Contrapunteo

Crisis económica e Inversión Extranjera Directa en América Latina y el Caribe

5 dic. 2018
Por

Hace ya un siglo, el destacado marxista y revolucionario Vladimir Ilich Lenin fundamentó que la exportación de capitales en gran escala era un rasgo inherente la fase superior del desarrollo del capitalismo: el imperialismo.[1]

Con el decursar del tiempo, esta tesis leninista no solo ha demostrado su validez, sino que ha adquirido nuevas dimensiones, al punto de que en la época de la alta globalización, el sistema solo puede asegurar su reproducción ampliada movilizando sumas crecientes de capital a través de sofisticadas redes internacionales, establecidas en los ámbitos productivo y financiero. 

En este sentido, la historia de América Latina y el Caribe como receptora de inversiones foráneas dista mucho de lo que se hubiera podido desear. La combinación del apetito voraz de las empresas transnacionales y un marco institucional débil, creó las condiciones para que la región fuese víctima de incontables atropellos por parte del gran capital transnacional. Así, se cuentan innumerables ejemplos donde la inversión extranjera directa se encuentra rodeada de escándalos por daños al medio ambiente, afectaciones a la salud de poblaciones rurales, o inclusive por su imbricación con golpes de estado.

Sin embargo, aún bajo esos antecedentes, no faltan quienes se empeñan en vender una imagen edulcorada del fenómeno, ajena a todo conflicto social, carente de limitaciones y problemas. Para estos, la Inversión Extranjera Directa (IED) ?en tanto portadora de nuevas inyecciones de capital en la economía? se justifica a sí misma. En consecuencia, el objetivo final para cualquier administración pública es la obtención de un flujo constante de este tipo de inversión, en ausencia de una valoración de la relación costo-beneficio para las economías receptoras.

Desde esta perspectiva, ?que pudiera resultar ingenua, o cómplice, según sea el caso? el marco regulatorio asociado a los compromisos que deben asumir las empresas transnacionales con el país anfitrión constituye un factor de segunda importancia.  Lo que sí resulta una prioridad, son las ventajas que este último debe ofrecer para que el gran capital logre establecerse con éxito, entre las que se pueden encontrar el otorgamiento de facilidades financieras, garantías sobre los derechos de propiedad, o la exoneración de sus compromisos fiscales.

Pero con tales posiciones, más allá de los éxitos locales, derivados de la colocación de una planta de producción u otro tipo de instalaciones productivas, se producen brechas que pueden conducir a pérdidas globales. Como resultado de tales políticas, se establece una suerte de competencia entre las economías receptoras para otorgar facilidades a la IED, cuyo efecto es usualmente más beneficioso para el gran capital transnacional.

Aun así, la IED sigue siendo una necesidad para los países periféricos por su capacidad para dinamizar la inversión, expandir la acumulación, generar empleo, proveer tecnología foránea y asegurar un flujo de dólares destinado a compensar el déficit en cuenta corriente presente en la mayoría de estos, entre otros efectos potencialmente favorables. Por ello, en el delicado balance entre los elementos en pro y en contra de la misma, los Estados receptores precisan contar con las normas más adecuadas para tratar con el capital extranjero, a fin de lograr que se maximicen las derramas favorables a toda la economía, algo que no siempre se logra.

De ahí que el tema de la inversión extranjera directa se mantenga necesariamente en la agenda de los países latinoamericanos y caribeños, como un asunto clave para su desempeño económico.

La IED en América Latina y el Caribe[2]

 

En 2016 el movimiento global de capitales por concepto de IED alcanzó los 1,7 billones de dólares, aunque se redujo un 2% en comparación con el año anterior. Tras varios años en los cuales los países emergentes y subdesarrollados recibieron mucha atención por parte de las empresas transnacionales, desde 2015 se retomó la tendencia histórica de invertir principalmente en los países desarrollados. Como resultado de este proceso, los países del Norte recibieron en 2016 aproximadamente el 60% del total de las inversiones extranjeras del mundo, expandiéndose en un 5% lo recibido durante el período previo.[3]

En contraste, el más reciente Informe sobre la IED publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) confirma que en ese año todas las regiones categorizadas como «en desarrollo» mostraron una contracción de las inversiones extranjeras recibidas, con una disminución del 15% en Asia, del 8% en América Latina y el Caribe y del 3% en África. Aún con esos resultados, nuestra región, donde vive aproximadamente el 8% de la población mundial, logró captar el 10% de la IED a escala global.

