A unos días de cumplirse el 59 aniversario del triunfo de la Revolución Cubana, resulta interesante volver en la historia a sucesos que hicieron posible que la nación barriera para siempre de su cuello el yugo neocolonial impuesto por los vecinos del Norte.
Los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes tuvieron una incuestionable la trascendencia: el motor pequeño que hizo andar el otro motor grande que fue la Revolución.
De la gesta moncadista, sobresale un documento posterior: el programa del Moncada —dado a conocer por Fidel Castro, líder del grupo, durante el juicio celebrado en septiembre de 1953, y publicado clandestinamente pocos meses después, bajo el título de La historia me absolverá—, que se convertiría en expresión máxima de la importancia que desde su nacimiento como movimiento, los jóvenes asaltantes le conferían al componente social dentro del desarrollo de la nación, así como en una guía esencial del actuar del gobierno revolucionario una vez ocupado el poder.
Tras el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 y con la instauración de una dictadura militar, la crisis de los moldes constitucionales en que operaba la República se agudizó. Las respuestas de las fuerzas opositoras al golpe, aunque con sus variaciones, resultaban inoperantes, lo que contribuyó a que se acentuara la frustración del pueblo y su descontento con la incapacidad de los dirigentes políticos.
Incluso el Partido del Pueblo Cubano (ortodoxo), favorito para las elecciones truncadas, no escapó al letargo en el que poco a poco fueron cayendo las distintas agrupaciones. En él se deslindaron dos tendencias claras; la pactista, compartida por un frente amplio de oposición, y la independentista, que mantenía el principio de la ortodoxia en el sentido de no aliarse a otro partido. Ninguna de estas dos variantes superaba los marcos pseudodemocráticos impuestos por Batista, lo que dejó al descubierto el agotamiento del movimiento populista ortodoxo antes de emprender la práctica de gobierno que hubiera sido, también, «la prueba histórica de su ineficacia como alternativa desarrollista dadas las condiciones de la dominación capitalista en Cuba».[2]
Sin embargo, un grupo de militantes de la juventud ortodoxa integró secretamente una organización conocida a la que denominaron el Movimiento. Ellos fueron capaces de ir más allá del juego a la denuncia o el pacto, y ver en la acción armada la vía para romper la inercia en la que entraba el país, que amenazaba con legitimar la dictadura.
El grupo, que asume el nombre de Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7) a partir de las acciones desarrolladas en Santiago de Cuba y Bayamo ese día de 1953, fue capaz de insertarse en la vida política cubana y proyectarse hacia el futuro, «constituyéndose además en un polo de atracción para la juventud y el pueblo y marcando un punto de ruptura con la política tradicional».[3]
Lo avanzado del pensamiento de estos jóvenes quedó reflejado en su programa político, fundamentado a lo largo del alegato de autodefensa desarrollado por su líder, Fidel Castro,[4] durante el juicio seguido a los sobrevivientes de la acción. En su exposición, el entonces joven abogado explicó las cinco primeras leyes que hubiese proclamado su movimiento inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada. La primera de ellas devolvería la soberanía al pueblo y proclamaría la restitución de la constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado. La segunda concedería la propiedad inembargable e intransferible de la tierra a todos sus trabajadores que ocuparan parcelas de cinco caballerías o menos, indemnizando a sus anteriores propietarios. La tercera ley otorgaría a los obreros y empleados el derecho a participar del 30% de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, mientras que la cuarta concedería a los colonos el derecho a participar del 55% del rendimiento de la caña y les otorgaría una cuota mínima de 40 000 arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años de establecidos. La última, establecería la confiscación de todos los bienes malversados y dispondría que la mitad de lo recobrado fuera para engrosar las cajas de retiros obreros y la otra a hospitales, asilos y casas de beneficencia.
Además, agregó que la actuación de Cuba en el continente americano estaría guiada por la más estrecha solidaridad con los pueblos democráticos y los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías. La nación sería «baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo».[5]
Este proyecto de leyes, unido a la definición de los seis problemas socioeconómicos[6] a cuya solución se hubiesen encaminado resueltamente sus esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política, constituye una profunda manifestación del sentido de justicia social que tenían los jóvenes integrantes del MR-26-7 y evidencia asimismo su avanzada concepción de que «el desarrollo no es sólo el crecimiento económico, sino que debe expresarse también en la superación de las desigualdades económicas y sociales y en la forma de distribución de lo producido».[7]
Pocos años después, a partir del triunfo revolucionario de enero de 1959, esa unidad entre desarrollo económico y desarrollo social caracterizó todas las políticas aplicadas por el nuevo gobierno, guiadas en lo fundamental por el objetivo programático de solucionar los seis problemas denunciados por Fidel.
