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¿Y Santrich?

4 jul. 2019
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Hace poco más de un año, todo lo relacionado con el acuerdo colombiano de paz pasa por un nombre o, mejor dicho, un sobrenombre de guerra: Jesús Santrich. Es cierto que una golondrina no hace verano, pero hay casos, cosas y personas que trascienden lo individual para ser símbolos de una causa. Así sucede con este exguerrillero, cuya historia de vida postacuerdo ha sido un medidor sobre la efectividad de lo pactado entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el extinto grupo insurgente, FARC.

Primero, preso —y casi muere por una huelga de hambre—, luego absuelto y vuelto a apresar en el mismo día, después investido como congresista y finalmente, en paradero desconocido. Apretada síntesis de lo acontecido en los últimos 13 meses alrededor de este hombre que, más allá de sus años de guerrilla y los altos cargos dentro de la organización, trascendió como uno de los más envalentonados negociadores de la paz en La Habana.

Todo el que siguió de cerca el proceso recordará que, casi a diario, se producía una alocución pública de la delegación de las FARC sobre un tema relacionado o no con la discusión interna en la Mesa de Diálogo. Las declaraciones en voz de Santrich y aquellas genéricas pero de su evidente autoría tenían un tono distinto al habitual; mientras el resto de los plenipotenciarios insurgentes mezclaba la denuncia con un llamado a la conciliación, este hombre de gafas oscuras y bastón por su condición de invidente y al que no faltaba además una bufanda o su típico pañuelo palestino, se distinguía por ser incisivo y provocador, sarcástico e incompasible con los representantes del status quo.

No ha sido distinto desde entonces, aun y cuando la firma de la paz supuso el fin de bandos y no se hablaría más de adversarios hostiles, sino de contrarios políticos. A Santrich no le tembló la voz para continuar hablando sin tapujos, aún desde la cárcel La Picota, en Bogotá, donde estuvo recluido hasta que la Jurisdicción Especial para la Paz desestimara su causa por no encontrar sostenibles las pruebas en su contra.

Fue precisamente su caso el que dibujó una línea bastante gruesa entre los números uno y dos de la organización guerrillera convertida en partido político. El insurgente que logró pactar la paz, Iván Márquez, se puso del lado de Jesús Santrich, y rompió filas con aquel que estampó su firma en lo que Márquez negoció durante 4 largos años. Se establecía así una clara división entre los que estaban con Iván y los que respaldaban a Timochenko.

La fractura se mantiene y se resiente cada vez más. La desaparición de Santrich supone nuevos desentendimientos y desconfianzas. Desde que su equipo de seguridad le perdiera pista, muchas son las suposiciones. Lo cierto es que no estaba siendo perseguido, no tenía orden de privación de libertad o restricción de movilidad y fungía como diputado a la Cámara de Representantes. Precisamente, que hubiese pasado de sospechoso por narcotráfico —a punto de extradición a Estados Unidos— a ocupar su escaño en el congreso colombiano, significaba el primer y hasta ahora mayor síntoma de supervivencia de un acuerdo de paz que agonizaba. Parecía que funcionaba la JEP. Demasiada sorpresa aquella que provocó un verdadero terremoto en la administración del Iván Duque y le costó el puesto al Fiscal General y a la Ministra de Justicia.

¿Qué pasó entonces? ¿Por qué esta salida intempestiva del mapa político? ¿Disidencia o temor por su futuro? Hasta tanto no haya mayores indicios que arrojen claridad en esta historia, habrá dos posibilidades. Una: Santrich es culpable, temía ser encarcelado y juzgado definitivamente, quien sabe si enviado a Nueva York donde se le tiene abierta causa, y huyó. Claro que bien pudo haberse volado antes en lugar de seguir apostándole al proceso y asumir sus nuevas funciones. Dos: es inocente, pero conoció de antemano que la justicia no estará de su lado en la nueva indagatoria que tiene pendiente, o supo de amenazas inminentes contra su vida, y buscó refugio con aquel grupo, también en paradero desconocido, que sigue jurando fidelidad a la paz acordada en papel pero no ya al infeliz desenlace de lo pactado por obra y gracia de un gobierno desligado del proceso.

A la hora de tomar partido por una de las opciones sobre la mesa, hay que tener en cuenta que en Colombia la justicia es todo menos justa y las causas se fabrican solas a golpe de dólares. Para romper un tanto aunque no del todo —el número creciente de asesinatos selectivos bajo la égida de Duque da fe— con la tradición pasada de asesinar por la espalda a desmovilizados de grupos armados, la tendencia parece ser la de involucrarlos en delitos recientes, posteriores a la firma de los acuerdos, para desmitificar su imagen pública, sobre todo con los rostros visibles, los de alto rango, porque con la masa rasa el final sigue siendo de traición y muerte.

Aquellos que exigen cumplimiento a cabalidad de lo consensuado en La Habana y no se conforman con las medias tinta son el nuevo blanco de ataques de los enemigos de siempre de la paz colombiana. Desafortunadamente ahora, lo sucedido con Santrich le da alas a esos que despotricaron del acuerdo, hasta tanto no se despejen las incógnitas.

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