Contrapunteo

Río y Viña se rebelan

28 feb. 2020
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El arte, bien sea refinado o popular, y sobre todo, los artistas, muchas veces quieren despolitizarse o mostrarse apolíticos, cuando la «apolítica» es en sí misma una postura política que, casi siempre, por no caer en el absolutismo, pretende esconder la verdadera toma de partido en la búsqueda de no comprometerse en una situación dada con o en contra del poder político.

Pero en los tiempos actuales, donde el malestar ciudadano se propaga con más intensidad que las epidemias de turno, nada escapa a la politización y es así que los principales espacios culturales y sucesos artísticos se convierten en plataformas de denuncia. Los más recientes y estridentes ejemplos son el Carnaval de Brasil, sin duda alguna, el más famoso de América Latina —algunos lo consideran el mejor a nivel mundial— y el que más público atrae, así como el Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar, en Chile, el más reconocido, grande e importante de su tipo igualmente en la región. 

La simultaneidad de los dos mega eventos, como es habitual por calendario, contribuyó a que trascendiera más el tinte político que adquirieron en este 2020, aunque en ninguno de los casos fue una situación inédita, simplemente se dio de manera más marcada y a las expresiones críticas locales se sumaron voces internacionales.

Y es que el carnaval brasileño y Viña del Mar tuvieron lugar en un contexto de resistencia social contagioso en esta parte del mundo. Pudiera pensarse que Chile ha sido el epicentro del estallido social, ciertamente la magnitud y persistencia de las manifestaciones lo avalan, pero en Brasil, el escenario es tan o más complicado teniendo en cuenta que el territorio es mayor y no ha habido uno, sino varios y continuos brotes de descontento, partiendo de la causa común que por más de un año y medio unió a buena parte de los brasileños: la libertad del expresidente Luis Ignacio Lula Da Silva.

A la altura de este carnaval, los del gigante sudamericano acumularon todo un 2019 de inconformidades y ultrajes a causa de la pésima gestión del mandatario Jair Bolsonaro, la cara visible y ahora mejor posicionada de la mafia que le robó la elección a Lula y lo encarceló. En cada desfile de esta fiesta de pueblo, donde samba y carrozas, música y colorido tienen el protagonismo, se sintió el sabor amargo de las políticas bolsonaristas. Un Jesús negro y de vestimenta humilde, dicen que salido de las favelas; otro con cuerpo de mujer; una transgénero como madrina de la sección de tambores; un payaso con banda presidencial; la presencia indígena en los disfraces; motivos decorativos alusivos al medio ambiente; escenificaciones de la represión policial, se mostraron al mundo como símbolo de todo lo que está siendo humillado y marginado por el Jefe de Estado y su gabinete.

Resulta que Bolsonaro es abiertamente racista, discrimina a las mujeres —su última ofensa fue contra una periodista a la que acusó de cambiar favores sexuales por información— prefiere un hijo muerto antes que homosexual, considera que los indígenas no son seres humanos, aunque hace poco rectificó y dijo que «el indio está cambiando, está evolucionando y convirtiéndose cada vez más en ser humano como nosotros». Quiere darle armas a la gente para que se defienda y poner soldados en todos los rincones de Brasil. Y si de ecología le hablan, es hermano legítimo por parte de estupidez de Donald Trump pues no cree en el cambio climático y le faltó poco para dejar reducir a cenizas la Amazonía. Claro, él no tiene idea para qué sirven tantos árboles juntos, preferiría que se quemaran para tener espacio donde construir «hoteles resorts», o a lo mejor sí ha oído eso de «pulmón del planeta» pero pensará: qué es el oxígeno al lado del dinero que reportarían la explotación turísticas de las riquezas naturales.

Y hay quien dirá, no sin faltarle razón, los brasileños tienen lo que votaron y se merecen. Pero sería reduccionista y cruel. Primero, porque el excapitán de la policía ganó, pero hay que recordar que casi un 45% no le respaldó en urnas y a los que sí, les mintió groseramente y ahora están sufriendo las falsas promesas. Y está además la masa de acomodados, conservadores y evangélicos que pescan en río revuelto y a quienes Bolsonaro les viene como anillo al dedo.

