Contrapunteo

Los réditos políticos de la pandemia

15 abr. 2020
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No hay manera de abstraerse del dichoso coronavirus. El mundo está semiparalizado y de cabeza, intentando salir a flote en medio de tanta vida arrancada y otras muchas marcadas por el dolor de las pérdidas. Podría pensarse que a la política también se le ha echado el freno por campañas electorales en pausa —menos Estados Unidos, claro porque el coronavirus es una calamidad pasajera según el que lidera el bote hundevidas allí— comicios pospuestos, controversias detenidas, proyectos legislativos engavetados. Pero resulta que, a río revuelto, hay un par de aprovechados y deshumanizados pescadores políticos engordando el jamo.

Circunscribimos el contexto al ámbito latinoamericano, y nos ahorramos así la tarea penosa de nombrar al imprudente en jefe, ese que considera que, si el número de fallecidos se queda en 200 mil, «habremos hecho un gran trabajo». Y reservamos para otro momento la rapiña diplomática que protagonizan los europeos tratando de salvar, no ya a sus ciudadanos, sino sus economías, y como siempre en un sin consenso perenne. Como también la realidad asiática y africana: la primera atacada ferozmente desde el «democrático y libertario» occidente que la acusa de afianzar posiciones autoritarias en el manejo —a todas luces eficaz, más allá de críticas— de la pandemia; y la segunda con cifras bajas de contagios como evidencia clara de que los pobres no solo no tienen acceso a la salud, tampoco alcanzan a ser una estadística oficial y mueren de Covid-19 como de cualquier otra infección prevenible en el mundo, pero nadie los contabiliza.

En América Latina, que tardó como región en tener sus primeros reportes de contagiados, el coronavirus amordazó las ansias de rebelión de pueblos que concatenaron sus hastíos y desesperanzas para alzarse contra gobiernos corruptos e inoperantes. Después de tantas décadas de aguantes, una sublevación que parecía bien ensayada, daba esperanzas a la clase trabajadora y al estudiantado, y ponía en jaque a gobiernos que parecían inamovibles de sus cómodos asientos vitalicios, cuando de pronto apareció un enemigo invisible que mandó a todos a sus casas y dejó las calles, que hasta ayer eran un hervidero de gente, completamente vacías.

No hizo falta la represión de los carabineros chilenos, o los métodos de guerra del Escuadrón Móvil Antidisturbios colombiano, o el ejército brasileño para disuadir manifestaciones. Vino, casi que oportunamente, una partícula microscópica a hacerle el trabajo sucio a Sebastián Piñera, Iván Duque, Jair Bolsonaro, Lenín Moreno y una lista en ascenso en los últimos meses.

Si no fuera porque a estos personajes se les ha armado un rollo muy gordo en materia sanitaria por las malas respuestas a la contingencia, bien podría decirse que la adversidad de otros ha sido música para sus oídos. El primero que no se aguantó la alegría fue Piñera, quien en gesto desafiante se tomó una foto en la Plaza Italia, rebautizada como Plaza de la Dignidad después de ser el epicentro de las protestas en Santiago. Allí, en el monumento que todavía exhibe grafitis oprobiosos contra la élite chilena y contra el mismísimo presidente, el multimillonario decidió posar y luego compartir la instantánea en redes sociales para espetarles a todos un mensaje sin palabras, apenas una sonrisa: marcharon, murieron y qué, aquí estoy yo y todo sigue igual.

Sebastián Piñera logró contener la furia ciudadana, coronavirus mediante, y también prorrogar los debates y votaciones en torno al proyecto constituyentista que para nada le agrada, pero en el que tuvo que dar su brazo a torcer para mostrarse conciliador. Ahora incluso ha subido un par de puntos su escasísima aprobación popular con algunos planes en modo tabla salvadora para los trabajadores informales, las familias sin recursos, la gente que su señora esposa considera alienígenas. Y como para aprovechar bien la coyuntura, ha decidido deslizar entre medida y medida de enfrentamiento a la propagación, una determinación vergonzosa para las víctimas de un país que no olvida las heridas de la dictadura: liberar a los presos de edades avanzadas y con enfermedades terminales, incluyendo a aquellos que sean culpables de delitos de lesa humanidad. Esto lo tiene entre manos hace tiempo, pero su congreso lo había impedido. Claro que en este minuto tiene la excusa perfecta, la de aliviar el hacinamiento de las cárceles muy a tono con el distanciamiento social requerido.

Otro que le ha seguido los pasos a Piñera en eso de aprovechar al virus infeccioso y echarle la culpa de lo que es y lo que no es, ha sido el mandatario ecuatoriano. Como en su momento la calle también se le puso caliente por su paquetico neoliberal, ahora vuelve a decretar el toque de queda, esta vez por razones sanitarias. Y de paso, lanza el mismo paquete que había sido rechazado solo que con algunos cambios cosméticos y nuevos argumentos disfrazados de contingencia por coronavirus.

Cuando pensábamos que Lenín Moreno ya había mostrado todo su potencial de político inepto, aparece el Covid-19 y le desata una crisis sanitaria de proporciones dantescas. Ni en los peores sitios donde el virus se ha salido de control, se han visto escenas como las que le han dado la vuelta al mundo de familias conviviendo varios días con sus difuntos, cadáveres en plena calle abandonados a la buena de dios, gente incinerando muertos en la vía pública de forma rudimentaria, desesperación y caos. Pero el presidente ha tenido la fantástica idea de no aparecer por allí y en sus contadas comparecencias públicas decide culpar a la ciudadanía de no acatar las medidas gubernamentales. Por no decir, que ha instruido a sus subordinados a decirle a los cuatro vientos que en Guayaquil —allí donde la crisis es más aguda y se dan las penosas escenas— no se queman muertos en la calle sino sillas o llantas de auto a modo de «fake news» promovidas por el correísmo.