Los problemas económicos y sociales comenzaron a tener igual importancia en la estrategia de desarrollo del país tal y como dictaba el objetivo supremo de la Revolución Cubana «de alcanzar progresiva y sistemáticamente el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, partiendo de la premisa de que el crecimiento económico no es una finalidad en sí mismo, y que el desarrollo económico y social han de marchar de la mano».[8]
Es más, el desarrollo empezó a verse como un proceso sistémico en el que lo económico y lo social se encontraban articulados, a partir de la noción de que un crecimiento económico carente de progreso y justicia social, no conduciría al desarrollo y mucho menos ayudaría a lograr los objetivos sociales deseados, teniendo en cuenta, en particular nuestro carácter de país subdesarrollado.
Resultaba evidente, desde los mismos inicios de 1959, «que emprender un proceso de desarrollo que diera solución a los tres grandes problemas económicos (la tierra, la industrialización y el desempleo), significaba enfrentar y superar dos grandes obstáculos: la deformada estructura económica heredada y las relaciones de dependencia con respecto a Estados Unidos».[9]
Además, atender prioritariamente los problemas sociales más graves, a saber, vivienda, educación y salud, era la principal acción de justicia social que debería complementar el programa de desarrollo y a la par, contribuir al avance del mismo. Superar los bajos niveles de educación y el precario estado de salud del pueblo posibilitaría la utilización más productiva de la fuerza de trabajo, lo que inevitablemente facilitaría el desarrollo económico. Este enfoque permitió que en pocos años y ante la mirada escéptica de algunos, las políticas sociales y medidas adoptadas mediante la acción centralizada del Estado, guiadas por el Programa del Moncada, transformaran de forma radical la situación social del país.
Reforma Agraria
Uno de los principales compromisos contraídos por el movimiento revolucionario con el pueblo fue la proscripción del latifundio y la implementación de la tan ansiada reforma agraria. El problema de la tierra requería atención urgente y restablecida en febrero la Constitución de 1940 en sus aspectos esenciales,[10] materialización de la primera de las cinco leyes anunciadas por los moncadistas en 1953, tocaba ahora el turno de la segunda ley.
El 17 de mayo de 1959, el Gobierno Revolucionario dictó la medida para muchos más democrática, popular y decisiva hasta entonces para la consolidación del nuevo poder: La Ley de Reforma Agraria.[11]
Con esta ley se fijó en 405 hectáreas –alrededor de 30 caballerías–, el límite ordinario de tierra para la propiedad agrícola, aunque se estipuló que en casos excepcionales podía extenderse hasta las 1 342 hectáreas. De esta forma se liquidó el latifundio nacional y extranjero y pudo beneficiarse a más de 100 000 familias campesinas, transfiriendo gratuitamente la propiedad de la tierra, dentro del límite de 26 hectáreas, a los campesinos que la trabajaban en condiciones semifeudales.
Desde el punto de vista institucional y jurídico, la ley dispuso la creación del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) para gestionar la aplicación de las políticas económicas y sociales relacionadas con la reforma, a la que se le confirió rango constitucional al declararla parte de la Ley Fundamental de la República.
La concepción de una institución como el INRA, reemplazado en 1976 por el Ministerio de la Agricultura (MINAG), permitió que las expropiaciones y la redistribución de las tierras se realizaran de manera eficiente y en breve tiempo.
La ley no se desentendía de las indemnizaciones o el respeto a la propiedad, pues establecía el pago a los antiguos propietarios mediante bonos redimibles en un plazo de veinte años y con un interés del 4,5% anual.
A medida que avanzaban las transformaciones socioeconómicas y definido en 1961 el carácter socialista de la Revolución Cubana, la política agraria se radicalizó y el 3 de octubre de 1963 se dictó una nueva ley que completó el proceso de reforma. Con esta, quedaron nacionalizadas todas las fincas con una extensión superior a las 67 hectáreas, cinco caballerías, y se instauró un predominio de la agricultura estatal al pasar al control del Estado alrededor del 70% de las tierras agrícolas.
Fueron precisamente los efectos políticos de la Ley promulgada el 17 de mayo de 1959 uno los factores que motivaron esta radicalización posterior de la reforma agraria y su consecuente drástica reducción de la máxima extensión de tierras a poseer por las personas naturales. Dicha Ley tuvo, tal y como se aprecia en su exposición de motivos, propósitos esencialmente políticos: «golpear definitivamente a la burguesía rural dada la incompatibilidad de esta clase con la revolución puesto que estaba sirviendo de apoyo al imperialismo norteamericano y afectando los intereses del pueblo trabajador obstruyendo la producción y el acopio de productos agrícolas».[12]
Industrialización y empleo
La solución del problema de la industrialización, en la que se enfocaría también el joven gobierno revolucionario, partía de una concepción integral de la estrategia de desarrollo que buscaba superar las deficiencias del modelo heredado.
