Contrapunteo

Lloverá veneno otra vez en Colombia

23 abr. 2021
Por

En las últimas dos semanas, un polémico asunto tiene en vilo a la ciudadanía colombiana: el decretazo del presidente Iván Duque para rescatar del pasado las fumigaciones tóxicas contra las plantaciones de drogas. Desde que Duque firmó el texto, han comenzado las acciones para intentar frenar la iniciativa, pero nada parece surtir efecto, un proyecto contra la medida del ejecutivo fracasó en una de las comisiones del Senado y restan solo meras formalidades técnicas para que despeguen las avionetas con el controvertido herbicida: el temible glifosato.

Como si la Covid-19 o los sistemáticos asesinatos no fueran suficientes problemas para una Colombia que no acaba de enrumbar hacia su propio proyecto de paz, ahora al gobierno de Duque le ha dado por añadir sal a la herida: rescatar el plan de hacer llover glifosato sobre los campos colombianos para, según pretende convencer él, «erradicar» la coca y «frenar» el narcotráfico. Para que le aplaudan la propuesta, ha culpado al narco de todos los males del país y lo ha responsabilizado, exclusivamente, de esos asesinatos a cuentagotas que se le vuelven la espina en el zapato a su administración. Y ya sabemos que los capos sí que matan a muchos de esos líderes sociales incómodos a su negocio, pero no son los únicos autores de una masacre que quiere silenciarse desde la cúpula política, y ese silencio es el primer síntoma de, cuanto menos, complicidad.

Antes de caer en la polémica de si el glifosato es bueno o malo, que es ahora mismo la comidilla colombiana en todos los niveles: popular, científico y gubernamental porque tiene amigos y detractores casi que en igual proporción, es preciso subrayar lo siguiente: con esta decisión Duque desconoce por enésima vez el Acuerdo de La Habana, ese que dedicó un punto entero a lo que finalmente se consensuaría por las partes: sustituir los cultivos ilícitos, es decir, no más erradicación forzosa, muchísimo menos con agentes químicos peligrosos rociándose a chorros desde avionetas.

La sustitución de la coca por un cultivo legal y útil socialmente es la única y efectiva solución inicial a un problema complejo como las drogas, que lleva luego aparejado un tratamiento desde la salud para el consumidor y desde lo judicial para el traficante. La sustitución va a la raíz del asunto, al eslabón débil: el campesino que cultiva coca, que lo hace como modo de subsistencia y que no es millonario como el traficante. ¿Y bien vale preguntarse por qué cultiva coca y no café o cacao, tan colombianos también y lucrativos? Pues porque la coca se da sin grandes esfuerzos y tiene mercado seguro en los narcos. El resto de los cultivos necesita insumos, engranaje productivo y cuidados que el Estado no les garantiza y mucho menos le garantiza comprador, sencillamente porque esa gente vive en la más absoluta marginación, en total olvido estatal.

Por lo visto seguirá siendo así de dura la realidad para los cocaleros porque a la vista solo hay promesas a punto de ser cumplidas de lluvia de un agente químico que la Organización Mundial de la Salud clasifica como «potencialmente cancerígeno», un fertilizante que decenas de países han restringido o prohibido su uso, aunque se siga promocionando como el más extendido y usado a nivel mundial en la agricultura.

Y es que la ciencia ha sido ambivalente en cuanto a esta sustancia. Se escudan en que no hay evidencia conclusiva y a los estudios más locales, coincidentemente a los que revelan resultados de miedo, se les cuestiona metodología y demás protocolos científicos. Pero, si países que los usan focalizadamente en algunos cultivos se debaten la efectividad versus riesgos, ¿cómo permitir que esa sustancia en franca controversia llueva sobre cientos de hectáreas y contamine el río del que se bebe agua, se incruste en la otra porción de tierra donde no hay coca y donde se siembra lo poco para comer? Lo lógico sería, ante la duda, no usarlo.

Así fue que se suspendió su uso en la mismísima Colombia en 2015, después de miles de reclamaciones y estudios sobre sus posibles efectos nocivos para la salud humana. Además que la práctica por más de 15 años allí en los campos colombianos no surtió el efecto deseado por más que digan que mientras más aspersiones hubo se redujeron las plantaciones. Y por si alguien lo olvida: las aspersiones con glifosato arreciaron con el Plan Colombia, el que se escribió en una oficina en Washington para, en papeles, erradicar el narcotráfico y hoy sabemos que su fin era erradicar guerrilleros.

Si a eso le sumamos que el herbicida lo patentó y extendió Monsanto, la mega empresa del agro químico, la misma que fabricó el agente naranja para que Estados Unidos lo rociara en la selva vietnamita durante la guerra y que envenenó a plantas y seres humanos con igual crudeza, pues da espanto la analogía. Si Monsanto mintió en su momento diciendo que el glifosato era biodegradable y no lo es, si se le ha comprobado su publicidad engañosa, en cuánto más no ha mentido.

Y ya no es Monsanto, ahora es Bayer —el emporio químico-farmacéutico que compró las acciones de Monsanto— la que asume el lavado de rostro y hasta se ha dedicado a indemnizar a personas afectadas por la exposición a productos con glifosato.

Como dato importante, Fernando Ruiz, el actual ministro de salud de Duque, cuando fue viceministro de la cartera sanitaria durante el gobierno de Juan Manuel Santos, dijo que el glifosato se asociaba a un tipo de cáncer en particular: el linfoma de Hodgking, y ahora ese mismo señor calla, se resiste a pronunciarse cuando de lo que se trata es ante todo de un asunto de salud pública, de la salud de los campesinos colombianos en juego, en juego de muerte. ¿Cambió la evidencia o cambiaron los favores, los intereses y las presiones políticas? ¿Dejarán los colombianos que otra vez se anteponga la política de unos a la salud de muchos?

enviar twitter facebook

Comentarios

0 realizados
Comentar