En términos absolutos, América Latina y el Caribe recibió en total 167 mil millones de dólares, o sea, 16 mil millones de dólares menos que el año anterior. Ello implicó que tanto en 2015 como en 2016 la IED recibida disminuyera a un ritmo del 8%, lo cual contrasta con el acelerado incremento que esta experimentó a partir de 2009, el año donde se hicieron sentir los efectos más dañinos de la crisis económica que tuvo como epicentro a los Estados Unidos.

Esta tendencia decreciente no puede ser explicada por un único factor, sino que responde a una combinación de varios elementos, entre los cuales se encuentran los efectos de la recesión instaurada en varios de los países del área, el incremento en las tasas de crecimiento de las economías desarrolladas, la disminución de la rentabilidad media de la inversión y la caída en los precios de las materias primas, todos los cuales contribuyen a hacer menos «atractiva» a la región para el capital transnacional.

Desde la perspectiva de las subregiones, el comportamiento de la recepción de inversión extranjera durante 2016 fue divergente, pues si Sudamérica experimentó una caída de ?9,3%, esta aumentó en Centroamérica y en el Caribe un 3,7% y un 3,3%, respectivamente.

A nivel de los países, las caídas más fuertes se produjeron en Argentina, donde la IED recibida en 2016 disminuyó un 64%; en Guyana y Belice, donde se redujo aproximadamente a la mitad; y en Ecuador, con un ?44%. En sentido contrario, en Barbados la inversión extranjera se triplicó, y en Bahamas creció un 28%. Colombia y Panamá experimentaron un incremento del 16%. 

Por el volumen de las inversiones, Brasil (donde el incremento fue del 5,7%) se mantuvo como el principal receptor regional de IED, con un 47% del total, seguido por México, Colombia y Chile. En este contexto, las decisiones del gobierno brasileño de Michel Temer, orientadas a la privatización de un conjunto de empresas, puede constituir un importante incentivo para atraer IED hacia ese país sudamericano, aún al costo de perder el control sobre varios activos nacionales de gran importancia estratégica, como ocurrió tantas veces durante los años más cruentos de la aplicación del Consenso de Washington.

Bajo una perspectiva sectorial, la contracción en los flujos de IED recibida ha implicado un incremento relativo del papel de los servicios en el total de inversión recibida (47% del total), así como de la manufactura (40%), en detrimento de los recursos naturales (13%). Los principales orígenes de la inversión, continuaron siendo las potencias de antaño, encabezadas por Estados Unidos, con el 20% del total invertido y la Unión Europea, con el 53%.

Como emisora de inversión extranjera, América Latina desempeña un papel mucho menos destacado que como receptora, y fue más afectado por la coyuntura. En 2016 la cantidad de IED que salió de los países de la región ascendió a 24 mil millones de dólares, una cifra aproximadamente igual a la mitad de lo que invirtió durante el año anterior. Aquí fue relevante una disminución del 70% de la inversión mexicana en el exterior, del 57% de la inversión chilena, y del 42% de la inversión brasileña.

Con este comportamiento, se reafirman las implicaciones negativas de una caída de la IED en medio de la recesión que desde hace dos años atraviesa la región, e invitan a una reflexión más detallada de la relación entre ambos fenómenos.

Crisis e IED: Más allá de las estadísticas

 

Más allá de las estadísticas, hay algunos aspectos clave que se deben considerar para aquilatar en toda su dimensión la relación entre la IED y la crisis en América Latina y el Caribe.

Desde una perspectiva de largo plazo, cuando se analiza la conexión entre la IED y la estructura económica regional se revela el marcado interés por los recursos naturales y los servicios, en detrimento de la producción de manufacturas. Con este comportamiento, la inversión extranjera directa ha contribuido a afianzar un modelo dependiente de las exportaciones de materias primas, cuyos precios son altamente volátiles en el mercado mundial, mientras que se relega a un segundo plano la producción material y la creación de cadenas de valor de alcance regional o global.

