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Fidel, cultura y revolución

11 ago. 2017
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El triunfo de enero de 1959 modificó esencialmente las estructuras de la sociedad neocolonial. Se produjeron transformaciones como nunca antes en los individuos, las instituciones, las estructuras de poder y en la conciencia popular. Todo ello reinició un discontinuo proceso de maduración humanista frenado en más de una ocasión durante la primera mitad del siglo XX.

Para aquella vanguardia, que como promedio no llegaba a los treinta y cinco años de edad, esperar no podía ser una alternativa. Ante la agitación popular los primeros discursos del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, alertaban lo mucho que quedaba por hacer: «(…) No nos engañemos creyendo que en lo adelante todo será más fácil, quizás en lo adelante todo sea más difícil».1

Recuperar y desarrollar una tradición intelectual que formaba parte del patrimonio nacional, exigía a los nuevos sectores sociales hacer realidad aquel apotegma martiano que él quería que fuese la «ley primera de la república: el culto a la dignidad plena del hombre».2

Sujeto a desconocimientos e improvisaciones, de un extremo a otro de la Isla comenzó el movimiento por lograr una creciente revolución cultural.

Tan importante como la revolución social, este movimiento consustancial perseguía reconsiderar las jerarquías, resemantizar conceptos y situar en un lugar principal la emergente espiritualidad revolucionaria. Se trataba de lograr saltos exponenciales en la participación del pueblo que marcaran los nuevos contornos sociales y facilitasen la liberación de los sujetos. El gobierno rebelde heredaba una acumulación considerable de miseria social. Pero eran los tiempos de vencer imposibles.

Del interior de las dificultades, emergerían los rasgos de aquel primer modelo de hombres y mujeres integrales. Junto a ellos, las dimensiones iniciales de un propósito humanista que por vez primera construían la mayoría de los cubanos. Prosperidad, justica social, satisfacción personal y felicidad colectiva, se establecieron ahora desde una perspectiva que colocaba en el centro de la inmediatez la conquista del conocimiento.

Comprender las verdades de la sociedad y las verdades del mundo implicaba un notable esfuerzo intelectual. Se trataba de enseñar y no solo de inculcar. Hacia la Sierra Maestra, como símbolo del atraso social, se volvieron los brazos y las miradas.

Los paisajes que antes habían recibido la insurrección, acogían los primeros «experimentos» decididos a entregar el saber a los miles de campesinos como condición primaria para la conducción del país. El 1ro. de marzo de 1959 en el occidente de Cuba se entregaban las primeras propiedades que los hacían dueños de sus tierras y expropiaban al latifundio. Era el preludio de la Reforma Agraria y el giro determinante hacia la revolución social. Los rebeldes cumplían sus promesas.

Desde la cultura se discutía palmo a palmo la Revolución. La deformación de un modo de pensar y sentir derivado de siglos de dominación colonial y neocolonial no simplificaron la tarea. La lucha por la justicia social incluyó replantearse la reafirmación constante de la soberanía nacional. Virtud y dignidad se instalaron como escudo para alzar una conciencia que fuese a su vez propia y emancipadora.

Había que ganar la razón y el corazón. Por eso cuando Fidel alzó la voz ante la agresión, declarando el carácter socialista del proceso revolucionario a solo noventa millas de los Estados Unidos, la nueva escuela ya se estaba fundando. Miles de jóvenes recibieron el ataque fuera de sus casas. Se encontraban en los campos de Cuba «con el libro en alto», llevando a los lugares más intrincados «la luz de la verdad».

La creación se abrió a pasos agigantados. Casa de las Américas (1959), el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (1959), la Imprenta Nacional de Cuba (1960), la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (1961), el Consejo Nacional de Cultura (1961), el Instituto Cubano de Radiodifusión (1962) y la Escuela Nacional de Arte (1962), hicieron su aparición.

El Teatro Nacional de Cuba, el Movimiento de Aficionados, el Conjunto Folklórico Nacional y el de Danza Contemporánea, la transformación del Ballet Alicia Alonso en Ballet Nacional y los cambios en los medios de prensa del país, entre otros, añadían a los procesos creativos una energía sin precedentes que parecían no tener fin. El campo artístico favorecía los aires educacionales que respiraba el pueblo. Las escuelas levantadas en los lugares que antes fueron centros de represión eran la muestra más significativa de la efervescente transformación.

En las aulas, comunidades y centros laborales se empezó a arraigar el nuevo modelo cultural. La Campaña de Alfabetización, la nacionalización y ampliación del sistema de enseñanza, la  concepción del Plan de Becas y la Reforma Universitaria de 1962, respaldaron ese propósito.

