Contrapunteo

Brazos cruzados

29 dic. 2017
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Se acaba 2017, un año de muchas primeras veces y cuyo panorama político de norte a sur y de este a oeste estuvo marcado por la conducta extravagante y las decisiones impulsivas de prácticamente un solo personaje: Donald Trump. Más allá de lo normal que resulta que el ocupante del Despacho Oval influya y hasta determine en todo lo que ocurre en el mundo por el carácter de imperio de Estados Unidos, el actual presidente ha roto moldes preestablecidos y ha hecho del hegemónico título de «hombre más poderoso del mundo»  un suceso que desborda los límites del propio epíteto.

Ni Barack Obama en su condición de primer afroamericano en convertirse en Jefe de Estado de esa potencia generó tanta polémica o titulares. Y es que todo comienza por la personalidad y se corona con la proyección escénica, pues en el trasfondo, hay tantas similitudes como continuidad en la línea dura de la gestión estadounidense hacia lo interno pero sobre todo hacia lo externo. A pesar de rupturas con el legado del antecesor —dígase en materia de reforma sanitaria, de migración y de modelo económico globalización vs. proteccionismo, o incluso en el enfrentamiento a los históricamente aliados europeos— sigue siendo una constante la dominación norteamericana sobre la base del chantaje económico y diplomático, así como de la generación de conflictos de todo tipo para pescar en río revuelto.

Pasamos de la oratoria convincente y aparentemente dialogante de Obama a la prepotencia verbal de Trump. Y su excentricidad se convirtió en noticia diaria a pesar de declararle la guerra a los medios de comunicación y asumirse como presidente-periodista con su propio soporte informativo: la red social Twitter. Batió récord en las publicaciones de 140 caracteres con tal falta de filtro y mesura que instauró otra práctica bastante agobiante para su staff de gobierno: tener que servir de traductor, suavizar el mensaje e incluso desdecir a su superior una y otra vez.

No pudo en toda esta etapa cubrir las vacantes de su administración, por el contrario, navegó entre renuncias y expulsiones en un mar de desencuentros constantes. Parece que se vuelve difícil seguirle la rima y complacer sus alocados caprichos. Así en casa, cuando en sus periplos internacionales siempre sorprendía con alguna grosería gestual o discursiva, como si desconociese el significado de la palabra protocolo. Bien lo sufrieron sus socios de la OTAN, la Unión Europea, Asia-Pacífico, Naciones Unidas o sus fieles servidores en América Latina, a donde, por cierto, no vino en su primer año de mandato, solamente dictó órdenes por teléfono, o convidó a los «amigos» a Washington. Toda cumbre fue noticia, más que todo, porque era la primera en que participaba el magnate inmobiliario.

Sin embargo, al exitoso hombre de negocios sin experiencia política mas sí sobradas ambiciones en ese campo, le ha perseguido por los más de 11 meses que lleva en la Casa Blanca el fantasma de la presunta injerencia rusa en las elecciones que le dieron la victoria. La trama al más puro estilo de novela de espionaje y conocida como «Rusiagate» lo tuvo en jaque a cada paso que daba y se erigió como la máxima bandera de los demócratas para ejercer la oposición. Hubo hasta intentos de juicio político, frustrados por la correlación de fuerzas en el Congreso.

Cosechó más críticas cuando resolvió salirse del Acuerdo de París sobre cambio climático, cuando declaró a Jerusalén como capital de Israel, cuando bombardeó directamente al ejército sirio o cuando lanzó la «madre de todas las bombas» sobre Afganistán. Y colmó la paciencia global con sus recurrentes amenazas cada vez más subidas de tono contra la República Popular Democrática de Corea. Aquí hizo de su enfrentamiento con el norcoreano Kim Jong-Un el centro de atención y el mecanismo disuasorio de los asuntos domésticos más complicados.

Y cada uno de estos episodios tuvo una postura común: a la hora de intimidar opta por cruzarse de brazos y acentuar su ya característico ceño fruncido. La típica actitud de molestia, síntoma de estar a la defensiva desde una posición de fuerza renuente a ser modificada. Claro que, Trump cruza los brazos pero no se cruza de brazos. No se queda a esperar la reacción de su interlocutor, no vacila en ir de las palabras a la acción, no mide las consecuencias de sus actos.

Lo curioso y terrible a la vez es que, lejos de provocar repulsión, su condición de prepotente en jefe, seguido del más barato pero funcional marketing de «hacer grande a América de nuevo» o simplemente «América primero», ha logrado remontar la aceptación popular cuando por alguna razón cae. Esa interpretación descabellada y chocante lo convirtió en presidente de Estados Unidos, su estilo desafiante lo ha llevado a sortear todos los obstáculos de su primer año de gobierno y no es descartable que el modelo civilizatorio, que ha entronizado el egoísmo, la supremacía del capital —de ese que le sobra a Donald Trump— la fuerza bruta y la insolencia, le allanen el camino para muchos años más en su puesto. Tocará a los ciudadanos estadounidenses y a la elite política mundial no quedarse de brazos cruzados.

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