Bajo estas condiciones ?donde solo hay unas pocas excepciones, como el desarrollo de la maquila en México? la IED se convierte en una suerte de vehículo para mantener una estructura productiva vulnerable frente a shocks externos similares al que atraviesa América Latina en la actualidad. Con ello, se restringen las oportunidades de incursión en otros mercados con mejores resultados en cuanto a estabilidad en la demanda y en los precios.

Una vez que se desata la crisis, la inversión extranjera directa desempeña un papel procíclico dentro de la economía, profundizando y acelerando la recesión. El mecanismo que sustenta esta relación viene dado por la conducta de los inversionistas foráneos, quienes salvaguardando sus propios intereses evaden las inversiones en aquellas regiones y países donde no pueden asegurar una adecuada rentabilidad. Como resultado, se le sustrae a la economía una potencial fuente de liquidez justo en el momento en el que más lo necesita. Por ejemplo, en 2016 el PIB de Ecuador experimentó una caída del 2%, momento en que la IED recibida fue de 578 millones de dólares menos que el año anterior; o en Belice, donde la contracción del producto interno bruto fue del 2,4% y la inversión extranjera se redujo de un año a otro de 65 millones de dólares a 33 millones en 2016 (CEPAL, 2016; 2017).

En sentido contrario, también se reconoce que la bonanza económica estimula el flujo de inversiones extranjeras, y contribuye a dinamizar el crecimiento económico.

Pero dado que en el contexto de la crisis los inversionistas locales también evaden el riesgo y limitan los montos de la inversión en el exterior, la disminución de la IED emitida ?o sea, la retención de este capital en la región? opera como un mecanismo de compensación parcial frente a la contracción del flujo de inversiones recibidas, contribuyendo a paliar las consecuencias perjudiciales de las relaciones que se establece entre ambas.

Por otro lado, aún en un entorno recesivo las inversiones extranjeras realizadas deben continuar remesando a sus casas matrices una parte de los ingresos obtenidos en las economías receptoras. Estos envíos, aunque gozan de legitimidad, implican un flujo de dólares hacia el exterior, lo cual también presiona el balance de la cuenta corriente y la disponibilidad de divisas en el país donde se asienta la subsidiaria, con lo cual se alimenta el fuego de una crisis de liquidez. En el caso de América Latina y el Caribe este asunto no es un tema menor, dado que la mayor parte de los países de la región poseen un déficit comercial sostenido, por lo que las erogaciones de divisas internacionales complejizan su manejo macroeconómico.

El efecto negativo de la relación entre crisis e IED se muestra aún más grave cuando la empresa transnacional determina cerrar alguna de sus filiales. Las razones para esto son muchas (entre estas la caída de la demanda agregada, las decisiones de política económica tomadas por el país receptor, u otras), pero siempre con los peores resultados. Con ello ?y sin reclamación posible?, se incrementa el desempleo, y se induce un efecto dominó sobre la economía real cuyo final es un aceleramiento de los efectos destructivos de la recesión.[4] 

 

¿IED para el desarrollo?

 

Para completar este acercamiento, no basta con una reflexión crítica sobre la IED y su relación con la crisis económica, sino que esta debe trascender hasta su capacidad para ejercer como fuerza motriz del desarrollo.

De un lado, no puede soslayarse el papel de la IED como portadora de nuevas tecnologías, generadora de empleo, dinamizadora de los sistemas de innovación, o como canal de comunicación de técnicas de gestión de avanzada, las cuales ofrecen incuestionables ventajas tanto a nivel de las economías receptoras como de los individuos que logran vincularse a la misma.

Pero la experiencia histórica también nos demuestra también que las empresas transnacionales tienen importantes incentivos para obstaculizar las derramas económicas en aquellos países que las acogen. A continuación, y sin pretender exhaustividad, enunciaremos tres de las formas en que esto se manifiesta.

En primer lugar, las empresas que llevan adelante la IED muchas veces no están interesadas en trasferir sus tecnologías de avanzada a los países receptores, sino que por el contrario tratan de evitar las derramas de conocimiento que pudieran ser aprovechadas por potenciales competidores locales u otras empresas transnacionales. Con ello, se restringen las oportunidades relacionamiento con otros actores en la economía anfitriona, y se afianzan modelos de «economías de enclave», que relegan la vinculación con cadenas productivas en los territorios donde estas se encuentran.

