Proposiciones

Flor Carbonera (PREMIO)

10 dic. 2018
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Anda con pasos que vuelan como si en los zapatos tuviera mariposas. La casa de su prima Haydeé ya está cerca, pero el sol no la va a esperar y ella quiere pasar el final de la tarde en el monte, donde parece que solo los árboles y los pájaros habitan el mundo, y desde un huequito en la tierra prende el fuego que cuela el café para las dos.

Ella es tan de allí como los nenúfares del pantano. Aún no medía un metro de altura y ya sabía de memoria todos los laberintos de aquel batey al sur de Cuba, los árboles que trepaban las jutías o los mejores troncos para hacer el carbón. Nemesia Rodríguez Montano nació en la parte más alta de la Ciénaga de Zapata, cerca de Sopliyar, entre caminos de piedra y montes cerrados, cuando ese pedazo de la Isla no le pertenecía aún a Matanzas, sino a Las Villas, y el olvido, el fango y la muerte casi lo habían hundido por completo. Pero ella es tan de esa manigua como los hornos que los carboneros velan noches enteras por temor a que se ahoguen. Allí nació durante la navidad de 1947, pobre como todos los de la Ciénaga, que solo conocían los pisos de tierra, los techos de guano y una vida de mosquitos, faroles, pies descalzos y escaseces.

Allí los niños como ella no sabían lo que era un edificio, ni que existían los semáforos, porque nunca habían estado en una ciudad, y si enfermaban, debían los padres o los abuelos pedirle a la suerte que alguna goleta los avistara en la costa y los llevara hasta Cienfuegos o Batabanó.

No había caminos que comunicaran la tierra firme con el humedal. Solo un tren de vía estrecha, construido por los gallegos en el siglo XIX para sacar madera, que pasaba de vez en cuando y de cuando en vez, era la única forma de comunicación con Jagüey Grande.

Muchos murieron; y entre ellos, por un ataque de asma y un médico ausente, uno de los hijos más pequeños de Juliana Montano y Liborio Rodríguez. Pero la muerte de su hermanito y la pobreza de su infancia, no son los recuerdos más tristes que Nemesia tiene de la Ciénaga de Zapata.

LOS TRUENOS MÁS DOLOROSOS

El corazón del monte es el lugar que le amansa hasta las penas más viejas. Por eso cada vez que el alma se lo pide, echa la cafetera, un pomito de agua, un nailito con azúcar y unas tazas en una jabita, pasa a recoger a Haydeé y se pierde entre los trillos flacos rodeados de bejucos. Para las dos, allí en Santa Teresa no existen los relojes. Como si tuviera 20 años, Nemesia se agacha una y otra vez alimentando con hojas secas y ramas el huequito que acaba de abrir en la tierra, el que pronto se convertirá en una boca de humo que calentará el fondo de la cafetera.

El café sabe mejor allí, donde los asientos más cómodos son las piedras, el aire es limpio como las sábanas recién lavadas en el río, y a veces a la memoria llegan los días de hace años como si hubieran acabado de pasar ayer.

Nemesia ya tiene 70 años, pero la vida la ha hecho regresar muchas veces a su infancia humilde, ahogada en la pobreza de los pantanos, y sobre todo, descalza. «Nosotros vivíamos muy mal. Cuando nos podían comprar un par de zapatos yo le rogaba a mi mamá que fueran blancos. Le decía: “Ay, mamá, yo quiero un par de zapaticos blancos. Ay, mamá, son tan lindos”. Y ella se sentaba y me explicaba, porque mi mamá era muy noble, muy buena; y me decía: “Mira Nemita, si te compro un par de zapaticos blancos, cómo tú te lo vas a poner si aquí hay mucho fango en la Ciénega”. Cuando podían y me compraban un par, eran negros o carmelitas. Un día, cuando ya había triunfado la Revolución, me fueron a comprar unos y le dije: “Ay, mamá, yo quiero mis zapaticos blancos”. Y me los compró. Cuando los tuve en mis manos, lloré de alegría… ». Para la niña que vestía pomitos con retazos de tela y convertía las horqueticas de palo en manitos, unos zapatos blancos «eran lo más lindo. Si así eran mis muñecas, imagínate. Cuando yo estaba enfermita mi abuela paterna me hacía unas muñequitas de tela. Así nació Gregoria, una que me hizo el día de ese santo y yo le busqué el nombre en el almanaque. Esas eran mis alegrías».

