Proposiciones

Gladys cuenta el pasado para vivir futuros (obra finalista)

13 dic. 2018
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La conozco desde que era niña, y ella me conoce desde que yo jugaba a ser bailarina. Fue amiga de mi abuelo materno, pero de las amigas de verdad; esa amistad que solo se logra cuando se guarda un secreto en pos de una causa mayor, que los trasciende. Ellos eran de la época del dictador Fulgencio Batista, pero también fueron de la época de Fidel y de Raúl Castro, y de Celia y de Vilma, y de tantos otros, valiosos, que mil cuartillas no alcanzan a nombrar.

Su nombre es de mujer grande, de mujer valiosa, de esas que hacen proezas extraordinarias como quien hace lo más común del mundo. De las que hablan de sí a través de los rostros y acciones de otros, pero cuya existencia siempre logra surgir de entre las líneas escritas o las grabaciones de voz.

Gladys Castañeda Pompa es así. Sencilla y amiga. Serena, pero vibrante. Todo a una misma vez, pero de a poco, de las que cuentan sus historias como tomándole el pulso al tiempo y vigilando los signos vitales de sus recuerdos múltiples y esenciales.

Toco a su puerta y ya me está esperando. Sabía que llegaría a la hora marcada y ha colado café y desempolvado algunas memorias para empezar a contar.

Y cuenta que su niñez fue bastante triste, que no tuvo las muñecas ni los juguetes que exhibían las vidrieras de la época neo-republicana en la Isla. Sin embargo, evoca con orgullo que sus padres se ocuparon de que estudiaran ella y sus seis hermanos, algo sumamente difícil en tiempos de escasez económica para la gente de las clases más humildes. Llegó al mundo el 8 de enero de 1930, un año de acontecimientos que marcarían la historia del país y de su gente. Ella es una de las hijas de la llamada Revolución de la década del 30.

Nosotros éramos de Bayamo, pero trasladaron a papá para Camagüey porque él era capataz de ferrocarril y requerían de su trabajo aquí. Por su desempeño llegó a ganarse el botón de oro, que solo alcanzaban quienes en un largo período de trabajo no hubiesen tenido accidentes y hubieran cumplido con todas sus obligaciones.

Fue así que Teófilo Castañeda Fernández guio a su familia a un nuevo lugar para recomenzar la vida, incluso cuando la incertidumbre era una realidad latente.

Ya era más grandecita, tendría unos 14 o 15 años cuando empecé en muchos trabajos manuales, como 20 cosas aprendí a hacer: a bordar, a tejer… pues mamá decía que una tenía que aprender de todo aunque no necesitara hacerlo después, se trataba de tener el conocimiento y aplicarlo. Claudina R. Pompa siempre estuvo al tanto de la educación de sus hijos. Que no fueran de clase acomodada no podía impedir que ellos aprendieran a enfrentar la vida siendo consecuentes con ideales de justicia, decoro y honradez.

Vendía algunos de los bordados y tejidos que hacía y así me ganaba unos pesos y ayudaba a mi papá. Mamá nunca trabajó en la calle, pero en casa laboraba bastante: nos atendía a todos, y eso de por sí ya era mucho. Había que lavar y planchar para seis hermanos y un esposo. Es por eso que no tuvimos esa juventud que hoy los jóvenes disfrutan. Yo nunca fui a un baile, ni siquiera me paré en la puerta de uno.

Ya después que empecé a razonar con la madurez de los años, comprendí lo que estaba sucediendo en la patria mía y cuando Fidel asaltó el Cuartel Moncada con un grupo de hombres decidí que yo no podía quedarme como una observadora. Tenía que participar.

Varias veces me cogieron presa porque yo colaboraba con ellos. Fue después cuando llegué a profundizar en el significado de lo que estábamos haciendo. Hoy lo recuerdo casi todo. Algunos de ellos están vivos, otros no. Yo a mis 88 años solo hago vivir de mis recuerdos. Está Travieso, que aún vive, está Fonti… A Garrido le decían Angola chiquito. Éramos un grupo.