En segundo lugar, tampoco les interesa promover el aumento de los salarios en sus filiales, un tema que resulta tan importante para impulsar la demanda agregada en las economías receptoras. Al aplicar la premisa de mantener el costo de producción lo más bajo posible, estrangulan la capacidad para que estos salarios incrementen el efecto de arrastre sobre otras actividades económicas y limitan los beneficios indirectos que pudieran arrojar a nivel territorial.

En tercer lugar, la movilidad inherente al capital transnacional provoca que en general este no establezca compromisos con la protección del entorno natural de los territorios donde se expande, o con la sostenibilidad del uso de los recursos. De ahí que en tantas ocasiones la explotación de los mismos se haya realizado de forma descontrolada, sin cuidar las normativas mínimas exigidas y con efectos dañinos al ambiente de largo plazo, de los que luego se desentienden por completo.

Sin embargo, la presencia de estos problemas y de otros que pueden surgir, tiene que ser analizada con mesura y realismo. Por ello a priori no se puede construir un estereotipo donde la empresa transnacional ?o multilatina, si es el caso de que el capital proviene de la región? sea el villano de la película, sino que debe inducir a una reflexión sobre las «reglas del juego» que se deben plantear para que la relación entre el capital extranjero y la economía receptora se produzca en los mejores términos.

En esencia, el significado socialmente positivo para la IED no está intrínsecamente ligado a esta, sino que debe ser construido a partir de la naturaleza de las relaciones que se establezcan entre el país receptor y el emisor, y de los actores que participan en esas interacciones.

Por esta razón, es imprescindible que el país construya una institucionalidad fuerte, eficiente, con competencias para lidiar con la IED desde el mismo momento en el que comienzan las negociaciones. Esto implica que en cada fase del proceso inversionista, se ponga el mayor nivel de atención, con la finalidad de que se respeten las normativas nacionales vigentes.

A la par, se requiere disponer de los incentivos para que las empresas con capital foráneo maximicen las interacciones virtuosas con los otros actores de la economía, y se extraigan los mejores resultados de su integración al tejido productivo nacional.

Finalmente, si bien la IED bajo cierto marco puede llegar a ser una fuerza impulsora del desarrollo, los países del Sur no pueden ser concebir a la misma como «el» motor del desarrollo, pues los dictados del mercado sencillamente no lo permitirían. En este ámbito, la inversión extranjera directa resulta una fuerza externa complementaria, importante, pero solamente válida si es posible su integración como un componente dinámico dentro de proyectos nacionales de carácter más general, donde se aprovechen las potencialidades internas de la economía, se promuevan relaciones sociales de producción de nuevo tipo y se fomente un cambio de la estructura económica incentivando los sectores más intensivos en conocimiento.

 

Bibliografía

 

CEPAL. (2012). La Inversión Extranjera Directa en América Latina y el Caribe 2011. Santiago de Chile: Naciones Unidas.

CEPAL. (2016). Balance Preliminar de las Economías de América Latina y el Caribe 2015. Santiago de Chile: Naciones Unidas.

CEPAL. (2017). La Inversión Extranjera Directa en América Latina y el Caribe. Santiago de Chile: Naciones Unidas.

Lenin, V. (1963) [1917]. El imperialismo, fase superior del capitalismo. En Trabajos Selectos, Vol. 1. Moscú: Editorial Progreso.

 

 

 



[1] Lenin, V. I. (1917). El imperialismo, fase superior del capitalismo.

[2] Salvo que no se indique otra cosa, los datos utilizados en este apartado provienen del informe La Inversión Extranjera Directa en América Latina y el Caribe 2017, publicado por la CEPAL (2017).

[3] Los países desarrollados recibieron en 2013 el 47% del total de la IED mundial; en 2014 el 43%; en 2015 el 55% y en 2016 el 59% (CEPAL, 2017).

[4]  Es necesario aclarar que lo expuesto hasta aquí se restringe al ámbito económico, aunque también existen relaciones entre la IED y las crisis social, política, energética y ambiental, las cuales de una forma u otra han afectado a la región, y cuyo análisis excedería las pretensiones de este texto.

enviar twitter facebook

Comentarios

0 realizados
Comentar