Las primeras acciones estuvieron influenciadas por la asesoría técnica de expertos foráneos y nacionales, entre los que se destacaron un grupo de especialistas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Como resultado de este trabajo conjunto, el modelo de desarrollo económico se propuso como metas esenciales la utilización plena de los recursos productivos, a partir de la liquidación de las causas de la subutilización de la tierra con la reforma agraria; el aumento del volumen del excedente económico y, por consiguiente, el incremento de los recursos destinados a la inversión; la transformación radical de la industria azucarera para convertirla en una actividad mucho más compleja en la que el azúcar sería un subproducto más dentro de una gama diversa de producciones; la ruptura del punto de estrangulamiento del sector de la energía; el desarrollo de la industria siderúrgica y de algunas ramas de la industria mecánica; y la absorción por la industria de todo el crecimiento previsible de la población ocupada en los siguientes años y de toda la desocupación existente en ese momento.[13]
Estas ideas se inscribían en el enfoque cepalista, que privilegiaba la necesidad de una política arancelaria más proteccionista, garante de un desarrollo endógeno basado en una deliberada política de sustitución de importaciones; elementos característicos además de la concepción del desarrollismo como teoría económica cuyo momento de esplendor se ubica en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo.
La concepción desarrollista no tardaría en ser superada al materializarse debilidades y limitaciones como «el desconocimiento del significado que tiene la competencia internacional en el incremento de la eficiencia de la producción, como resultado de una protección excesiva de la producción nacional que fue combinada con otros errores en el manejo estatal de los recursos por parte de los gobiernos de los países latinoamericanos».[14]
Sin embargo, en coherencia con el resto de las necesidades más urgentes del país, en el programa de desarrollo de la Revolución en sus primeros años prevalecerían como objetivos principales la diversificación de la producción agrícola, y el proceso de industrialización, dirigido a la solución de los problemas de la balanza de pagos y al desempleo urbano.[15]
La industrialización acelerada era concebida en Cuba entonces como requisito indispensable para la independencia económica que necesitaba el país, que posibilitaba una menor dependencia del sector externo y facilitaba, con recursos propios, una salida a las agresiones económicas de los Estados Unidos. Para su instrumentación resultaba necesaria una nueva institucionalidad que canalizara las políticas e intereses del Estado como actor principal del proceso, lo que fue comprendido de inmediato por el gobierno revolucionario, que en el propio 1959 creó dentro de la estructura del INRA el Departamento de Industrialización, dirigido por Ernesto Guevara.
Rápidamente, ante los avances en el trabajo del departamento y la expansión de sus dependencias y objetivos económicos, en 1960 la estructura se transforma en el Ministerio de Industria (MININD) y permanece bajo la dirección del Che en el rol de Ministro.
En el período de 1961-1963, al margen de ciertos logros alcanzados en el desarrollo industrial y del surgimiento de un número considerable de nuevas fábricas, la estrategia de desarrollo concebida hasta 1963 no cumplió con sus objetivos. Las causas fundamentales estuvieron dadas por la alta vulnerabilidad externa de la economía, lo que a corto plazo se traducía en serias restricciones a cualquier cambio estructural en el país a causa de la falta de financiamiento externo, de recursos técnicos y tecnológicos. Además, existía un desconocimiento de las relaciones intersectoriales básicas y otros principios económicos, pues entre otras difíciles circunstancias, el país carecía de los cuadros calificados y con experiencia, pues muchos de los que existían antes de 1959 no se identificaron con el programa revolucionario y decidieron abandonar el país.
Sumado a esto estaban también los efectos del bloqueo económico, decretado oficialmente en octubre de 1960, aunque desde 1959 ya se aplicaban sanciones económicas contra la Revolución, que comenzaban a impactar en la acelerada depreciación de las maquinarias y equipos ante la falta de piezas de repuesto.
Las dificultades para cumplimentar los objetivos de desarrollo económico, pues el social se estaba alcanzando a un ritmo impresionante, condicionaron la revisión de la estrategia económica.
A partir de 1963, los objetivos económicos se centraron en la creación de condiciones que permitiesen aprovechar la estructura económica heredada del capitalismo y utilizarla como un pivote del desarrollo económico, «que propiciara la creación de la infraestructura indispensable y proporcionara los medios de acumulación necesarios para la ulterior industrialización del país».[16]
Constituyeron entonces las prioridades económicas el incremento de la producción agropecuaria y la expansión y diversificación de las exportaciones, lo que no significaba ignorar el papel de la industria. Al potenciar el desarrollo agropecuario, se concibió la creación de una base industrial que le tributase al sector insumos necesarios como fertilizantes, pesticidas e implementos agrícolas, y contribuyera a la sustitución de importaciones. Además, otras ramas industriales como la generación eléctrica y los materiales de construcción debían desarrollarse para cubrir las necesidades derivadas del crecimiento agropecuario y el desarrollo social.[17]
La reorientación de la estrategia económica era una respuesta también a los requerimientos de la participación creciente de Cuba en el mercado del campo socialista. En la década se firmaron convenios con la URSS y otras naciones socialistas que garantizaban mercados estables al azúcar cubano y precios asegurados.