Vivencias, conciencia generacional y compromiso con las nuevas circunstancias, afirmaron el camino de las letras cubanas. La creación literaria, como el resto de las esferas artísticas fue impactada por las transformaciones socioeconómicas y políticas. Los artistas e intelectuales cubanos encontraron en tiempos de Revolución el respaldo que por años le negara la vieja República. La poesía humanizó su contenido. La cuentística se reencontró con el pasado, y metáfora tras metáfora fue haciendo suyo el presente para discutirlo y explicarlo. Carpentier con El siglo de las luces, Lezama con Paradiso, Soler Puig con Bertillón 166 y Caserón, el joven Barnet con Biografía de un cimarrón; apuntaban el encuentro de la novela cubana con los que aprendían a leer su realidad nacional. Confirmaban a la vez, la condición de vanguardia de su narrativa en el contexto nacional y regional.

El panorama musical y danzario, el teatro, las artes plásticas y la arquitectura articularon gradualmente renovación, conflictividad y armonía con los nuevos conceptos. El acercamiento a figuras del pensamiento latinoamericano y europeo, posibilitó asumir una postura de universalidad que enriqueció la experiencia artística y aumentó la capacidad de creación.

En solo diez años la Revolución exhibía 14 726 centros educacionales, prácticamente el doble de las escuelas que había antes de 1959. Una cifra superior a los 47 000 maestros primarios y 1 444 000 alumnos en ese nivel de enseñanza animaban las recién estrenadas escuelas cubanas. La enseñanza técnica, la secundaria básica y los preuniversitarios mostraban indicadores similares. La comunidad universitaria superaba ya los 40 000 estudiantes y los 4 400 profesores. Se configuraban nuevos conflictos y contradicciones a lo interno de las familias cubanas.

Tan solo una década había sido suficiente para que este país —uno de los más atrasados de América— lograra desarrollar la educación obrero campesina (más de 350 000 personas graduadas de sexto grado). La educación física y el deporte complementaban los niveles de enseñanza, mientras que los movimientos de monitores y círculos de interés científico-técnicos profundizaban el impacto educativo.

Las imágenes sobre las proezas cubanas comenzaron a recorrer el planeta de la mano de aquellos barbudos que emanaron en símbolos. Las fotos y discursos de Fidel y algunos de sus compañeros se convirtieron en «virales», como diríamos hoy.

Entre equivocaciones y extremismos se abrieron paso las primeras polémicas. El temor a la penetración imperialista colocaba en el tapete más de una interrogante. El camino hacia la verdad encontró obstáculos y a menudo dogmatismo y sectarismo se volvieron mutuamente acompañantes. El diálogo con la intelectualidad nacional mostró relieves complejos y múltiples discrepancias. A la larga, aquellas discusiones —cuando fueron legítimas— terminaron enriqueciendo la trama.

La espiritualidad inició entonces un proceso de resistencia cultural del cual hoy seguimos siendo deudores. La creación artística se reencontró buscando en lo cubano y logró una expresión de sentidos críticos que le permitió sobrevivir a los muchos altercados y combates en el campo de la ideología.

Demostrando las fisonomías de un potente movimiento, se enriqueció la teoría marxista, se retomaron los fundamentos martianos y se logró mantener unida a la vanguardia política e intelectual. Lo más importante de aquel distante y todavía cercano entramado de contradicciones, fueron sin lugar a duda, el conjunto de significados, la complejidad de las valoraciones, los componentes que sobresalieron de aquel intento por darle el acabado a una incipiente cultura revolucionaria.

Intelectuales y políticos han discutido desde entonces las cualidades, los enfoques y los caminos. Han reafirmado con ello que invariablemente «(…) en revolución, los métodos han de ser callados; y los fines, públicos».6

Fidel participó de aquellas discusiones constantes acompañado por el Che, Raúl, Hart, Carlos Rafael, Alfredo Guevara y otros compañeros. Algunos de los textos que recoge este volumen pueden situarse en el seno de aquellas polémicas eminentemente culturales. Incluso las económicas o las nacidas de los forcejeos por el poder, remolcarán consigo la problemática mayor que sigue definiéndonos hasta el presente: sembrar a escala social oportunidades e inteligencia.

Promover de manera paralela las riquezas y las nuevas conciencias como resortes de una sociedad alternativa convocó a dialogar una y otra vez. Fidel reclamaba comprender que «(…) solo el pensamiento puede guiar a los pueblos en los instantes de grandes transformaciones…».7 Tenía seguridad que entre los hombres —y mujeres— de pensamiento había y hay que librar la batalla.