Por eso sus zapaticos blancos eran como un pedazo de luna que, aún sin vestidos ni blusas que le combinaran, la hacían la más dichosa en medio de aquellos fanguizales que ya habían sentido los pasos de los rebeldes los primeros meses de 1959.

Hasta allá había ido Fidel, y cenado con los carboneros durante la primera noche buena después del triunfo. Raúl también había estado ya, y al ver cómo se vivía allí dijo que creía que la vida de los campesinos era más dura en la Sierra Maestra que en ningún otro lado, «pero pude comprobar en la Ciénaga, que la de los carboneros de esa zona es increíblemente inhumana y dolorosa. Fidel tiene pensado transformar esa inmensa región y proporcionarle ayuda a sus habitantes».

Por eso el Comandante en Jefe había diseñado el trazo de dos caminos por dentro del humedal. Él quería comunicar a Playa Girón con Covadonga en Cienfuegos y Playa Larga, y esta última con Jagüey Grande, en Matanzas.

También había ordenado crear proyectos para la conservación de la especie del cocodrilo cubano, se empeñaba en el desarrollo turístico de la zona, y la mano amorosa de Celia Sánchez ya había pasado también por allí, ayudando a los niños sin escuelas.

Pero los cenagueros aún no dejaban de ser aquellos campesinos humildes e ingenuos, y cuando la madrugada del 17 de abril de 1961 los mercenarios desembarcaban por Playa Larga y Girón, al escuchar bombas y disparos, ellos pensaron que estaba tronando y relampagueando en el sur.

Nunca habían visto aviones sobrevolar la Ciénaga, y la invasión financiada por el gobierno norteamericano los sorprendió.

Liborio tenía el presentimiento de que algo extraño podía estar pasando, y ante la incertidumbre de no saber, apenas amaneció, él y Esterbino, el mayor de sus hijos, montaron en un camión y fueron hasta el batey de Soplillar.

«Allí había un teniente del Ejército Rebelde que le decían Jalil y le dijo a mi papá: “Mira Liborio, lo que hay es una invasión”», cuenta Virulo, el más pequeño de los hermanos. Entonces regresaron a la casa y decidieron irse todos para Jagüey Grande.

Esa era la forma que conocían Liborio y Juliana de proteger a los hijos; y en ese camión subieron a los niños, las abuelas, latas de leche, algunos cajones de madera con las pocas cosas que tenían, y Nemesia cogió la caja con sus zapatos casi sin estrenar. Solo una vez los había usado para dar unos cuantos pasos, y pensó que en Jagüey se los podría poner de nuevo.

Ninguno tenía idea de lo que era realmente una invasión, pero en el aire se respiraba algo distinto, había tensión, desespero, una necesidad de resguardo, y por eso la familia iba buscando un lugar más seguro, lejos de la costa. Pero cuando iban llegando a Pálpite un avión apareció, empezó a bajar y pasaba por encima del camión una y otra vez. En la cabina iba Esterbino al timón, su esposa y las dos abuelas de Nemesia. Atrás cinco niños: Virulo, una primita de ellos, Liduvina, un sobrinito de tres años, Adolfo, y Oscar, de solo unos meses en los brazos de Nemesia. Además, Liborio y Juliana. Nadie imaginó el peligro tras ese vuelo, y le decían adiós, y los niños agitaban las manitos saludando. «Pensamos que era un avión cubano, pues llevaba nuestra bandera y las insignias de la Fuerza Aérea Revolucionaria», recuerda Nemesia.

Y aquel avión se alejaba unas cuantas nubes y regresaba, nunca se iba del todo. «Venía detrás del camión. Y entonces mi padre le dice a mi hermano Esterbino: “Oye, bájate de la carretera”. Cuando él le dice así, rompe el tiroteo», evoca Virulo.