La más grande de todas las mentiras, la del candidato honesto e incorruptible que acabaría con la estela de sobornos del Partido de los Trabajadores. Un año de gobierno y Jair Bolsonaro tiene la corrupción dentro de su propia casa con escándalos asociados a lavado de dinero que no salpican, sino que bañan a sus hijos. Y a él se le acusa de estar metido hasta el cuello en el asunto de los testaferros para encubrir dinero y bienes ilícitos.

En su discurso de ese primer añito, también replicó falsedades por doquier, al estilo grandilocuente y autocomplaciente de su mentor estadounidense. La economía como bandera, con un despliegue de cifras en positivo, pero totalmente inventadas. Dirían lo menos drásticos, que «maquilladas».

El panorama real, que no contó en enero pasado al resumir su gestión y que es el responsable de la efervescencia política que se vivió en el Carnaval de Río y el resto de las ciudades más importantes, es el de un país que se vende a pedazos al gran capital transnacional por obra y gracia del tanque pensante del liberalismo, hoy día Ministro de Economía, Paulo Guedes, a quién Bolsonaro le dio cordel y pista libre porque ha reconocido públicamente que de economía no tiene ni idea. Un país con un estado como Ceará a la buena de Dios, porque sus policías están en huelga y el hampa hace y deshace sus mejores y más letales crímenes. Un país con su ciudad global, Río de Janeiro, totalmente militarizada para reducir un tipo de violencia, la callejera, y crear otra con mayor carga de impunidad como las violaciones a los derechos humanos que cometen los propios soldados, sin contar que se vulneran las libertades civiles con habituales toques de queda y otras decisiones arbitrarias. Un país con enormes recursos petroleros a punto de tener que importar combustible porque 20 mil trabajadores de su petrolera está en paro como castigo también a la elite gobernante que pretende aplicarle despidos y cierre de fábricas, reducciones o impagos salariales y corte de beneficios. Un país donde suben la tarifa del transporte público y la calle se enardece. Un país donde los recortes llegaron hasta la mismísima celebración carnavalesca porque las escuelas de samba no recibieron los fondos habituales y aun así no dejaron de bailar y festejar, a la par que lanzar su grito de protesta.

Por lo pronto, a Bolsonaro no le ha dado esta vez por arremeter contra el Carnaval de manera tan sucia como el pasado año, donde le dio por publicar un video escatológico para denigrar la festividad y a sus participantes.

A unos 4 mil kilómetros de Brasil, y casi al unísono, la Quinta Vergara se convertía en un hervidero humano donde público y creadores tenían un propósito común más allá de la música: defenderse de la opresión de Sebastián Piñera y su cuerpo de carabineros, ese que puede pasarle con un camión por encima a un joven o comprimir a otro entre dos tanques de guerra, o sacar cientos de ojos para frenar a la multitud de manifestantes, balear a niños y adultos por igual, violar mujeres y luego de todo, ser exaltado por el presidente, tan indolente y sanguinario como sus verdugos uniformados.

En Viña del Mar, artistas nacionales como Mon Laferte e invitados foráneos como Ricky Martin dieron voz a través de sus micrófonos a los chilenos que con pancartas pedían la renuncia de Piñera, pero que la televisión nacional prefería no publicitar. Todo esfuerzo por acallar la cólera ciudadana fue en vano. Dentro del recinto se protestaba desde el escenario y desde las gradas por igual, y fuera se vivía idéntica agitación social, con autos incendiados, y decenas de detenidos.

Desde la Moneda, Piñera, acabado de regresar de unas oportunas vacaciones que le permitieron no tener que opinar sobre lo sucedido en Viña, intentaba disuadir a los enojados con una reforma tributaria que recaudaría algo de dinero a partir de impuestos a los más ricos. Como el resto de sus medidas desesperadas, tardía e incompleta. Los chilenos ya no se conforman con migajas. La sacudida fue real al punto que quieren un cambio de raíz y, por el momento, le apuestan al plebiscito constituyente.

Mientras, el humor en Viña le recordó a todos que Piñera tiene menos porcentaje de popularidad que la batería agonizante de un celular. Pero como a su par brasileño, poco le importan tales estadísticas de aprobación-desaprobación. Se aferran ambos al poder, el primero con sus millones y ansias de trascendencia; el otro con menos capital pero mucha más pleitesía hacia Washington, lo que le asegura el puesto tanto o mejor que los dólares del multimillonario chileno, también sumiso al norte.

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