A veces en mis recuerdos camino por todos los lugares por los que anduve en la Sierra, el II Frente oriental… y vuelvo a vivir toda mi juventud.

Me metí de lleno en la clandestinidad. Varias veces conocí lo que era estar en una cárcel y no saber si saldría con vida. De las torturas aún me quedan las secuelas —dice mostrando el aparatico que mejora la audición de su oído derecho—. Pero habla serena, como quien piensa que no ha hecho nada extraordinario. No hablé, nunca delaté a ninguno de los nuestros. Tal vez si lo hubiera hecho muchos de ustedes hoy no estarían aquí.

Gladys ejecutó tantos sabotajes que ahora piensa en las muchas veces que pudo haberle explotado alguna bomba en las manos; y sonríe con la picardía de quien lleva aún el espíritu juvenil en la mirada. Fabricábamos cocteles molotov y «niples». Un niple se hacía con pedazos de tubo de diversos diámetros que rellenábamos con grampas y tuercas. Íbamos a realizar los sabotajes en un carro en lugares como Altagracia, Minas, Santayana (aquí en Camagüey), entre otros. Un día mi jefe de Acción y Sabotaje me dice: «Un tren de Santiago de Cuba viene recogiendo senadores, concejales»… Y que yo debía preparar una acción con el grupo de hombres bajo mi mando. Ninguno de ellos vaciló cuando les comenté lo que habíamos organizado, todos dieron el paso al frente. Claro, estamos hablando de hombres de toda confianza, probados en diversas acciones.

La golpearon más de una vez hasta quebrarle costillas, lastimarle un riñón y dejarle varias laceraciones en el rostro. Mas los nervios nunca le dieron por delatar a sus compañeros, rememora.

Ella no se dejó amilanar, y ese fue un incentivo más para subir a la Sierra. Con 27 años se marchó en busca de la zona oriental que estaba haciendo historia, aun cuando los periódicos de la época hablaban tan poco y a veces tan mal de lo que allí acontecía. Pero no fue sola, gran parte de su familia la siguió. O acaso fue ella quien siguió el sentir de su familia.

Fui a dar a la Comandancia de Fidel. Allí Machado Ventura, que era el médico del Ejército, fue uno de los que nos recibió. Él pasó para el II Frente Oriental y luego yo también fui trasladada para allí. En el II Frente nos reunimos mis tres hermanos varones, mi papá y yo. Éramos cinco en la Sierra. Allí batallamos hasta el fin de la guerra.  

Bajo las órdenes de Fidel estuve seis meses nada más; bajo las de Raúl permanecí un año. Él llevó a mi hermano Hugo para el II Frente, entonces por mediación de Celia, Fidel me dejó ir para el II Frente a mí también. Fue cuando conocí a Raúl y a Vilma más de cerca.

Cuando llegué a la Sierra, a diferencia de algunas personas, ya yo sabía disparar un revólver. ¿Que si tenía buena puntería? Fíjate que yo era la segunda en jerarquía en el pelotón de Las Marianas.

A Raúl no lo he molestado más porque sé que tiene mucho trabajo, muchas preocupaciones, estar al frente de una nación, aunque ya esté el presidente Miguel Díaz-Canel es algo muy difícil. A Díaz-Canel lo conozco porque mi hijo Raulito estuvo en la base aérea de Holguín cuando él era el Primer secretario del Partido Comunista de Cuba (PCC) esa provincia, y yo tenía que estar dando viajes a allá para ver a mi muchacho.

Pero Raúl conmigo fue incondicional, desde que estábamos todos en la Sierra. A veces tengo deseos de llamarlo, o de escribirle, pero desisto porque él tiene tantas cosas encima, que no le voy a restar tiempo. Cuando él viene a Camagüey siempre manda a alguien a saber cómo estoy, y eso se lo agradezco.