Y los disparos bajaron en ráfagas, despiadados, sin importar que a quienes herían era una familia desarmada, que eran niños, padres, y abuelos tan inocentes que confundían bombas con relámpagos.

A Virulo le dieron dos tiros, uno en la pierna y otro en el brazo derecho. «Y bajo ese tiroteo había que coger el monte. Yo me quedo a la orilla del camión. Yo tenía once años, Nemesia tenía doce o trece. Nos quedamos allí. El avión dio una vuelta y con la misma ya estaba arriba del camión otra vez».

Y descargó su metralla sobre los carboneros, y se ensañó con quienes no podían responder al fuego, y a Juliana le arrebató en unos segundos la vida.

Llanto, desconcierto, mucha sangre… y Nemesia no olvida nada. «Mató a mi mamá, hirió a dos de mis hermanos, al más chiquito y al mayor, y a mi abuelita paterna le dieron un balazo en la columna y ella no caminó más». En medio de la confusión todos se habían alejado un poco del camión, pero Juliana seguía allá arriba, desvanecida en el piso, envuelta en una sábana que le cubría las heridas, cada vez más lejos de los hijos y más cerca de la muerte. Nemesia, a sus trece años, sintió que no podía irse y dejarla atrás, porque hubiese sido como abandonarla. «Yo no me quería ir porque me parecía que estaba viva. Le faltaba un brazo, pero pensaba que se podía salvar. Entonces mi papá me haló, pero llegué hasta donde estaba ella. Se sonrió y con su mano derecha trató como de abrazarme. Esos son recuerdos muy tristes. Entonces mi papá quiso que yo bajara del camión. Me hala y me dice: “Yo no quería que tu vieras esto”. Y levantó las sábanas. Yo vi a mamá por dentro. Le vi las vísceras, todo. Mi papá me la tuvo que enseñar porque yo no quería dejarla», recuerda.

Y Nemesia vio la imagen dolorosa que la asecharía muchas noches, la que jamás olvidó y la que todavía la hace sufrir como en aquellos minutos. Lloró mucho, mucho, y desde entonces nunca más fue la misma.

JESÚS SALVÓ A NEMESIA

Un día después, entre el dolor revuelto que había quedado en el camión, un poeta enviado por Celia encontró un par de zapaticos blancos agujereados por las balas. Jesús Orta Ruíz, «El Indio Naborí», devolvió a las manos de Nemesia tal vez el último regalo que le había hecho su madre, y escuchó de ella todo lo que la angustia y las lágrimas la dejaron contar. Luego, con unos versos, aquel Jesús salvaría para siempre a Nemesia del olvido.

Precisamente, por esa mujer que le había pedido escribir una crónica sobre el sufrimiento que los mercenarios provocaban a los cenagueros, todos los hermanos de Nemesia no iban en el camión. Martiliano cuenta que Marina Alonso, la secretaria de Celia, había estado en la Ciénaga a finales de 1960. «Me vio trabajando en el monte, me dijo que tenía que estudiar y me llevó para La Habana donde por esos días de la invasión estaba yo con Carmita y Lucía, dos de mis hermanas».

Hasta allá había ido Juliana unos días antes a ver cómo estaban sus hijos. Hoy aseguran ellos que su madre presentía que algo malo iba a pasar, y quería tener a todos los niños con ella. Celia, que la vio preocupada, le dijo cuando se fue a ir: «Yo le prometo que cualquier cosa que pase sus hijos van a ir a donde está usted». Cuando supo de su muerte envió a los tres hermanos en una máquina, y cerca de la una de la madrugada llegaron a Jagüey Grande.

«Nos decían: “A ustedes le mataron toda la familia”, o que mi hermano más chiquito estaba herido. Eso fue muy triste…», recuerda Lucía. «Ver a la madre de uno como la vimos nosotros, destrozada. Y si usted la hubiera visto. Mamá tenía la cara como si se estuviera riendo. Yo vi a mi madre muerta y después vi a mis hermanos salir para la Ciénaga a guiar las tropas», cuenta Carmita.