Aquellas complejas vorágines y las que aparecieron después, exigieron explicar, convencer y movilizar. Fidel regresó una y otra vez a nuestras plazas. En improvisadas tribunas usó el argumento —que aprendió a convertir en embajador por excelencia de sus ideas—, reafirmó su liderazgo y condujo al pueblo ante cada nueva tempestad.

Esa fue su más útil herramienta, así enriqueció la práctica revolucionaria. Pensamiento, gestualidad y palabra, matizaron un carisma único para razonar a la vez con millones de cubanos. Horas y horas dedicadas a convencer, reclutar y hacer sentir al pueblo que era decisor de los ritmos y los caminos. Fueron esas cualidades, unidas a su ética, las que hicieron de Fidel un líder de alcance universal, sin el cual los últimos sesenta años no hubiesen atrapado la misma notoriedad y trascendencia.

El 17 de noviembre de 2005 en uno de los discursos más trascendentes de su legado político-teórico, Fidel planteó interrogantes demoledoras de las falsas confianzas y los imprudentes conformismos:


¿Es que las revoluciones están llamadas a derrumbarse, o es que los hombres pueden hacer que las revoluciones se derrumben? ¿Pueden o no impedir los hombres, puede o no impedir la sociedad que las revoluciones se derrumben? (…) ¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? ¿Lo han pensado alguna vez? ¿Lo pensaron en profundidad?


Aquella tarde, analizando desde la historia, el líder cubano recordó la importancia de nunca subordinar la estrategia a las tácticas. Ideología y conciencia se encuentran nuevamente en el centro mismo del combate por la supervivencia de la obra revolucionaria. Enajenación, asimilación acrítica y practicismo económico, asechan a nuestras puertas. Son los embajadores de un pensamiento simple, por ende, disminuido y manipulable.

Utilizar fuentes históricas, hurgar en textos de la época y establecerse un criterio a partir de cómo vieron, juzgaron y sintieron los protagonistas de entonces, puede ser reconstituyente y aleccionador en el afán de una certera comprensión del pasado. Ayuda a desmitificar el contenido histórico y ponerlo de manera más inteligente al servicio de las trasformaciones del presente.

Por ello es imprescindible que ahora y en los años venideros, andemos con Fidel. Ajustando, complementando con creatividad sus propuestas y permitiéndonos escapar de los silencios peligrosos y los saturantes estribillos políticos que emanan del uso fuera de contexto, de los formalismos y de la dañina omisión.

Argumentos culturales de la Revolución Cubana, no es un libro que persiga dar discusiones por cerradas ni respuestas como verdades absolutas. Su mérito mayor es la invitación para abrir puertas y despertar contradicciones que no pueden permanecer dormidas ante tantas urgencias ideológicas.

Conspirando con el pasado, estas voluminosas páginas parecen alcanzar solo hasta el año 2006. Logran realmente tocar el futuro. Vuelven para ser útiles y esclarecedoras. Son un buen antídoto; por si el agotamiento, el inmovilismo o la desidia deciden alistarse para enfermar al país.

Para una juventud que poco pudo vivir de aquellos años fundacionales, estos discursos toman matices, sonoridades, ritmos y dinámicas propias. Son intervenciones en las que no caben los monólogos, ni hay espacio para los ecos. En ellos se pueden sentir tras la tinta de las letras las energías de un pueblo apoyando cada enunciado.

Intrincados senderos son estas oraciones que vuelven una y otra vez sobre las mismas rutas y que, aunque aparentan dispersión o extravío, indican reafirmación y crecimiento. Pero no seamos novelescos. Preguntas, inconformidades, replanteos, incertidumbres y obsesiones prorrumpen de una lectura profunda y completa. Son ellas virtuosas, útiles e inevitables.




* Este texto es parte del prólogo del libro Argumentos culturales de la revolución cubana, que próximamente lanzará la editorial Ocean Sur.


Notas

1 Adolfo Sánchez Rebolledo: «Fidel Castro: La Revolución Cubana 1953-1962», en Compilación de documentos y discursos 1953-1962, Editorial Era, S.A., México, 1972, p. 141.

2 José Martí: Discurso pronunciado en el Liceo Cubano. Tampa, 26 de noviembre de 1891. OC. 4:270.

3 Fidel Castro: Discurso pronunciado desde el balcón de la sociedad «El progreso», Sancti Spíritus, 6 de enero de 1959.

5 Fidel Castro: Balance de los primeros diez años de revolución educacional en Cuba, 5 de enero de 1969.

6 José Martí: «Las expediciones y la Revolución», Patria, Edición 22, Nueva York, 6 de agosto de 1892, OC. 2:93.

7 Fidel Castro: Discurso pronunciado en el acto celebrado por la sociedad espeleológica de Cuba, Academia de Ciencias, 15 de enero de 1960.

 

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