En las márgenes del río Michatoya se levanta una construcción parecida a un castillo medieval, cuyas piscinas de aguas termales se alimentan del Pacaya, uno de los volcanes activos de Guatemala.
Los fines de semana el balneario Santa Teresita se repleta, pero cuando más personas van a diluir el estrés es en los días de descanso de Semana Santa, en medio de la temporada veraniega.
En ese espacio natural los niños gritan eufóricos en las canales de las piscinas al aire libre, mientras los padres dialogan en voz baja en pequeños estanques techados, donde la temperatura del agua es mucho más caliente.
Algunos —en dependencia de su gusto y presupuesto— van hasta el área de spa, el circuito termal y locaciones donde pueden darse un masaje, mientras escuchan suaves melodías, de esas que ayudan a estar en silencio con uno mismo.
Desde el mirador de Santa Teresita se divisa el paisaje y parte del poblado de Amatitlán, cuyo lago lamentablemente sufre de una severa contaminación. Este lugar lleva el nombre de aquella carmelita descalza, canonizada en 1925, que prometió una lluvia de rosas. Y aunque en ese paraíso terrenal no caigan flores del cielo, uno sí regresa a casa con un alivio mágico en el cuerpo.
Aunque parezca increíble, a escasos pasos de Santa Teresita agoniza el verdusco lago de Amatitlán, 25 kilómetros al sur de esta capital. Todo apunta que no hay solución para rescatar esa masa de agua fétida, que recibe cada año 500 000 metros cúbicos de sedimentos, según estimados.
Quienes se acerquen a sus márgenes o decidan atravesarlo en lancha sentirán que algo no huele bien y que se necesitaría de mucha voluntad política para salvar a este estanque natural que padece una acelerada eutrofización (un tipo de contaminación química de las aguas).
El amigo Diego Estrada me comenta apenado que el lago se ha convertido en un lugar de desechos industriales y albañales, y que dista mucho del que disfrutó su padre décadas atrás cuando todo era más azul en esa laguna de 12 kilómetros de largo por tres de ancho.
Ante un terrible escenario de deterioro ambiental como este, uno aprecia cómo en años el ser humano puede acabar con una obra de la naturaleza que data de la era cuaternaria: hace «apenas» unos millones de años.
Mientras el lago Amatilán expira lentamente, los habitantes del poblado de igual nombre pierden a potenciales clientes que prefieren abstenerse de comer pescado, aunque las vendedoras se desvivan en llamar la atención con invitaciones amables.
Sus pobladores son cordiales y elaboran artesanías, en las cuales ponen todo su empeño con el propósito de «enamorar» a primera vista, con sus diseños, al turista que llega hasta ese sitio, que parece olvidado, pese a estar tan cerca de la capital guatemalteca.
*Tomado del libro: Guatemala a segunda vista. Esencias culturales (Ocean Sur, 2020).
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