las pequeñas islas en peligro de desaparecer; además de ser un dato mal interpretado, se trata de que los nuevos compromisos mencionados en el documento permitirán evitar 0,2ºC adicionales en el calentamiento global.
Solo 28 minutos de un discurso torpe, cargado de datos inexactos, bastaron para ponerle fin a la inédita permanencia por cerca de 17 meses de Estados Unidos a un pacto ambiental, curiosamente 4 días antes de que la ONU celebrara la fecha internacionalmente elegida para recordar la necesidad de preservar el entorno y sensibilizar a las personas con los temas ecológicos.
Barack Obama había logrado algo impensable para el país mayor contaminante del planeta: reconocer la deuda ambiental de Washington y comprometerse a aliviarla. Un compromiso tan flojo como el acuerdo mismo de COP21 —XXI Conferencia Internacional de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático— pero aun en medio de su «lamentable tibieza», como diría el expresidente uruguayo José Mujica, «al menos es un reconocimiento escrito». Le sigue así los pasos a otro personaje gris de la historia estadounidense, George W. Bush, quien también se retirara del Protocolo de Kyoto, acuerdo anterior al de París.
Donald Trump ya había tomado otras medidas impopulares, pero al darle la espalda al medio ambiente se ganó el rechazo de media humanidad. Los ciudadanos de este mundo saben que la Tierra existió sin las especie humana pero no se aplica aquí la viceversa.
Además, tensó sus relaciones ya de por sí incómodas con Europa. El estrenado presidente francés Enmanuel Macron fue uno de los primeros en reaccionar: «Cometió un error para los intereses de su país y un error para el futuro de nuestro planeta (...) Lamento esa decisión (...) Estados Unidos le dio la espalda al mundo». La canciller alemana Ángela Merkel y el mandatario ruso Vladimir Putin fueron quizás los más incisivos desde el sarcasmo más elaborado. Merkel calificó de «lamentable» la retirada de Trump y aclaró estar siendo «reservada» en sus palabras. Al tiempo que Putin ironizaba: «debemos estarle agradecidos a Trump, ahora se le puede culpar hasta del mal tiempo en Moscú».
Pero hay toda clase de indignados, los que temen por la perpetuidad de la especie humana, los que piensan en el mañana saludable y sustentable para sus hijos y los que se enfurecen simplemente porque Estados Unidos está abdicando de su «responsabilidad de liderazgo mundial» y le «cede» a China la gobernanza global. Política y hegemonía otra vez por delante de seguridad y sostenibilidad.
No obstante, el Acuerdo de París sigue en pie y el resto de los firmantes han estrechado la alianza para ir en contra del magnate antiplaneta. No es el fin del mundo, todavía, pero vamos camino a él si no nos tomamos en serio lo de deshollinar la casa grande.
Nota: Imagen tomada de Redacción Mulera. La Mula.
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