Durante todo este convulso período de transformaciones se fue enfrentando el tercer problema contemplado en el Programa del Moncada: el desempleo. Con una alta carga tanto económica como social, a la solución de este mal se vieron también abocados los esfuerzos del gobierno revolucionario. El desarrollo que se fue alcanzando en los sectores agrícola, industrial, de las construcciones y de los servicios, permitió la creación de nuevos puestos de trabajo y ya para finales de 1970, la tasa de desempleo en Cuba era de sólo 1.3%, lo que contrastaba enormemente con los 700 mil desempleados a los que hacía referencia Fidel en Buenos Aires durante su visita a la Argentina en mayo de 1959, así como el millón de desocupados durante el tiempo muerto que denunciaba en 1953.
Continuará…
Notas:
[1] Las acciones del 26 de julio no serían valoradas en su justa medida hasta después del triunfo del 1ro de enero de 1959. Antes de esa fecha, eran mayormente consideradas dentro y fuera de Cuba como parte de una aventura romántica de un grupo de jóvenes pequeño burgueses o un pustch aventurero. Para más información al respecto ver Germán Sánchez Otero: «El Moncada: inicio de la Revolución Cubana», Punto Final, No. 62, Santiago de Chile, 1972.
[2] Ibídem.
[3] José Bell Lara: Fase insurreccional de la Revolución Cubana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007, p. 2.
[4] Fidel Castro Ruz: La historia me absolverá, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007, pp. 35-46.
[5] Ibídem.
[6] En el Programa del Moncada se sintetizan los seis problemas esenciales que atenazaban la vida de los cubanos: el problema de la tierra, el de la industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación, y el problema de la salud del pueblo.
[7] Elena C. Álvarez González: Cuba: un modelo de desarrollo con justicia social, Instituto Nacional de Investigaciones Económicas, 1998, pp. 2-12.
[8] Rita Castiñeiras García: «Calidad de vida y desarrollo social en Cuba», Cuba Socialista, La Habana, 2011, Disponible en la URL: http:// www.cubasocialista.cubaweb.cu/index.php?q=calidad-de-vida-y-desarrollo-social-en-cuba.
[9] José Luis Rodríguez en Elena C. Álvarez González: ob. cit., p. 7.
[10] Mario Mencía aclara que la Revolución toma de la Constitución de 1940 los aspectos más revolucionarios contenidos en ella y que le resultaban imprescindibles para su desarrollo, pero que no la establece en la totalidad de su articulado porque «hubiese sido absurdo que la Revolución triunfante se autocastrara». Asumirla mecánicamente, «hubiera forzado a la Revolución triunfante a convocar elecciones generales en seis meses, reinsuflar vida al sistema de injusticia social y al sistema económico contra el que se había luchado durante toda la pseudorrepública, y mantener el poderío del aparato policiaco y militar represivo, sostenedor del régimen burgués, que acababa de ser derrotado y que, de inmediato, iba a ser desmantelado y sustituido por el Ejército del pueblo». Para más información ver Mario Mencía: «El programa del Moncada, La historia me absolverá y la constitución de 1940», en revista Caliban, La Habana, octubre-noviembre-diciembre 2009, disponible en la URL:
http://www.revistacaliban.cu/articulo. php?numero=5&article_id=59
[11] Rolando Pavo Acosta: La Reforma Agraria en Cuba; del Programa de Joven Cuba a la Ley de 17 de mayo de 1959, [s.a.], pp. 242-243.
[12] En Rolando Pavó Acosta: Derecho agrario; teoría general. Su recepción y estado actual en Cuba, Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 2009, Versión PDF Disponible en la URL: http://www. eumed.net/libros-gratis/2012b/1213/index.htm.
[13] Raysa Fuentes de Armas: La economía cubana durante la primera mitad de los años 60. Las trasformaciones económicas, la estrategia de desarrollo y los mecanismos de funcionamiento, Facultad de Ciencias Sociales y Humanísticas, Universidad de Matanzas Camilo Cienfuegos, Matanzas, 2001, p. 11.
[14] Ibídem.
[15] Ernesto Guevara en José Luis Rodríguez: ob. cit., p. 47.
[16] Elena C. Álvarez González: ob. cit., pp. 10-12.
[17] Ibídem.
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