Conozco toda la Sierra Maestra y todo el II Frente: lo caminábamos mucho, hasta el cansancio. Fidel nos entrenaba a las mujeres también. Hablo de siete mujeres, muy jóvenes: las hermanas Rielo, Teté Puebla, dos primas mías, Margarita y yo. Teníamos que bajar y subir lomas; empezábamos a las 6:00 de la tarde con las mochilas al hombro hasta las 10:00 de la noche, hora en que volvíamos para el campamento.

Yo le echo tanto de menos a Fidel. Nadie lo imagina. La muerte fue la única que pudo con él. Fidel puso a Cuba en el mapa… y Raúl lo ha seguido siempre. No quiero morirme sin antes ir a Santa Ifigenia, a la piedra donde están sus cenizas. Él fue muy preocupado con todos, nos ponía la mano en el hombro y nos preguntaba: «¿Almorzaste? ¿Comiste?». Igual que Raúl, pero él es distinto. Tiene otro carisma.

No todo fue fácil, ser mujer siempre entraña ciertos obstáculos cuando se trata de espacios que han sido propios de hombres.

Había hombres que no querían que nos dieran armas a nosotras ni que fuéramos a pelear. Y Fidel les dijo: «Ellas si tienen que correr, corren; pero no sueltan el arma. Sin embargo, ustedes sí las sueltan».

En el Ejército no solo combatíamos. También las que sabíamos coser nos dedicábamos a confeccionar los emblemas y los uniformes que usábamos. Yo conocía de plantas medicinales y preparaba cocimientos para quien estuviera enfermo; ya sabes que las medicinas escaseaban.  

Fidel creó el pelotón de Las Marianas y nosotras nos honramos de pertenecer a ese grupo.

Pero, ¿cómo llegó Gladys a ser capitana? Según cuenta, esa fue otra odisea: Fidel dijo que si sabíamos pelear, si teníamos valor para enfrentarnos a los casquitos, ¿cómo no íbamos a tener grados si nos los habíamos ganado? Y hubo quien no estuvo de acuerdo, pero el Comandante nos defendió y nosotras demostramos que los habíamos obtenido por méritos propios. Hoy esos hombres se han dado cuenta de que estaban en un error. Te lo digo porque después de varios años hemos conversado y lo han reconocido.

Mis hermanos también ganaron grados militares: Hugo fue Comandante; Reinel, Primer Teniente; Rafael (Felo), Primer Teniente también, y papá, Sub-teniente. Hugo, fue el primer herido que hubo en el II Frente, por eso lo pasaron a Santiago de Cuba. Le habían dado un tiro de bala en la arteria principal y más de 80 perdigones en un muslo. De Santiago lo trasladaron para La Habana.

Yo pensaba mucho en mi mamá y en mis dos hermanas que se habían quedado solas aquí en Camagüey y rogaban por nosotros, para que no nos sucediera nada malo.

Luego del triunfo de la Revolución volví a Camagüey y trabajé en Recuperación de Bienes, en Hacienda, estuve en el INRA… hasta que me retiré. Tuve que retirarme por cuestiones de salud. Me gustaba la vida militar, y todavía me gusta —el brillo de su rostro reafirma sus palabras—. Pero las secuelas de las torturas impidieron que continuara en activo.

No obstante, quien la conoce bien sabe que en esta mujer no hay retiro que impida vivir por aquello a lo que se ha dado la vida…

Me casé y tuve dos hijos: Rebeca y Raulito. Raulito se educó en la Unión Soviética. Allá hizo la carrera de piloto. Fue un magnífico piloto. Cuando mi hijo cayó en Angola el jefe de los pilotos de los aviones Mig dijo que «las FAR habían perdido a uno de los mejores pilotos que tenían». Mi felicidad sería completa si él estuviera hoy a mi lado.

