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La odisea del migrante

27 jun. 2018
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Vivimos en un mundo que cotidianamente viola ese principio humanista de que ningún ser humano es ilegal en este, un planeta de todos. Contrario a tal máxima, los gobiernos trazan políticas y legislaciones que son totalmente discriminatorias para unos y ventajosas para otros. En esta cruzada, dependen mucho las coyunturas, si en un momento interesó, convino y hasta resultó provechoso promover fuerza extranjera para acelerar el desarrollo económico de las metrópolis, una vez entronizada la lógica económica global imperante hoy día —que abre una brecha gigantesca entre países desarrollados y mal llamados subdesarrollados, cuando en la práctica son expoliados y robados— pues lo que ha proliferado es un flujo migratorio en ascenso de sur a norte. Y ante los picos de tal oleada, se desencadenan crisis en las que generalmente se relegan las causas estructurales y se ponen curitas, cualquier paliativo que alivie o disipe la tensión.

Desde el inicio de este siglo se han sucedido y cada vez más acortado los períodos de tales crisis migratorias. El por qué tiene causas comunes a ambos lados del atlántico, donde se concentran los flujos más recurrentes: hacia Estados Unidos, el vendido país de oportunidades para todos que ahora enjaula niños; y hacia Europa, autoproclamada cuna del bienestar social y el alto standing o prosperidad, y que impide el desembarco de centenares y a veces miles de hombres, mujeres y niños rescatados en el mar, en el mejor de los casos, porque nunca sabremos cuántos mueren en el intento y son parte de ese cementerio marítimo en el que se ha convertido el Mediterráneo. En ambos casos se huye de la pobreza, la inseguridad y los conflictos de todo tipo, incluido armados.  Desde 2001 se han incrementado en Oriente Medio y África las guerras, unido a las situaciones humanitarias que la miseria en esas regiones ha acentuado. En América Latina también se repiten situaciones de marginación y penuria, el abandono estatal de las zonas rurales, y se vive la amenaza a la vida en naciones aparentemente estables y democráticas, sin guerra oficialmente declarada, pero donde se asesina a quien obstaculice los negocios del narcotráfico, a quienes se pongan en medio de los intereses de las transnacionales o quienes aspiren a hacer política para cambiar el curso de los acontecimientos.

Pero todo eso se silencia y solo se habla de lo improcedente de tal avalancha humana para el buen desenvolvimiento de las economías que se vuelven el destino de los grupos de esas personas desesperadas. Lógicamente hay que poner frenos para evitar caos, hay que pensar cómo organizar la acogida, pero el asunto es que Washington y Bruselas se acuerdan del fenómeno si se agudiza, y el asunto de la migración irregular es tema sobre la mesa cuando los migrantes están en el portal o la sala de casa.

Es así que de manera paralela y casi sincronizada, Estados Unidos y Europa afrontan sendas crisis de migración irregular y en ambos casos el tratamiento ha sido el menos humanista. El presidente estadounidense Donald Trump, un confeso enemigo del no nacido en suelo gringo, un Hitler de estos tiempos en lo que a nacionalismo refiere, intenta aplicar su política de «tolerancia cero» aunque ello implique separar a niños de sus padres y ubicarlos en verdaderos campos de concentración sin solución halagüeña para ellos. Imágenes tristes y gritos angustiosos que le han dado la vuelta al mundo. Y que no conmueven a la familia presidencial del magnate neoyorkino pues para coronar el lamentable espectáculo de menores aislados de sus mentores, la primera dama hizo la caridad de «solidarizarse» pero vistiendo una chaqueta con un mensaje ambivalente: «Really don´t care. Do U? (A mí realmente no me importa, ¿y a ti?)».

Y mientras la polémica crece en Estados Unidos y no hay estrategias viables, en Europa la realidad no es demasiado diferente. Hay niños que nacen en alta mar, en embarcaciones a la deriva, y después no tienen nacionalidad ni país que los ampare. A los buques rescatistas se les impide tocar puerto, nadie quiere hacerse responsable y solo surgen cumbres tras cumbres que terminan en letra muerta.

Un asunto altamente sensible, donde está en juego la vida de seres humanos que son tratados como un problema o una amenaza. Pierden sus nombres y su identidad y se convierte en números y en cuotas que hay que rifar. Ninguno quiere regresar porque el panorama que dejaron atrás es tan desgarrador que emprenden un viaje sin retorno aunque no tenga final feliz. La historia del desarraigo que en estos días tiene rostros de niños llorando y clamando por sus padres.

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