Evidentemente, el expresidente Rafael Correa es el chivo expiatorio de Moreno, el culpable de todo lo malo que suceda durante su administración. Y de paso, en medio de la cuarentena, ha decidido llevar a término el juicio contra Correa y Glas, con resultado de sendas condenas inculpatorias contra sus adversarios. Finalmente, inhabilitados políticamente por largo tiempo. Es comprensible tal bajeza, porque es muy poco probable que Lenín Moreno sobreviva como político a ésta, la peor de sus crisis dentro de la penosa situación en la que yace su gestión. Por lo que, si no va a poder repetir en el cargo, al menos que su oponente tampoco vuelva al ruedo.

Colindante a Ecuador, tenemos a Iván Duque, quien ni en tiempos de pandemia se propone una tregua con Venezuela. Nicolás Maduro le ha propuesto ayuda concreta, insumos médicos que en este minuto representan la sangre de Cristo, lo más codiciado, sin embargo, Duque prefiere seguir fantaseando con un presidente de mentirita como Juan Guaidó que, por no tener, no tiene ni que acotar en materia de coronavirus en su país virtual. El jefe de estado colombiano es otro de los que desoyó a su comunidad médica y científica y viene adoptando medidas tardías. La propagación aun no es tan pronunciada, todavía sigue habiendo más muertes por asesinatos selectivos de líderes sociales o exguerrilleros que por Covid-19, como para no perder la triste costumbre.

Y liderando el doloroso ranking de enfermos y decesos se encuentra Brasil, con su Trump a pequeña escala. A imagen y semejanza del original, la copia apellidada Bolsonaro considera que el Covid-19 es una gripecita que mata a los débiles. Entre las excentricidades de turno, estuvieron salir a la calle a abrazar y hacerse selfies en plena expansión de la epidemia, y cuando quiso llamarse a capítulo, se mostró ante los medios sin saberse poner un nasobuco. Su oportunismo político ha radicado en querer hacerse el salvador de la economía brasileña, como vemos, tampoco es una idea muy suya. Solo que el tiro le ha salido por la culata y el falso Mesías está a punto de ser destituido por su cúpula militar. Tal ha sido su incapacidad y desatino a la hora de plantarle cara al coronavirus, que los militares y buena parte de su gabinete, incluido su vicepresidente, han decidido gobernar ellos y dejar a Bolsonaro en el banco, con su mero título de presidente, pero vaciado su contenido. Podría convertirse así en la primera víctima política de la Covid sin haberse siquiera contagiado.

Venezuela también ha sacado su rédito político del asunto convirtiéndose en uno de los países que mejor ha sorteado la crisis, a pesar de las sanciones económicas estadounidenses. En ello ha influido la ayuda china, cubana y de la Organización Mundial de la Salud, pero también el sistema sanitario que se instauró desde la llegada del chavismo al poder y que ahora está haciendo la diferencia en un subcontinente donde la salud se mercantiliza como en el primer mundo y morir es también un problema económico.

Bolivia, por su parte, vio interrumpido su proceso electoral y al gobierno de facto le ha explotado una bomba de tiempo que no calculó en sus planes. Mientras que otros conflictos han quedado en stand by por la contingencia como las crisis de poderes en Perú o en El Salvador. Por cierto, en este último, el presidente Nayib Bukele ha pasado de cuasi autócrata a figura del año, o lo que es lo mismo, de intervenir el Congreso con militares a punta de fusil a decretar medidas hiperpopulistas para aliviar a su ciudadanía del impacto económico de la epidemia.

Resta por mencionar, entre los pejes grandes, a México, donde la oposición ha convertido la situación sanitaria en punta de lanza contra el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Es cierto que ha tenido opiniones y acciones un tanto relajadas en cuanto al fenómeno del coronavirus con su sello personal de ser afectivo y cercano a sus seguidores. En ese sentido, no ha predicado con el ejemplo el necesario distanciamiento social, y le han llovido las críticas por sus besos y abrazos en medio de los llamados a cuarentena y aislamiento —un acto de irresponsabilidad solo superado por las autoridades nicaragüenses, que promovieron una marcha de «Amor en tiempos de Covid-19». A la par han estado los ataques contra el plan de emergencia económica que lanzó el pasado domingo en su habitual informe de gestión al pueblo. Obviamente, un plan con aplausos de los favorecidos y malas caras de los empresarios y detractores políticos, esos que no ven rescates millonarios para sus negocios y sí fondos para los pobres de la tierra. Los ejes fundamentales de esta nueva estrategia son los mismos que ha promovido desde el inicio de su gobierno: la inversión pública redirigida al área social, la generación de empleos y mayor austeridad en la cúpula administrativa.

A quien no han podido señalarle faltas es a Alberto Fernández en Argentina. A pesar de recibir un país con un panorama económico crítico, el nuevo presidente no ha temido adelantar medidas drásticas para contener la pandemia a costa de las consecuencias posteriores para la economía, el gran temor universal en este fenómeno donde la opción de paralizar la vida es la única manera de salvarse, pero no todos podrán afrontarla. También le ha servido el escenario para replantearse ajustes políticos necesarios para el futuro como el impuesto a la riqueza, una idea que le sugirió la canciller alemana Ángela Merkel y que el mandatario ha mandado al congreso para su discusión.

Como puede apreciarse, una región que responde a la coyuntura sanitaria de acuerdo a sus bases ideológicas y prioridades de siempre, obviando en su mayoría el llamado internacional de los verdaderos entendidos a despolitizar la pandemia y anteponer la cooperación a todo esfuerzo nacional.

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