Al amanecer de ese 18 de abril de 1961 siete niños asistieron al entierro de su madre, la misma que el día anterior, a igual hora, los llenaba de besos, que no estaba enferma, que quería vivir para verlos crecer.

«Al regreso del cementerio de Jagüey me fui con mi hermano mayor que estaba herido para la Ciénaga. Pálpite estaba lleno de milicianos. Los mercenarios se habían replegados para la playa. Llegamos a Soplillar y nos incorporamos con la milicia a peinar los montes. Ellos dejaron granadas regadas. Y estuvimos hasta el día 30 de abril», dice Martiliano.

«Después de eso la vida fue dura. Mis hermanos me recogieron y me acabaron de criar», rememora Virulo.

Nemesia se quedó en Jagüey unos días más. Celia, que había vivido el amor de Juliana por sus hijos, no los abandonó, y se llevó a Nemesia y a casi todos sus hermanos para La Habana. En la escuela José Martí, para hijos de mártires de la Patria, en Santa María del Mar, empezaron a estudiar. Dice Lucía que «Celia se convirtió en otra madre. Ella se comportó muy cariñosa con nosotros, nos ayudó mucho. Nos mimaba mucho»; pero la distancia de su padre y la añoranza por la Ciénaga les trajeron más tristeza, y quisieron regresar a los caminos de piedras y los montes cerrados.

SÍMBOLO

Hubo una noche durante aquellos días que Nemesia recuerda con cariño. Celia la llevó hasta su casa, en la calle 11, entre 10 y 12, en el Vedado, y en el apartamento del lado, estaba Fidel, pero esa vez ella no pudo ni mirarlo a los ojos.

«Yo lloraba y lloraba. Nada podía calmarme. No me quería tomar ni la leche con chocolate que Celia me preparaba. Entonces ella me llevó hasta donde él estaba para ver si lograba hacerme sentir mejor. Pero cuando entré al cuarto como me habían dicho, Fidel estaba dormido, atravesado en la cama. Yo no quise que lo despertaran. Después, por esa actitud Celia decía: “Mira que Nemita es inteligente, entendió el cansancio de Fidel”. Y le respondían que yo lo que tenía eran ya trece años, lo que aparentaba mucho menos, porque era chiquitica y flaquita. Y sí, dormido fue la primera vez que lo vi». Pasarían más de treinta años para que Nemesia pudiera verse en los ojos del Comandante, abrazarlo y hablar con él.

Y la niña de los zapatos blancos creció. Y fue miliciana, dependienta de un Círculo Social en Soplillar, y por más de 30 años la bodeguera del batey. Por esos trillos conoció a Felipe Neris Socorro, uno de los cenagueros que tocaron la guitarra en la cena con Fidel el 24 de diciembre de 1959; y de ese hombre que nació el 26 de mayo, Día del Amor por el almanaque, le llegó ese sentimiento y dos hijos: Nerita y Felipito.

Un día, en la radio, escuchó en la voz de la actriz Alicia Ferrán, en la CMQ, «Elegía de los zapaticos blancos», los versos que había escrito Jesús Orta Ruiz sobre su historia, y otra vez lloró, casi tanto como aquel día. Pero fue en el año 1969, cuando nació Nerita, y fue a Palmas y Cañas con Naborí, y allí se dijo otra vez el poema, que Nemesia comenzó a comprender un poco que no era solo una mujer, sino que se había convertido en un símbolo.

AL LADO DE FIDEL

«Yo soy Nemesia, la de los zapaticos blancos». Así se presentó ante la plenaria del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba en el año 2011. Y nerviosa como las hojas cuando hay viento, contó otra vez su historia. Muchos lloraron. Ante ellos había un símbolo de nobles sentimientos, una mujer querida por el pueblo de Cuba, la niña que tanto lloró en los días de Girón y simboliza a todos los cubanos que han sufrido a causa de la crueldad de hombres al servicio del gobierno norteamericano.

