Aunque lo pensé dos veces, sentí que no debía dejar de ir a Tikal, 555 kilómetros al norte de la capital guatemalteca, el día del cambio de era maya.
La cobertura fue el 20 y 21 de diciembre de 2012. Para ese entonces Anette y Samuel solo llevaban nueve días en el país. Eso me hizo dudar, pero presentía que todo iba a salir a pedir de boca.
Por eso abordé el autobús que me llevó —junto a decenas de periodistas— hasta la mismísima ciudad construida por los abuelos mayas. Tras casi medio día de camino, tuve el privilegio de captar en mi cámara fotográfica instantes del último atardecer de la vieja era desde las ruinas de esa urbe sembrada en medio de la selva petenera.
En el Parque Nacional, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1979, caminé por empinados senderos hasta llegar al Templo I o Gran Jaguar y contemplar cómo el sol se despedía de una época de 5 125 años, de acuerdo con la cosmovisión de los mayas.
Miles de nacionales y extranjeros coincidieron aquel día entre las pirámides, templos y calzadas de la metrópoli más extensa de aquella adelantada civilización mesoamericana.
Horas antes del comienzo de la ceremonia oficial, televisada en vivo y en directo para el mundo, cientos de representantes de organizaciones indígenas del norteño departamento de Petén, al cual pertenece Tikal, reclamaron por sus derechos y pusieron una ofrenda a sus abuelos.
Hombres y mujeres con acento latino o de habla inglesa acamparon con sus mochilas bajo la luna y las estrellas aquel 20 y 21 de diciembre entre los vestigios del Templo I y II (o de las Máscaras) para esperar el alba del nuevo ciclo.
Hasta el presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina, y su par costarricense, Laura Chinchilla, ascendieron —junto a reporteros— más de 200 peldaños de una escalera de madera que conducía a casi la cima del Templo IV, desde donde contemplamos el alba.
Pero la naturaleza les jugó una mala pasada a quienes aguardaron el amanecer, pues aquel día el sol hizo oídos sordos a las invocaciones y ritos realizados por guías espirituales mexicanos desde la cúspide de la construcción más elevada de Tikal, que alcanza los 64 metros.
Por tanto, ni decenas de periodistas ni asistentes de distintas partes del orbe pudieron ver la aurora aquel 21 de diciembre. Sus más de 4 000 edificaciones están sumergidas en la Reserva de la Biosfera Maya, que con 21 602 kilómetros cuadrados ocupa la mitad del norteño departamento de Petén.
Sobre el origen del nombre, se cuenta que en idioma maya yucateco Tikal significa «en el pozo de agua», mientras que en maya itzá la definición es «lugar de las voces» o «lugar de las lenguas».
La historia recoge que la arquitectura monumental de ese sitio data del siglo IV antes de nuestra era y alcanzó su máximo esplendor durante el período Clásico, entre el año 200 y 900 después de Cristo.
En ese lapso, el asentamiento poblacional dominó gran parte de la región maya en lo político, económico y militar.
El 38% de los 16 millones de guatemaltecos son indígenas, la inmensa mayoría mayas, según datos oficiales.
Aquella noche del 20 de diciembre de 2012 —que la pasé reportando— se puso punto final a una etapa milenaria, pero no se acabó el mundo como algunos quisieron hacer pensar.
*Tomado del libro: Guatemala a segunda vista. Esencias culturales (Ocean Sur, 2020).
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