Nuestro Ministro de las FAR, Raúl, se portó entonces tan bien conmigo. Cuando cayó mi hijo yo le escribí una carta y él hizo las gestiones para que yo pudiera ir al lugar donde había caído. En la última carta que mi hijo me escribió tiempo antes de morir me decía que si algo le llegaba a suceder que no dudara de que su último pensamiento sería para mí.

Ella habla y mira la foto de su hijo, al lado de la cual está una flor que trajo de Angola cuando fue a despedirse de él, por última vez, en aquel continente tan distante de Cuba. Me dice que es un lirio antorcha y que tarda mucho en marchitarse, a diferencia de las otras flores que crecen en su jardín.

Confiesa que lee todo cuanto puede, para mejorar la memoria y que sigue tejiendo. Me trae una muestra de sus tejidos y bordados —trazos de paciencia y destreza en el crochet y el trabajo en la máquina de coser—. Cuando mi hijo estaba en Angola le mandé un abrigo azul que yo misma tejí para él con adornos en estambre blanco.

Dice que en su pequeño radio puede sintonizar cada una de las estaciones y así se entretiene, cuando no está bordando o sumergida en sus historias vividas.

Aquí estoy pasando la vejez —me explica mirando en derredor la casa—. Sin embargo, Gladys no se queda inmóvil en el pasado, las paredes de su hogar así lo evidencian. Allí, en una esquina, encuentro dos reconocimientos: uno por sus años de servicio en la lucha clandestina y otro que la nombra Hija Adoptiva de Camagüey; título que viene a destacar todo cuanto hizo por su terruño.

Yo soy de dos provincias: Del antiguo Oriente, porque nací en Bayamo; y de Camagüey, porque aquí crecí y formé mi familia. A las dos las quiero. En Camagüey he pasado todo lo bueno y todo lo malo. Ese reconocimiento fue algo tan grande, tanto amor, tanto cariño por parte de compañeros que acudieron ese día que para mí tiene una connotación especial.

Esta mujer de voz pausada y familiar siente, en lo más hondo, orgullo de su familia: una hija, tres nietos y dos bisnietos. Cuando me falta uno ansío tenerlo a mi lado cuanto antes, remarca.

Guarda con cariño las medallas que reconocen su entrega a la causa revolucionaria. Suman nueve en total. Todas —dice— se las debe a Fidel: la medalla como Combatiente de la Lucha Clandestina; las conmemorativas por los 30, 40 y 50 Aniversarios de las FAR; la distinción 23 de Agosto, de la FMC; la medalla por la Liberación Nacional, la de Fundadora de las Milicias Nacionales Revolucionarias y la 28 de Septiembre de los Comités de Defensa de la Revolución; más el diploma como Combatiente de la Revolución. Todas, explica, le evocan gratos momentos.

Luego de tantos años hace un balance de su vida y encuentra que dio todo a este proceso social, que perteneció a una generación a la cual admira, que tiene la amistad de varios líderes del movimiento revolucionario y que ayudó a moldear un futuro digno para sus nietos. Si no fuera porque le falta su muchacho sería plenamente dichosa en los umbrales de los 90 años de edad.

Llegué para conocer a Gladys Castañeda Pompa, pero ella terminó revelándome detalles de mi país, de mi familia, de la vida de mi abuelo en la clandestinidad, detalles que me permitieron apreciarlo más allá de la admiración que nace con la inocencia de la niñez, esa etapa en que aún no alcanzaba a imaginar el significado de ser periodista, ni la real dimensión de una entrevista.

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Comentarios

1 realizados
Comentar
7 ene. 2019 a la(s) 10:22 p. m.
Roberto Hernández Conde dijo:
Es una historia de una persona muy sencilla, pero por demás muy valiente. Si alguien leyera este comentario, por favor ayuden a Gladys a realizar su sueño de visitar el cementerio Santa Ifigenia de Santiago de Cuba, la piedra donde están las cenizas de nuestro comandante en Jefe.