«Realicé el sueño ese que tenía de volver a abrazar a Fidel. Y me trasmitió la energía esa que yo necesitaba. Y ya cuando yo llegue a él, estaba de pie. Me preguntó por mis hermanos, por mis nietos, por mis hijos.

«Raúl también me abrazó. Yo nunca había estado tan cerca de Raúl, lo había visto mucho pero no tan cerca. Me dio un beso en cada mejilla, y después me abrazó y me dijo “Siéntese”. Pero cuando yo vi que la silla que me ofrecía era la de él, que estaba al lado de la de Fidel, empecé a temblar y le pregunté: ¿Ahí? Y él me dijo: “Ahí, Nemesia, al lado de Fidel. Ahí es donde usted se tiene que sentar”. Me sentí tan pero tan nerviosa que empecé a toser, y Ramiro me alcanzó una servilleta y me dijo: “Eso se siente siempre Nemesia”. En ese momento Fidel me preguntó: ¿Han pasado 50 años y aun te gustan los zapaticos blancos? Y le dije: “Sí, Comandante, los tengo gracias a usted”. Me dijo: “Gracias a mí no, gracias a ustedes y a la Revolución”. Después del congreso, del encuentro con Raúl y con Fidel, ya puedo morir tranquila. Creo que realicé lo más grande que pueda aspirar una cenaguera campesina como yo».

Pero lo que nunca imaginó Nemesia es que cinco años más tarde volvería al VII Congreso del Partido; y allí escuchó a Fidel despidiéndose del pueblo. Lloró, lo abrazó, y esa sería la última vez que se verían.

«Fidel es lo más grande que ha dado el mundo. No le pude demostrar lo que lo quise y admiré, creo que eso es una de las cosas que me reprocho en esta vida». Hoy, en su casa de la Ciénaga, como mismo le prende una vela a su madre, enciende una luz para Fidel.

UNA MADRE Y UN MONTE

Ha pasado más de medio siglo, y Nemesia y sus hermanos, aquellos niños, como otros que tanto sufrieron en la Ciénaga de Zapata, por la pobreza antes y la invasión después, tienen hijos, nietos y hasta bisnietos, pero el dolor no se olvida y el tiempo no ha logrado callar el llanto de aquel día de abril de 1961.

«Porque vivir sin mamá es lo más triste del mundo. Éramos muy pobres, ella sufrió mucho. Nosotros no teníamos más nada que un monte y una madre, y nos quitaron la madre», dice Carmita. A Lucía también su mamá le hace falta todos los días, «desde que me quedé sin ella a los 15 años hasta hoy. Incluso los logros de la Revolución me han dado sentimiento porque ella no pudo disfrutar de una plancha eléctrica, de un televisor, de ver a sus hijos crecer, sus nietos. A ella le cortaron la vida y no pudo ver desarrollada la Revolución».

Toda la vida de Nemesia ha transcurrido en el humedal. Tiene dos nietas que son estomatólogas, y un nieto en el Servicio Militar. Su esposo murió hace ya muchos años, y ella vive rodeada de la familia, en Soplillar. Muchos llegan hasta allí a conocerla, y si llegan de sorpresa, pide permiso, va al cuarto unos segundos y regresa con unos zapaticos blancos en los pies. Liborio, su padre que enviudó muy joven aún, no se casó nunca más. Vivió más de 90 años y fue siempre el horcón de la familia. La foto de Juliana, la única que conservan de ella, tomada unos meses antes de morir, sigue en la sala de la casa de todos los hijos. La mayoría de los hermanos no estudió, no porque no tuvieran la oportunidad, pero ante la ausencia de su madre, no se atrevieron a irse del lado del padre, ni del monte, que sigue siendo bálsamo y refugio para las penas más crueles.

Con la cafetera y las tacitas pintadas en el fondo de café, regresan las dos por los trillos flacos al batey, hasta que otra vez el alma les pida volver y vaya Nemesia con pasos apurados a robarle minutos al sol de la tarde, como si en los zapatos tuviera mariposas.

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